Sauna Espiritual (9): Un conejo blanco con reloj de bolsillo
Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carroll, ha pasado a la historia como el autor de “Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas”. Sus personajes forman parte del imaginario popular y se repiten o reciclan en creaciones de Salvador Dalí, The Beatles, James Joyce, Disney y, por supuesto, Tim Burton. Este capítulo no es el lugar de análisis literarios sobre dicha obra, no tenemos tiempo para ello; ni quisiera hacer referencia a la oscura vida de su autor, tampoco tenemos tiempo para eso; y, mucho menos, recordar la negativa de Carroll a la vida religiosa activa, rechazo invertir tiempo en tal asunto. Pero, sí que quisiera que tuviéramos un momento para leer el principio del relato.
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“Alicia estaba muy cansada de permanecer junto a su hermana en la orilla, y de no hacer nada; una vez o dos había echado una mirada al libro que su hermana estaba leyendo, pero no traía estampas ni diálogos; y «¿de qué sirve un libro», pensó Alicia, «si no trae estampas ni diálogos?».
Así que estaba deliberando en su interior (lo mejor que podía, ya que el día caluroso la hacía sentirse muy soñolienta y atontada) si el placer de trenzar una cadena de margaritas merecía la molestia de levantarse a coger las margaritas, cuando de pronto llegó junto a ella un conejo blanco de ojos rosados.
No había nada de particular en aquello; ni consideró Alicia que fuese muy excepcional oír al Conejo decirse a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado tarde!» (al pensar en ello más tarde, se le ocurrió que debía haberle extrañado una cosa así; sin embargo, en aquel momento le pareció la mar de natural); pero cuando el Conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo consultó, y luego reanudó apresuradamente la marcha, Alicia se incorporó de un brinco, ya que se le ocurrió de pronto que jamás había visto un conejo con un bolsillo de chaleco, o con un reloj que sacar de él; y, muerta de curiosidad, echó a correr tras él por el prado, justo a tiempo de ver cómo se metía por una gran madriguera bajo el seto.” [1]
¡Cuánta actualidad en apenas tres párrafos! El autor desea representar el mundo de los adultos con el Conejo (también lo hará con la Oruga que fuma en pipa) y, ciertamente, refleja la realidad que nos embarga. El Conejo tiene prisa antes de consultar ni siquiera la hora, vive atado a un tiempo que se le escapa y que le obliga a correr. Un tiempo que esclaviza al espacio. La Oruga, sin embargo, pasará del tiempo y se dedicará a contemplar, a escapar del tirano tecnológico y, por ello, no se mueve. El espacio reta al tiempo. Alicia, en su inconsciencia infantil, se deja llevar por la premura del Conejo.
Sólo hay que mirar a la calle para ver que se vive en “Wonderland”. Por un lado están los adictos al trabajo, los esclavos del estrés, aquellos que coexisten amordazados a un TAG Heuer o a un iPod Nano. Por el otro hallamos los que se sumergen en el éxtasis del escapismo (y no hablo de Ehrich Weisz o, como le conocen tantos, Harry Houdini), los que chupan la pipa de los videojuegos o filmes mil hasta una enajenación adictiva, los “pasotas” de macroideologías y consumidores de tecnonovedades. Y, en medio, un inmenso número de “menores” que siguen a unos y a otros sin considerar las razones.
El diagnóstico, como en el cuento de Carroll, es claro, tenemos un problema temporal.
9:58
El hombre contra el tiempo
Alfonso Martínez Sánchez[2] sostiene que parte de la dificultad que tenemos con el tiempo es un asunto de la tecnología. Afirma que todo comienza cuando el Papa Sabiniano, en el 605, emite una bula en la que indica que las campanas de los monasterios deben tocar siete veces al día. La vida social del medioevo se modifica por esta práctica. La jornada de trabajo en Florencia se iniciaba y concluía con el son de una campana. Hasta que llega el reloj y lo “divino” se torna en “real”. Carlos V obliga a que todas las campanas de Paris “se pongan en hora” con el reloj, obviamente, del Palacio Real. Hoy, el tiempo ha avanzado más allá de lo geográfico y laboral y se ha convertido en algo personal. Más que nunca en la historia, vivimos pendientes de la hora, luchando contra ella. Un paquete de iphones se equivocan en el cambio horario y multitud de geeks se infartan y llegan tarde al trabajo.
