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Haciéndose igual a Dios

 

La tentación que la serpiente le presentó a Eva fue la de llegar a ser igual a Dios (Gen. 3: 5). La tentación que Jesucristo, como ser divino antes de su encarnación, rechazó, fue la de hacerse igual a Dios (Fil. 2: 6). En el Evangelio Según Juan, Jesús explícitamente acepta como correcta la acusación de considerarse igual a Dios (5: 18). Esta afirmación está al centro de la teología juanina. Por sostener tal concepto del crucificado, los cristianos, que en un principio eran todos judíos que adoraban en el templo de Jerusalén y pertenecían a diferentes sinagogas donde estudiaban las Escrituras y oraban, fueron expulsados de las sinagogas. Exactamente cuándo fue que esto empezó a suceder no se ha podido establecer con certeza. En cualquier caso, no cabe duda de que no fue durante la vida de Jesús.

            Desde el punto de vista de los fariseos la historia del que nació ciego (que consideramos en mi anterior columna), terminó cuando echaron al ciego de la sinagoga (9: 34). Según ellos, el ex ciego era también un ex judío. La historia también nos dice que los padres del ciego se declararon ignorantes acerca de la ceguera de su hijo por miedo a ser expulsados de la sinagoga (9: 22). Los padres del que había nacido ciego prefirieron asegurar su posición dentro del judaísmo, pero el que nació ciego prefirió confesar lo que sabía, y correr el riesgo de ser expulsado. En el capítulo dieciséis hay otra referencia a la expulsión  de la sinagoga como la pérdida que los cristianos deben estar dispuestos a sufrir por ser discípulos de Jesús (16: 2).

            Es notable que Pablo toda su vida se consideró un fiel miembro de la sinagoga. O sea, los primeros cristianos, todos ellos judíos, no consideraron necesario dejar de ser judíos para poder ser cristianos. Todos los cristianos eran tan judíos como los fariseos, los saduceos, los pactantes del Mar Muerto, los discípulos de Juan, etc. Cuando el templo de Jerusalén, que era el centro que mantenía unidos a todos los diferentes judíos, incluyendo los cristianos (Hechos 2: 46; 3: 1; 4: 1), fue destruido por los romanos, el judaísmo conocido hasta entonces dejó de existir. Solamente dos de sus muchas sectas sobrevivieron esa catástrofe. El fariseísmo sobrevivió convirtiéndose en el judaísmo rabínico y el movimiento de Jesús sobrevivió convirtiéndose en el cristianismo. Ambos sobrevivientes reclamaron ser los legítimos herederos de los bienes de la madre muerta. Esa lucha fratricida por la herencia hizo que las dos religiones hermanas comenzaran una polémica con consecuencias desastrosas y de largo alcance.

            Al centro de la contienda estaba la única doctrina del judaísmo. La religión de Yahve en la antigüedad y el judaísmo rabínico se distinguen por haber sido y ser religiones de observancia, no de dogmas. La excepción que prueba la regla es su monoteísmo. Los escribas adoptaron como lema de la sinagoga a la Shema,el texto de Deuteronomio que convirtieron en el llamado a la adoración: “Oye, Israel: Yahve es nuestro Dios, Yahve uno es” (Deut. 6: 4). En el Evangelio Según Marcos, Jesús incluye la Shemacomo parte del mandamiento de amar a Dios de todo corazón, mente y alma (Mc. 12: 29).

            En Según Juan se presenta a un Jesús que es visto por los judíos como alguien que no solamente quebranta la ley del sábado y por lo tanto es un pecador, sino que además blasfema “haciéndose igual a Dios” (5: 18). Ante tal osadía los judíos no pueden ver cómo los cristianos pueden reclamar la herencia de la religión de Yahve.

            En el capítulo diecisiete, generalmente referido como “la oración sacerdotal”, Jesús apela a la unidad que tiene con el Padre para exigir que haya unidad entre los discípulos. En el clímax de la oración Jesús ruega: “Como tú, oh Padre, en mi, y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una cosa, para que el mundo crea que tu me enviaste” (17: 21).

            Que la unidad del Padre y el Hijo está abierta para que los discípulos, que ya están unidos entre si, entren a esa unidad divina y estén unidos “en nosotros”, nos dice que la unidad del Padre y el Hijo no implica homogeneidad. El versículo siguiente dice que la gloria del Hijo fue legada por el Padre (17: 22). Ya hemos visto con anterioridad que la relación del Padre y el Hijo es la de “El que Envía” con “El Enviado”. Precisamente, eso es lo que el mundo, no solamente los discípulos, debe ver, o sea, creer. De esta manera la declaración de que el Hijo es Dios, tan repugnante al judaísmo, ya está siendo matizada en Según Juan.

            En el capítulo cinco, donde los judíos explícitamente acusan a Jesús de “hacerse igual a Dios”, Jesús se defiende buscando la manera de aclarar que si bien él y el Padre son uno, su reclamo de divinidad no es un desafío al monoteísmo.

            En el judaísmo se enseñaba que mientras Dios delega algunas funciones a sus agentes, hay funciones que Dios retiene como prerrogativas exclusivas. Estas son la de juzgar y la de dar vida. Otra cosa que preocupaba a los fariseos era si Dios estaba obligado a observar las leyes que promulgaba. Este problema surgía específicamente con la ley del descanso sabático. Siendo que el mundo no funciona por sí mismo, y no hay otros dioses encargados de mantener a los diferentes fenómenos naturales funcionando, si Dios descansa en sábado la creación se debiera desintegrar los sábados. Siendo que la creación sigue en pie todos los sábados, evidentemente Dios la mantiene funcionando los sábados. Eso nos dice que Dios tiene también la prerrogativa de trabajar en sábado.

