“Un héroe caído, un pecador endurecido –y la Gracia”
(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)
Para aquellos atraídos por la figura amable de Jesús, el violento Elías es un contraste chocante. A pesar de que contó con ayuda al prender a los 450 profetas de Baal (1 Rey. 18:40), después de la victoria de Yahvé en el monte Carmelo la Escritura le da el crédito a Elías por la masacre.
Por muchos escrúpulos que podamos sentir ante los hechos violentos de Elías, tanto en el cristianismo como en el judaísmo es una figura clave en el anuncio del reino de Dios. En resumen, Elías es uno de los buenos.
Y es por eso que la secuela del Monte. Carmelo es tan sorprendente –y tan animadora. Es la historia de un profeta caído y deprimido que fue nutrido para volver a la vida por un Dios amable y lleno de gracia.
Por lo general queremos que nuestros héroes estén libres de mancha. Hay excepciones, claro. En cualquier concurso sobre personajes favoritos de la Biblia, he encontrado que David ha recibido votos negativos en el Antiguo Testamento, y Pedro en el Nuevo. Ambos cometieron faltas serias, sin embargo Dios los utilizó, los bendijo, y los reclamó como suyos. Eso es una buena noticia para gente como nosotros.
Lo llamativo de la caída de Elías, sin embargo, es el hecho de que perdió la esperanza. No sólo huyó ante las amenazas de Jezabel, sino que cuando estaba en el desierto, lejos del alcance de sus enemigos, simplemente se acurrucó debajo de un enebro, y pidió a Dios que “apagara las luces”: “Es suficiente; ahora, oh Jehová, quítame la vida, porque yo no soy mejor que mis antepasados” (1 Rey. 19:4).
Es el fin. No hay esperanza.
Pero entonces el mensajero del Señor vino a llamarlo. Tocó a Elías y le dijo: “Levántate y come”. Allí estaba: un plato de comida caliente y una jarra de agua. Comió, bebió, y se volvió a dormir; un caso clásico de profunda depresión.
El mensajero vino de nuevo: “Levántate y come –dijo— porque largo camino te resta”. Elías comió y bebió de nuevo, pero esta vez comenzó su viaje de regreso. Su objetivo era el Monte Horeb –otro nombre para el Sinaí— en el que Dios había sacudido las piedras con el trueno y el fuego. La Escritura no lo dice, pero podemos suponer que Elías fue en busca de una montaña lo suficientemente grande y lo suficientemente caliente como para manejar a los aliados de Jezabel.
Después de muchos días en el desierto, se metió en una cueva en el monte Horeb y pasó allí la noche.
¿Al día siguiente? Una conferencia de audio con Dios.
“¿Qué estás haciendo aquí?”, fue la pregunta del Señor.
“He trabajado duro para ti”, dijo Elías, pero “los hijos de Israel han abandonado tu pacto, han destruido tus altares, y han matado a tus profetas; soy el único que ha quedado y están tratando de matarme”.
La Voz le dijo: “Sal y ponte en el monte, el Señor está a punto de pasar.”
Un viento que rompía las rocas, un terremoto, un fuego ardiente –pero Elías no sintió la presencia del Señor.
La descripción de la NVRS acerca de lo que siguió es atractiva: “Después del fuego, el susurro del silencio puro”. Elías sabía que había llegado el momento. Se envolvió en su manto y salió, y se puso a la puerta de la cueva.
Oyó una voz con la misma pregunta de antes: “¿Qué estás haciendo aquí?”. La respuesta de Elías fue la misma queja de antes.
El Señor no entró en argumentos. Simplemente dijo que había trabajo para Elías –tres unciones: a Jehú como rey de Israel, a Hazael como rey de Aram, y a Eliseo como sucesor de Elías. Pero a continuación, agregó un comentario: “No estás solo. Todavía tengo 7.000 que no se han inclinado ante Baal”.
Entonces Elías volvió al trabajo.
Elena G. de White ofrece palabras de aliento aquí: “Si, en circunstancias difíciles, hombres de poder espiritual, apremiados más allá de lo que pueden soportar, se desalientan y abaten; si a veces no ven nada deseable en la vida –escribe— esto no es nada extraño o nuevo. . . . Uno de los más poderosos profetas huyó para salvar su vida ante la ira de una mujer enfurecida. . . . Pero fue cuando su esperanza había desaparecido, . . . cuando aprendió una de las lecciones más preciosas de su vida. En la hora de su mayor debilidad conoció la necesidad y la posibilidad de confiar en Dios en las circunstancias más severas” (Profetas y Reyes, 127-128, ed. 1957).
Una experiencia de muy distinta naturaleza se encuentra también en el relato de Elías, la historia de un gran villano que también recibió una medida de gracia. Si Elías fue uno de los más grandes profetas, Acab fue uno de los más malvados entre los reyes de Israel. De hecho, el autor de 1 Reyes declaró: “Acab, hijo de Omri, hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los que reinaron antes de él” (16:30).
No es de extrañar que esa declaración venga inmediatamente después del informe sobre la trama de Jezabel para matar al inocente Nabot para conseguir su viña.
Pero cuando Acab fue a inspeccionar su nueva tierra, Elías estaba allí para encontrarse con él: “¿No mataste, y también has despojado?”, preguntó (1 Rey. 21:19).
“¿Me has encontrado, enemigo mío?”, replicó Acab.
El veredicto sobre Acab y su casa era horrible.
Pero entonces una sorpresa: en lugar de golpear a Elías, Acab se ablandó: “Rasgó sus vestidos y puso cilicio sobre su carne desnuda, ayunó, y durmió sobre sacos, y anduvo humillado” (21:27).
El Señor pareció sorprendido como cualquiera. “¿Has visto cómo Acab se ha humillado delante de mí?”, preguntó a Elías. “Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el desastre en sus días, sino en los días de su hijo traeré el mal sobre su casa”.
Si su hijo se hubiera arrepentido tan completamente como Acab, tenemos buenas razones para creer que podría haber habido otro aplazamiento. Y otro. Y otro. Una de las características más notables del Antiguo Testamento es que Dios “se arrepiente” con más frecuencia que cualquier otra persona. Las versiones modernas, como la NVRS se inclinan a traducir que Dios “cambió su modo de pensar” (por ejemplo, Jonás 3:10). Pero el punto es que cuando los seres humanos se arrepienten –incluso los malos como Acab— Dios cambia de parecer y otorga su gracia.
En pocas palabras, ya sea que un buen tipo como Elías envuelve su manto sobre él en desazón, o un mal tipo como Acab se viste de cilicio, Dios otorga su gracia. Para nosotros, esto tiene que ser una buena noticia.