En Berlín, 73 años después de que Jesse Owens dejara estupefacto al mismísimo Führer, un jamaicano batía todos los records de velocidad en 100 metros lisos. Usain Bolt entraba a la meta a los 9:58 segundos de haber salido. Tardó 146 milésimas en arrancar e hizo honor a su apodo: el relámpago. Desde pequeño comenzó, en su natal Sherwood Content, a correr porque resultaba lo normal en un niño que iba de aquí para allá, de la escuela al mercado, del cocotero a la plantación de ñame. Lo que era natural se tornó en profesión y comenzaron las diagramaciones para vencer al tiempo. Y, con las victorias, se convirtió (como Michael Phelps, Roger Federer, Tiger Woods, Reggie Miller, Lance Armstrong o Haile Gebreselass) en un semidios de la modernidad, en un buscador de records, en un mitológico olimpionikós al ritmo de Coroebus. Representa el paradigma del ser humano hoy, un conejo (mejor liebre) al que seguir.
Correr contra el tiempo es la actualidad. El presentismo y la pérdida de memorias históricas han llegado para instalarse. La guerra al paso de los años convierte a niños en jóvenes, a adultos en jóvenes, a ancianos en acartonados jóvenes. Se anhela lo sincrónico frente a la normalidad de la diacronía. La ciencia se ha hecho dependiente de la actualidad investigativa hasta tal extremo que se confunde lo relevante con lo último. Y lo último, por vorágine académica, tiene una vida muy corta. Los calendarios se comparten e inundan la cotidianidad con multitud de alarmas y avisos (cuánto añoro ese almanaque de paisajes en la pared, tan estático y silencioso). La realidad es ya. Ya hay que contestar al móvil. Ya hay que dar una respuesta. Ya se espera una decisión. Comer ya. Hablar ya. Dato ya. Imagen ya. El paso del yaísmo al yoísmo es muy pequeño. La realidad, por un problema temporal, se muta en yo. Yo he de contestar el móvil. Yo tengo que dar una respuesta. Yo debo decidir. Yo como. Yo hablo. Yo aporto datos. Yo soy mi aspecto. Un yo tan breve como un ya.
Y el que no puede hacer 100 metros en 9:58 se sienta en el sillón y lo ve por la tele. Sigue pasivamente al corredor en una experiencia virtual (no confundir con virtuosa), en una existencia no real. No es de extrañar que proliferen en la red los avatares (plural de “avatar” y en el sentido de Neal Stephenson), los personajes creados desde la proyección de lo inmaterializado y la atemporalidad. Son orugas, pasivas y expectantes, soñando ser mariposas.
Escapar del tiempo también es actualidad. Muchas personas viven con la mirada en el fin de semana, en la danza hipnótica, en los espirituosos alienantes, en los rolletes momentáneos. La palabra es “desconectar”. Hay que desconectar de un trabajo frustante y mileurista [persona que en España gana mil euros]. Desconectar de una estructura familiar de bocata y refresco frente a la macropantalla de led. Desconectar de una sociedad del bienestar que sólo se hace patente cuando se acercan unas elecciones. Desconectar de una cosmovisión sin metanarrativas en la que no hay universales ni valores compartidos. Y, paradójicamente, como si de periféricos se trataran, terminan “enganchados” a la colmena de la ilusión. Enganchados a las revistas de glamour o de busines. Enganchados a la telenovela de tramas laberínticas y antojadizas. Enganchados a lo último de filtraciones de información (Wikileaks) u otras actividades de expresión bien “claras” y, por supuesto, “anonymous”. Enganchados a las reflexiones filosóficas (perdón por la ironía) del entrenador del megaclub de fútbol, de la cantante camaleónica o del friki de la telebasura.
Y, luego, alguno se atreve a decir que la religión es el opio del pueblo.
28 o más
El hombre con todo el tiempo
El día en que bajó la temperatura del Edén y se marchitó la primera hoja comenzó la polémica del hombre con el tiempo. La existencia estaba limitada a un final y eso, querámoslo o no, marca una impronta a cualquiera. La posibilidad de que un dígito señale el instante de existir o no existir le atribuye al tiempo una naturaleza de valor discreto que antes no tenía. Y comienzan las fechas a formar parte del vocabulario. Al principio asociadas a etiologías, después epónimos y monarquías, a batallas y victorias (que escasas son las derrotas propias en las memorias de los cronistas oficiales). Y el hombre observa como la medida de sus días se acorta y la ansiedad le circunda. ¿Cómo afrontar el momento inesperado? O, mucho peor, ¿cómo afrontar el momento esperado? Hay dolor en la muerte imprevista pero mucho más en la advertida.
