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El vínculo de la paz

He estado pensando últimamente sobre la violencia de la retórica. No es retórica violenta, sino la violencia que a menudo se oculta bajo la superficie de nuestro lenguaje, nuestro razonamiento, y nuestras formas de llegar a la verdad. La mayoría de nosotros probablemente ha tenido algún tipo de desacuerdo con alguien que utiliza los argumentos de una manera tal que nos resulta difícil de refutar, y que nos hace sentir acorralados en un rincón. No tenemos otra opción que aceptar que la persona con la que estamos discutiendo está en lo “correcto” —que ha “ganado”. En un nivel más profundo, sin embargo, no podríamos creer que realmente tenga razón, por lo que sentimos que sus argumentos ejercen una especie de coacción y mentira, incluso si no podemos encontrar palabras para refutarlos.

Muchos de nosotros también sabemos lo que es estar en la parte “ganadora” en este tipo de encuentros. Tal vez esos momentos son fuentes de placer —porque hemos dominado a otros con nuestro conocimiento superior, o con la habilidad retórica, o con el acceso a la “verdad”. Pero tal vez con la misma frecuencia, dejamos estos intercambios con la sensación de malestar y descontento por haber silenciado a alguien de manera que la conversación llega a su fin en vez de continuarla y fomentar así el crecimiento en la amistad. Nos preguntamos si habría sido mejor no haber hablado en absoluto, y si la verdad se ha beneficiado o perjudicado por nuestro enfoque, por más ciertas que hayan sido nuestras palabras en sí mismas.

El problema que estoy describiendo es una realidad profundamente arraigada en la tradición filosófica occidental, desde los tiempos de Sócrates en el siglo V a.C. Sócrates construyó toda su filosofía en un método de razonamiento dialéctico o silogístico, en el que obligaba a los que conversaban con él a conceder un punto de menor importancia, y después otro, a través de preguntas aparentemente inocentes, llevándolos en una dirección de la que no tenían conocimiento, hasta que al fin se encontraban atrapados en una posición que deberían reconocer como “verdadera” sobre la base de los hechos acumulados que habían concedido Sócrates en el camino. Y de hecho hay una gran cantidad de sabiduría y de verdad en esos diálogos (según lo registrado por Platón, discípulo de Sócrates).

Al mismo tiempo, el método de Sócrates a menudo parecía implicar una manipulación consciente, o coerción, de las mentes de sus oponentes— un tipo de violencia, en realidad. Los resultados a veces eran forzados a través de trucos semánticos. Las personas eran llevadas a un acuerdo sobre puntos aparentemente inocuos, sin tener en cuenta otras posibilidades que debían explorarse a fondo, y esto restringía su libertad frente a los puntos más importantes en que desembocaba la discusión. No es más que el deseo de poder el que se manifiesta aquí; y en el siglo XIX Nietzsche llegó a la conclusión de que la ambición de poder está, de hecho, en el corazón de todas las pretensiones de tener la “verdad”.

La cuestión urgente que se plantea para los creyentes, entonces, es: ¿qué pasa con la pretensión de verdad del Evangelio? ¿Es el idioma del Nuevo Testamento sólo otro método de poder y control, también hábilmente enmascarado? ¿Nos encierra también en posiciones donde no tenemos más remedio que aceptar sus afirmaciones, en las que somos aplastados por su fuerza retórica y su lógica ineludible? ¿O es la verdad del Evangelio una verdad que tiene una forma muy diferente? ¿Es una forma que, de principio a fin, no revela la dominación sino la reconciliación —no la violencia de la retórica, sino una gramática alternativa de la paz?

Tengo que confesar que a menudo no me siento en absoluto en paz, cuando escucho en los medios de comunicación el lenguaje de tele-evangelistas inteligentes, que llegan a las ciudades y a las ondas como bombarderos en una guerra relámpago. Pero, ¿es esto lo que hace únicos a estos proveedores agresivos de lo que afirman es la “buena noticia”? ¿O es que sólo están haciendo de una forma más contundente y grosera lo que todos los cristianos están haciendo, en el fondo, en sus intentos de persuasión?

De hecho (y tal vez para sorpresa de algunos), el euangelion verdaderamente cristiano no usa nada de lógica platónica o aristotélica (o pirotecnia verbal tele-evangelística) para sus pretensiones de verdad. Lo que encontramos en la Escritura, en cambio, es la narrativa, la poesía y la historia, y teología integrada en las epístolas con consejos prácticos a las comunidades específicas de la iglesia. Incluso el apóstol Pablo, lejos de presentar el Evangelio con fórmulas lógicamente irrefutables o retóricamente irresistibles, llega a declarar que el mensaje cristiano es un “escándalo” y “estupidez”. Desde el punto de vista de cualquier discípulo de Platón o de Aristóteles, la afirmación cristiana de que Jesús, un campesino judío pobre que fue ejecutado por un instrumento de tortura romano, acusado de sedición, es, de hecho, la Verdad en persona, resulta políticamente subversivo e intelectualmente repelente. Sin embargo, es esta ofensiva debilidad —este escándalo a todas nuestras pretensiones de certeza intelectual, así como al poder político y de control— de alguna manera, paradójicamente, la fuerza salvadora de Dios. Y la forma de conocer que el Evangelio de Cristo es verdadero, no es racionalista, no se lo califica por su poder sino por sus frutos, por el hecho de que resulta ser un fuerte “vínculo de paz” entre personas que antes eran enemigas y extrañas.

Una retórica auténticamente cristiana de persuasión, pues, rechaza la violencia, no sólo la coacción y la violencia físicas, sino también la violencia y la coacción intelectual. No estoy sugiriendo que el discipulado cristiano significa que debamos dejar de pensar, hablar y argumentar, o que la fe sea “irracional”. Y hay momentos en que probablemente la cosa más caritativa que podemos hacer por los hombres o mujeres pomposos, ignorantes o arrogantes (o las personas que los escuchan) es llamar a la pomposidad, la ignorancia y la arrogancia por el nombre que les corresponde. Pero me parece que hay demasiada retórica “cristiana”, ya sea dirigida a los no creyentes o a creyentes que no piensan “correctamente” como “nosotros” (donde quiera que estemos en el espectro teológico), que se caracteriza por el uso de una estrechez epistemológica, de superioridad y de ansias de poder. La intención es silenciar al que escucha, en lugar de invitarlo a la conversación en una humilde búsqueda de la verdad y la paz de Cristo. ¡Por supuesto que estoy profundamente implicado en lo que describo! Pero estos no son juegos que los cristianos pueden y deben jugar. Ciertamente no son los juegos de los escritores del Nuevo Testamento. Hay una necesidad urgente de que los seguidores de Cristo se esfuercen con diligencia por mostrar “humildad y mansedumbre” y “tolerancia por el otro”, a fin de preservar “el vínculo de la paz”.

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Ronald Osborn es candidato al doctorado en el Programa de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad del Sur de California; es un frecuente contribuyente a la página web de Spectrum.

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