Iglesia y Estado
A través de mi larga vida siempre he estado muy orgulloso de mi ciudadanía uruguaya. Nací y pasé mis primeros grados de escuela en Montevideo. Uruguay había establecido un sistema de gobierno democrático y progresista a comienzos del siglo XX. Su sistema educativo copiaba al francés, y su cultura cívica estaba decididamente influenciada por el iluminismo. El presupuesto nacional favorecía a la educación más que al ejército. Todo uruguayo con ambiciones intelectuales soñaba con ir a Paris a estudiar en La Sorbonne. La sociedad uruguaya era abiertamente secular y liberal y contaba con una enérgica clase media.
La separación de la iglesia y el estado era dada por entendida. Esto por supuesto no era lo que el Vaticano de esos tiempos consideraba deseable. Así es que decidió celebrar un gran congreso eucarístico en Montevideo. La ciudad contaba con las dependencias del Estadio Centenario, un templo al fútbol construido en 1930 que sentaba cómodamente a 100,000 personas. Fue entonces que por primer vez ví a un cura con sotana y, para el abochornamiento de mis padres, grité a plena voz en un tranvía lleno de gente encaminada al estadio. “Papá, mirá, un hombre con polleras!” Las esperanzas de que el congreso convirtiera al Uruguay en un país más católico, fueron vanas En mi hogar a menudo se comentaba acerca de la situación privilegiada en que vivíamos. En esos tiempos, la década de 1934 a 1944, Uruguay estaba catalogado entre los países del mundo con el más alto nivel de vida. En gran parte esto se acreditaba al ambiente cultural y social permitido por la separación de la iglesia y el estado.
Después de 12 años, mis padres regresaron a la Argentina, donde la constitución establece a la Iglesia Católica como iglesia oficial, y requiere que el presidente de la república sea católico. Todas las celebraciones de fiestas patrias comienzan con una misa, y el currículo de los colegios secundarios incluye la doctrina católica como materia de estudio enseñada por un sacerdote. En el ministerio de relaciones exteriores se encuentra la Secretaría de Culto de la Nación, y ésta está a cargo del Registro Nacional de Cultos. Esta agencia estatal registra a todas las confesiones distintas a la iglesia Católica Romana autorizando así su funcionamiento, supervisa todas sus gestiones ante las Autoridades Públicas, y observa el cumplimiento por parte de las dichas confesiones de “la normativa vigente”. Bajo estas condiciones, las iglesias no católicas no gozan de libertad religiosa, sino de tolerancia. La Secretaría de Culto decide hasta dónde se extiende esa tolerancia, y los tolerados saben muy bien que su “registro” puede ser revocado bajo pretexto.
Los adventistas en la Argentina siempre estábamos concientes de que no debíamos hacer algo que pudiera despertar el interés del Registro Nacional de Cultos y, como consecuencia, hacernos perder el permiso de funcionar en el país. La situación era frágil puesto que no estábamos registrados como una religión, sino como una secta, y sobre la base de esa distinción el Registro permitía o no ciertas actividades. Entre otras cosas, por ejemplo, era muy difícil para una secta hacer un contrato para el alquiler de un salón en el cual dictar conferencias. Esto limitaba el evangelismo público a edificios de iglesia, pero era difícil hacer que no-adventistas rompieran las barreras psicológicas que les impedían entrar a una iglesia no católica. Uno de los objetivos del Registro de Cultos, sin duda, era hacer el proselitismo lo más difícil posible.
Cuando en 1954 llegué a Southern Missionary Collage (la actual Southern Adventist University) en Tennessee, me alegró escuchar a menudo tanto desde el púlpito, como en el aula, acerca de la importancia de mantener firme la separación de la iglesia y el estado. Había razones para ello. En los estados del sur estadounidense en aquel entonces abundaban las llamadas “blue laws”. Estas leyes prohibían la apertura de negocios en domingo. Como tales eran leyes dominicales a nivel local. Pero dentro del panorama apocalíptico adventistas, estas leyes municipales o distritales eran las precursoras de La Ley Dominical Nacional. Para los adventistas, claro está, la máxima señal de que la Venida de Cristo está cerca no son sucesos políticos en Jerusalén, como la derecha fundamentalista del cristianismo norteamericano ha popularizado por años. La última señal, según la interpretación tradicional adventista, es la unión de los poderes políticos y religiosos que establecen La Ley Dominical. En el Bible Belt (la región donde la Biblia reina = el sureste norteamericano) ya había leyes dominicales que prohibían comprar y vender en el Día del Señor cuando llegué a este país hace 55 años.