Y, cosas de la Deidad, el Señor nos regala palabras de esperanza para superar los efectos secundarios del pecado, de la muerte segando (que imagen tan medieval) lo que debiera ser constante. La primera es ‘olam. El término hace referencia a lo ininterrumpido y, curiosamente, no debiera traducirse como tiempo porque, para nuestra cultura, el tiempo es una palabra que se asocia con “medida”, pero en la cultura bíblica se vincula con “duración”. Nuestra mentalidad es digital frente a la hebrea que es analógica.
Dios diseñó al hombre con la constante de la vida. Dice Gn 3,22 que Yhwh tuvo que interrumpir ese proceso por culpa del pecado. No quita, sin embargo, el anhelo de durabilidad sino que lo potencia con sus promesas. ‘Olam puede tener tres significados básicos. El primero hace referencia a épocas muy antiguas, casi perdidas en el tiempo (Ez 25,15; Hab 3,6). El segundo a un período extenso pero con límites como la vida de un esclavo (Dt 15,17; Is 27,12), o una alegría duradera (Is 35,10), o una memoria constante (Sal 112, 6) o el pacto continuo (Gn 9,16). El tercero se proyecta en el futuro con todo tipo de compromisos y promesas por parte de Dios (Sal 61, 8; 66,7; 89,2). En este sentido Qoh 3,11 llega a decir:
Todo lo hizo bello en su momento
y a sus corazones, además,
les regaló la eternidad,
aunque el hombre no llegue a averiguar
lo que ha hecho Dios
desde el principio hasta el fin.
El regalo divino permanece en el interior de los hombres aunque estos no alcancen jamás a comprenderlo. La persona no entiende su relación con el tiempo porque lo ha fraccionado, lo ha convertido en digital y, por tanto, sus valores son separados y sin conexión. Ve los puntos del tiempo pero no alcanza a percibir la línea, la función con sus formas y bellezas. Y, sobre todo, no capta que Yhwh participa de la historia, que comparte todas las dimensiones de la humanidad, incluido el tiempo.
Qoh 3,11 es la conclusión de una perícopa sin desperdicio, está inserto en el capítulo con más referencias a lo temporal de la Biblia (28 o, quizá, 29). Y merece que nos detengamos a disfrutarlo:
Todo tiene un plazo de tiempo,[3]
un momento[4] para cualquier cosa
que agrada[5] bajo el cielo.
Un momento para nacer
y otro para morir.
Un momento para plantar
y otro para arrancar.
Un momento para matar
y otro para sanar.
Un momento para destruir
y otro para construir.
Un momento para llorar
y otro para reír.
Un momento para endechar
y otro para danzar.
Un momento para despedregar
y otro para juntar.
Un momento para abrazar
y otro para no hacerlo.
Un momento para agenciar
y otro para perder.
Un momento para ahorrar
y otro para dar.
Un momento para rasgar
y otro para coser.
Un momento para hablar
y otro para callar.
Un momento para amar
y otro para odiar.
Un momento de guerra
y otro de paz.
¿De qué sirve que se obsesione tanto
el que trabaja?
He contemplado la actividad
que ha dado Dios a los hombres
para que se dediquen a ella.
Todo lo hizo bello en su momento
y a sus corazones, además,
les regaló la eternidad,
aunque el hombre no llegue a averiguar
lo que ha hecho Dios
desde el principio hasta el fin.
Salomón, tras experimentarlo en carne propia, nos propone la clave para el inicio de una solución acerca del conflicto que tenemos con el tiempo: asumirlo. Nos oferta que lo tomemos como un continuo y que evitemos los desequilibrios de las parcializaciones. Hay quien vive obsesionado por una parte del tiempo y, por ello, no alcanza su madurez como persona. Hemos de incorporar la idea de que habrá momentos de cualquier tipo y que hemos de afrontarlos con la mejor disposición, lo entendamos o no. Es así de fácil. En esa actitud podremos afirmar con el salmista:
Yo confío en ti, Yhwh, y digo:
“¡Tú eres mi Dios,
en tus manos están mis momentos!”