            Para defenderse de haber curado al paralítico y haberle mandado a su casa cargando su lecho en sábado, Jesús dice: “Mi Padre hasta ahora obra, y yo obro” (5: 17). Los judíos, correctamente, entienden que con estas palabras Jesús está reclamando para sí una prerrogativa que sólo Dios tiene. Esta declaración explícitamente parte a Dios en dos: Dios Padre y Dios Hijo. Ambos pueden trabajar en sábado.

            Este conflicto sobre el monoteísmo es elaborado en Según Juan en dos direcciones. Por un lado Jesús aumenta sus reclamos. El Hijo no sólo puede trabajar en sábado, también puede juzgar (5: 22, 27) y dar vida (5: 21, 26). Ambas actividades, como ya dijera, son prerrogativas exclusivas de Dios. Por el otro lado, el Hijo no hace nada por sí mismo. Todo lo que hace, lo hace juntamente y según la voluntad del Padre (5: 19, 30). Su actividad está totalmente subordinada al Padre. El no es una voluntad independiente.

            De esta manera Según Juan, el evangelio que desafía al monoteísmo de los judíos, ya comienza el proceso que el cristianismo ha estado llevando a cabo por siglos al tratar de explicar las relaciones entre las personas de la divinidad de manera que pueda al mismo tiempo preservar el monoteísmo.

            El reclamo de la divinidad del Logos encarnado es de tal envergadura que Según Juan reconoce que debe ser sustentado por evidencia. Inmediatamente Jesús concede que sus reclamos no quedan establecidos porque él así lo dice: “Si yo doy testimonio de mi mismo, mi testimonio no es verdadero” (5: 31). Para sustentar su afirmación de tener prerrogativas que sólo Dios tiene, y de actuar a una con el Padre, Jesús ofrece una lista de testigos.

            El primero de ellos es Juan el Bautista. Su ministerio fue “una antorcha que ardía y alumbraba” y que los judíos por un tiempo consideraron válida (5: 35). En el primer capítulo ya leímos que “Juan dio testimonio de él  . . . y confesó, y no negó . . . ;’Yo le vi, y he dado testimonio que éste es el Hijo de Dios’” (1: 15, 20, 34). Si bien el testimonio de Juan es efectivo, dada su influencia en el judaísmo, sin duda las repetidas negaciones (“No soy el Cristo”, “No soy ni Elías, ni el profeta que ha de venir”, etc., 1: 21 – 22), y la rivalidad entre los discípulos de Juan y los de Jesús (pues Jesús bautizaba más gente que Juan, 3: 26; 4: 1), ponían en tela de juicio a su testimonio para algunos. Jesús, por lo tanto, presenta mejores testigos.

            En segundo lugar, Jesús apela a “las obras que el Padre me dio que llevara a cabo”. Ellas dan testimonio que él es el Enviado del Padre (5: 36). Ya hemos leído acerca de los milagros que son designados “señales”, un término peculiar a Según Juan. Al final del evangelio el narrador nos dice que Jesús hizo “muchas otras señales, en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro. Estas, empero, son escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (20: 30-31). El testimonio de las señales debiera ser suficiente para producir fe y vida, pero, aparentemente, no lo es.

            Entonces se apela  a alguien aún más importante que también da testimonio: “El que me envió, el Padre”. Su testimonio debiera ser irrefutable. La desgracia es que los que demandan la autentificación de los reclamos de Jesús por medio de testigos “nunca han oído su voz ni han visto su parecer” (5: 37). Esta es la trágica condición de los que no ven al Padre en la persona del Enviado del Padre (5: 38). De esta manera el testimonio que debiera ser incontrovertible está fuera del alcance de los que lo requieren.

            La tragedia se aumenta cuando los que buscan la vida eterna la buscan en el lugar equivocado. En vez de venir a Jesús para recibirla. Ellos falazmente escudriñan las Escrituras pensando que son la fuente de vida, pero su función no es la de dar vida. Es la de dar testimonio de Jesús (5: 38). Otra vez un testimonio que debiera ser válido es desperdiciado por quienes malentienden el propósito de las Escrituras. Su verdadero problema, en realidad, es que debido a su vanagloria con las Escrituras carecen del amor de Dios (5: 42-44).

            El capítulo cinco termina en forma paralela al capítulo nueve. La ironía de la situación está otra vez a la superficie. Los que buscan la vida eterna en las Escrituras no son condenados por el Enviado del Padre que ha venido con el propósito específico de dar vida eterna, pero que también tiene autoridad para juzgar. Ellos consideran a Moisés el gran intermediario entre Dios y los seres humanos, y basándose en Deut. 18: 15 – 18 esperan al profeta “como Moisés”. Los tales han de sufrir un gran chasco. Habiendo “puesto sus esperanzas” en Moisés, ellos están en realidad siendo condenados por Moisés al no reconocer que las Escrituras en vez de ser fuente de vida son testimonio de la divinidad del Enviado del Padre. Como ya lo dijera sentenciosamente el prólogo, por Moisés fue dada la ley. En Jesucristo la gracia y la verdad están vivas (1: 17). Es una verdadera tragedia rechazar al que es la Gracia y la Verdad de Dios encarnada porque uno ha puesto sus esperanzas en el que se encontró con Dios al tope del Monte Sinaí.

 

Foto de fl4shthomps0n

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