Uno de los profesores de Southern que tuvo influencia sobre mi fue Leif Kr. Tobiassen, un noruego hombre de mundo especializado en la entonces incipiente Organización de las Naciones Unidas. El hacía referencia frecuentemente a otra organización de la cual estaba orgulloso de ser miembro, Americans United for the Separation of Church and State. Tobiassen se quejaba de que los adventistas no le estuvieran dando más apoyo a esta organización voluntaria, Hasta el día de hoy ella está a la vanguardia en la lucha por mantener a estas dos entidades separadas. Me alegró grandemente que en su última Conferencia Anual, Spectrum tuvo al director de esta organización como invitado especial. A buena hora. Tobiassen se quejaba de que los adventistas no le estuvieran dando más apoyo. Pero la cuestión iglesia/estado ha cambiando radicalmente en los últimos años y no hay duda de que el deseo de mantener firme su separación ha estado debilitándose ahora que las posibilidades de una Ley Dominical Nacional parecieran haberse esfumado en un horizonte nebuloso. Las leyes dominicales del sur estadounidense han, en su mayoría, desaparecido. El comercialismo ha triunfado rotundamente sobre la religión. Hasta se podría decir que la ha penetrado sigilosamente y la religión se ha convertido en una manifestación más del comercialismo y la cultura del entretenimiento que lo alimenta.
Dentro del adventismo, es de lamentar, todavía se cultiva un complejo de persecución y se anticipa con ansias la imposición de la Ley Dominical Nacional. Por otra parte, mientras que en la cultura popular la intolerancia y la violencia se manifiestan diariamente en referencia a diferentes aspectos de la vida, la política oficial ha sido consistente en su progreso hacia una sociedad cada vez más libre de prejuicios y de abusos. Esto ha hecho que la fobia contra el catolicismo, que perneaba la actitud pública de este país en el siglo XIX, se haya disipado. El Concilio Mundial de Iglesias, que hace 50 años era considerado por los adventistas como el arma que Satanás usaría para pasar la Ley Dominical, funciona lánguidamente en un ambiente que es multicultural y multireligioso. El estado, que en la postura clásica adventista estaba representado por ese protestantismo apóstata que, sin duda, en el siglo XIX tenía las manos en el timón gubernamental, en estos días está en manos de ateos, judíos, musulmanes, mormones, testigos de Jehová, adventistas, católicos pentecostales y protestantes de las iglesias principales. Como resultado, visiones del Protestantismo apóstata extendiendo la mano a la Iglesia Católica para imponer la Ley Dominical sólo surgen en la imaginación de quienes son adeptos a teorías de conspiración, pero no en la de aquellos que tienen algún entendimiento de la realidad histórica.
La cuestión que en estos días ha llamado la atención de los adventistas acerca de la relación de la iglesia con el estado es decidir si la iglesia adventista, como cuerpo religioso, debe o no declararse a favor o en contra de proyectos de ley. Indudablemente que, junto con muchos otros cuerpos religiosos que luchaban por mantener la separación de la iglesia y el estado, últimamente la iglesia adventista también desea ser parte activa en las decisiones tomadas por el estado. Por supuesto, dado el complejo mesiánico que informa la identidad del pueblo norteamericano, es difícil esperar algo distinto. Si bien la Constitución prohibe que el estado establezca una iglesia oficial o regule las actividades religiosas de los ciudadanos, por años las iglesias han tenido una influencia preponderante en las leyes de este país.
En 1967 recibí la ciudadanía estadounidense. Como ciudadano aprecio los privilegios y asumo las responsabilidades del caso. Cuando viajo fuera del país me siento obligado a defenderlo cuando lo maltratan verbalmente a base de malentendidos o falta de información. En todas partes, sin embargo, sigo estando orgulloso de mi ciudadanía uruguaya, a la cual nunca he renunciado. Es confortante ser ciudadano de un estado secular sin una identidad religiosa e ilusiones mesiánicas.