(Sal 31,14-15)
Lo que se indica no es una sumisión irracional ni un acto de acatamiento sino un reconocimiento de la participación de Dios en nuestra microhistoria. Una actitud de cercanía y reflexión. Como dice Qoh 7:14:
Disfruta de los buenos momentos
cuando te lleguen
y reflexiona con los adversos.
Ambos son cosa de Dios.
Nunca se sabe
lo que te ha de llegar.
Asumir y reflexionar. Detectar la multiplicidad de momentos y visualizar la línea que trazan. Ampliar nuestra visión de lo temporal hasta observar el paisaje en el que estamos inmersos. Encontrarnos con todo el tiempo.
1 de 7
El hombre junto al Tiempo
Josetxo Beriáin define con total claridad la relación de los hebreos con el tiempo:
Los judíos aparecen como los «constructores del tiempo», el judaísmo es una «religión del tiempo» que pretende la «santificación del tiempo», en contraste con los egipcios o los griegos que son constructores del espacio, con los romanos que son los constructores del estado y del imperio, o con los cristianos que son los constructores del cielo.[6]
Desde el mismo Génesis, el cosmos se construye con el tiempo, son inseparables e interrelacionados. En esa plataforma se crea al hombre, en un día concreto y frente a un día especial. El sábado, como diría A.J. Heschel, es la oportunidad del ser de encontrarse con el Creador, es un “templo en el tiempo”. Tras el pecado, alcanza una dimensión mucho más relevante porque acerca a la criatura a su tiempo primigenio, a su relación inicial. Como dirá el mismo Jesús: “El sábado fue hecho por causa del hombre y no el hombre por causa del sábado”. Es un tiempo con una función instrumental y no sacramental, por eso es santo.
Santificar el sábado es dedicarlo al encuentro, a la relación con lo divino. El sábado vincula al hombre con Dios y lo retorna al origen edénico. Disfrutar el sábado es adelantar las mieles de la Nueva Tierra, del tiempo con tiempo, del continuo momento de felicidad. Sacralizar el sábado es convertirlo en un valor discreto, separarlo artificialmente de la continuidad de la existencia y concretarlo en un tótem. No podemos sacralizar el sábado porque no hay nada mágico en el tiempo del séptimo día, todo es relacional.
Uno de siete no significa alienar una porción del resto. Uno de siete significa probar una muestra que afectará al resto. Tanto en cuanto el sábado sea un tiempo aislado de nuestra vida, así será nuestro nivel de espiritualidad: incomunicado y místico. Tanto en cuanto forme parte de nuestra comprensión de lo cotidiano, seremos personas vivificadas y vivificadoras. ¿Cómo construimos nuestro tiempo? ¿Es una enorme mansión con una casita de invitados o tenemos una casa piloto de la que haremos seis más? Sé que vivimos tiempos de crisis inmobiliaria y casi que me conformaría con que construyerais cualquier cosa si no fuera porque he disfrutado de muchos sábados en jueves, martes e, incluso, algún que otro lunes. Hay tiempos y tiempos.
11,1
El hombre reconciliado con el tiempo
No puedo ocultarlo, mantengo notable afinidad con los escritos de Oscar Cullmann. “Cristo y el tiempo” es una de esas obras que parte de la teología bíblica y arriba a la realidad existencial. Como él dice:
“Lo más importante no es la oposición espacial, sino la distinción de tiempos, dominada por la fe. En esa perspectiva, el autor de la carta a los Hebreos, en su célebre definición de la fe (Heb 11,1), menciona en primer lugar «la seguridad de lo que se espera», es decir, los bienes futuros, y al segundo término, «la prueba de realidades que no se ven», le atribuye también una relación con el tiempo.” [7]
Y aclara:
“La terminología del Nuevo Testamento demuestra que, según la mentalidad del cristianismo primitivo, el tiempo, tanto en su duración infinita como en sus épocas o acontecimientos puntuales, empieza con Dios y está dominado por su presencia. Por eso, la acción divina en todo su conjunto está vinculada al tiempo de manera tan natural, que no se puede plantear como problema, sino que es la condición normal de la acción divina… Pero lo más relevante es que el propio Cristo, Palabra en la que Dios se nos revela y mediador de la acción de Dios en la historia, está íntimamente vinculado a la ilimitación del tiempo divino, que el autor de la carta a los Hebreos no duda en expresar su personalidad en términos cronológicos: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y por los siglos [eones]» (Heb 13,8).”
Como cristianos sólo podemos resolver una propuesta interpretativa desde una plataforma cristocéntrica. Contemplando a Jesús concluimos inevitablemente que el tiempo en el que estamos inmersos encuentra su sentido global en la Heilsgeschichte (historia de la salvación). Y hemos de reconciliarnos con el tiempo vivido, que vivimos y que viviremos. Podemos asumir la complejidad del tiempo con sus días buenos y malos, podemos dedicar nuestro tiempo con el anhelo de extenderlo y apenas rozar los parámetros de lo ético o lo litúrgico. Hemos de reconciliarnos con el tiempo para encontrar la esencia de la historia, de nuestra historia. Y esa opción sólo se halla en Cristo.
Al aceptar la posibilidad de la redención, con la gratuidad con la que se nos oferta, superamos los efectos del pecado y vivimos en la esperanza de un tiempo ininterrumpido. Es cuando vemos con otros ojos la enfermedad, la tragedia o la muerte, es cuando nuestro horizonte se expande. Como con la promesa de la transfiguración de lo físico, se nos oferta abandonar la pequeñez temporal para disfrutar de la continuidad hacia el infinito.
Quizá este sea uno de los valores más relevantes que podemos presentar a aquellos que nunca tienen tiempo y a los que huyen de él. Hay otra manera de ver la vida, otra forma de afrontar la realidad más completa y gratificante. No estamos obligados a vivir sincrónicamente porque hay pasado (muerte y resurrección de Cristo, o sea, posibilidad de perdón y memoria), hay presente (mediación de Cristo, posibilidad de compañía e intercesión) y futuro (venida de Cristo, posibilidad de eternidad y amor). Podemos ofertar la posibilidad de mirar cara a cara a la realidad y decir: ¡He hecho las paces conmigo mismo gracias a Jesús! ¡Tengo tiempo!
Un rato largo
El hombre ininterrumpido
Había que abandonar los números y, por eso, en este subtítulo evito cualquier guarismo. ¡Ya está bien del tiempo digital! Abandono los valores discretos por los continuos, el punto por la línea. Me acabo de apuntar a vivir cualquier circunstancia desde la perspectiva del rato, del tiempo libre de soberanías, impreciso y juguetón. Me lo repitió Salomón hasta el hartazgo en Qoh 3: ¡Acepta y disfruta cada momento! Lo comprendí una tarde de lunes que, cosas de la vida, pensé que era sábado porque me había puesto la corbata de la comunicación con Dios. Lo interioricé una mañana de bautismo cuando dejé en el agua ansiedades y me anoté en el club de los que tienen la certeza de que superarán los 120 años. Y sólo me faltaba leer Dn 12,13 para rematar la cuestión, de matar el tiempo (el del conejo con chaleco) y rescatar el tiempo (el de Cristo). Dios le dio la clave al profeta:
Acerca de ti,
aguanta hasta el final y descansa
que te levantarás a recibir tu recompensa
al final de los tiempos.
Tenemos por delante un rato largo de vida y, cuando lo entendemos, llena de alegría a Dios porque le fascina dedicarnos lo mejor de su tiempo.
Libertador S. Martín, algún momento entre las clases del doctorado y el corte del césped en el 2011
[La ilustración que acompaña este artículo es una pintura del artista chileno y adventista Francisco Badilla. Es un acrílico sobre tela, 40cm x 1,30mt titulado “Espacio y tiempo”. Disfrute de su obra artística en www.franciscobadilla.com]
[1] Lewis Carrol (edición de Martin Gardner). Alicia anotada (Tres Cantos, Madrid: Akal, 1999), 25-26.
[2] El autor escribe para el Centro de Investigación en Educación y Desarrollo Humano. Véase el artículo “Alicia en el país de las maravillas tecnológicas” en http://www.ciedhumano.org/files/Alicia.pdf.
[3] El término zeman implica un momento específico y designado.
[4] El vocablo ‘et hace referencia a una ocasión o situación que es propicia para algo.
[5] Una de las claves para comprender el texto y, sobre todo, la conclusión deriva de esta palabra. Aunque muchas versiones la traducen por “hacer”, en realidad hepes significa “gustar”, “agradar”, “disfrutar”, “deleitarse”.
[6] Josetxo Beriáin, “El triunfo del tiempo (representaciones culturales de temporalidades sociales)”, Política y sociedad, 25 (1997): 101-118.
[7] Oscar Cullmann, Cristo y el tiempo (Madrid: Cristiandad, 2008), 53.