Limpios por la Palabra
El evangelio Según Juan está lleno de sorpresas. Tal vez sería mejor decir que traza un curso muy particular y tanto sus novedades como su lenguaje hacen que el lector sienta el deseo de estudiarlo más de cerca. Leerlo es descubrir que pareciera haber algo por debajo que debe ser sacado a la superficie. Interpretar sus peculiaridades no es fácil y por consiguiente existen marcadas diferencias entre las interpretaciones del mismo.
Esta característica del evangelio es tal vez mejor desplegada en el caso de lo que en la historia del cristianismo vinieron a ser llamados los sacramentos. A veces se hace diferencia entre un sacramento y un acto sacramental. Los sacramentos son actos que al llevarse a cabo confieren gracia divina al que los recibe. En la tradición cristiana, el bautismo y la Cena del Señor se consideran sacramentos, mientras que el lavamiento de los pies es un acto sacramental. Mientras que los sacramentos pueden ser impartidos sólo por un oficial eclesiástico, los laicos pueden administrar un acto sacramental. Según Juan se distingue por no mencionar que Jesús participara en sacramentos y por ser el único evangelio que nos informa que le lavó los pies a sus discípulos.
Ya notamos en una columna anterior que en este evangelio no se dice que Jesús fue bautizado por Juan el Bautista, pero Según Juan nos informa que Jesús comenzó su ministerio bautizando gente, y que atraía a más personas que deseaban bautizarse que Juan (3: 22; 4: 1). Esto hizo que los discípulos de Juan se quejaran de que Jesús, que había sido beneficiado por el testimonio de Juan, ahora estaba haciéndole competencia y quitándole público (3: 26).
Los sacramentos surgieron a fines del primer siglo, cuando el cristianismo comenzó a institucionalizarse y a establecer canales oficiales por los que el Espíritu Santo podía fluir bajo control eclesiástico. Dentro de ese marco, la idea de que Jesús había sido uno que bautizaba vino a ser problemática. Como resultado, un editor del evangelio introdujo la aclaración de “que Jesús no bautizaba, sino sus discípulos” (4: 2). Para la teología juanina, además, era problemática la noción de que Jesús hubiera sido bautizado por Juan. El bautismo de Juan era “del arrepentimiento para el perdón de los pecados” (Mc. 1: 4). Según Marcos nos informa que los que venían a ser bautizados lo hacían “confesando sus pecados” (Mc. 1: 5). Seguramente que para los que consideraban a Jesús el Logos encarnado, no cabía la noción de que él había confesado pecados a Juan. Ellos, por otra parte, sí podían entender que él inició el bautismo de agua y del Espíritu.
En Según Juan se hace una marcada distinción entre el bautismo con agua administrado por Juan y el bautismo administrado por Jesús. El de Jesús, Juan mismo informa, es “con el Espíritu” (1: 33). Es notable también que no se mencione el propósito del bautismo de agua de Juan, ni su mensaje apocalíptico (Mt. 3: 10). Juan el Bautista aclara: “para que fuese manifestado a Israel, por eso vine yo bautizando con agua” (1: 31). La misión de Juan aquí se reduce a anunciar a Israel la llegada del Espíritu y del Cordero de Dios. O sea, su misión está completamente incorporada a la teología juanina del descenso del Hijo del Hombre.
Es algo desconcertante, por lo tanto, encontrar que casi todos los comentaristas consideran a este evangelio como la fuente bíblica de la teología sacramental. Tal juicio es sostenido sobre la base de que la conversación con Nicodemo establece al bautismo como sacramento, y que el discurso que sigue a la alimentación de los cinco mil explica el sacramento de la Cena del Señor. Los textos, sin embargo, no admiten tal interpretación.
La conversación de Jesús con Nicodemo presupone que Jesús había estado bautizando y explica su significado. Nicodemo no entiende cuando Jesús le dice: “El que no naciere de arriba (de nuevo) no puede ver el reino de Dios” (3: 3). Para aclarar lo dicho, Jesús lo repite de otra manera: “El que no naciere de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios” (3: 5). Nacer de arriba y nacer de agua y del Espíritu es lo mismo. En otras palabras, el bautismo de Jesús no es un rito de purificación de pecados. Es la creación de un nuevo ser por el Espíritu.
En cuanto a esto hay que notar que el narrador nos informa de algo que pareciera no tener conexión alguna con el contexto, pero que sin duda debe ser tomado en cuenta. De pasada nos enteramos que hubo una disputa entre los discípulos de Juan y “los judíos” acerca de la purificación (3: 25). “Los judíos” llevaban a cabo diferentes ritos de purificación, lustraciones, baños rituales, lavado de pies en el atrio del templo antes de presentarse ante el altar, etc. El bautismo de Juan también era un rito para la purificación de los pecados. No queda claro en qué consistía la disputa. Aparentemente la información intenta diferenciar el bautismo de Juan de los bautismos de “los judíos”, y el nacimiento de agua y del Espíritu de todos los ritos de purificación.
Mientras que los discípulos de Juan y “los judíos” están enfrascados en una disputa acerca de la purificación, Jesús no está involucrado en ella. Su misión es hacer posible el nacimiento por el Espíritu y triunfar sobre la muerte, no la de introducir medios para la purificación del pecado. Que Según Juan no le da valor a los ritos de purificación queda claro por la manera en que caracteriza el agua que Jesús convirtió en vino. Se trataba de una cantidad asombrosa guardada en tinajas de piedra “para los ritos de purificación de los judíos” (3: 6) Tal es también el caso en la descripción del ungimiento del cuerpo de Jesús con una cantidad exorbitante de aloes y mirra “según la costumbre de los judíos enterrar” (19: 40). Es de notar también que el narrador nos informa que varios días antes de la pascua “muchos subieron . . . a Jerusalén . . . para purificarse (11: 55). O sea, el evangelio mira con desprecio a la preocupación de “los judíos” por los ritos de purificación.
Según Juan nos informa que Jesús tuvo una última cena con sus discípulos (13: 1) y que en ella él lavó los pies de sus discípulos e identificó a Judas como el que lo iba a traicionar. Esa cena, sin embargo, no incluyó la institución del pan y el vino como símbolos de su sangre y su carne. La última cena, en otras palabras, no fue una Santa Cena. Tampoco fue una cena pascual, puesto que al amanecer del día siguiente cuando Jesús fue llevado ante Pilato, los judíos rehusaron entrar al Pretorio para no quedar contaminados y, por lo tanto, incapacitados para celebrar la Pascua esa noche (18: 28). Esta es otra ridiculización de la preocupación por la pureza ritual.
En el discurso del capítulo seis, Jesús se anuncia como el pan de vida que descendió del cielo, el cual es superior al maná dado por Moisés (6: 48 – 49). Ya antes él había prometido que “el que a mi viene nunca tendrá hambre y el que en mi cree no tendrá sed jamás” (6: 35). Mientras que los que comieron del maná en el desierto poco después volvieron a tener hambre. Esta promesa es repetida en otras palabras: “Si alguno comiere de este pan vivirá para siempre y el pan que yo le daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (6: 51). El tema culmina con la siguiente explicación: “El que come mi carne y bebe mi sangre en mi permanece y yo en él . . . El que me come, él también vivirá por mi” (6: 56 – 57).
Lo notable de esta elaboración de la noción de Jesús como el pan de vida es la manera en que los verbos siguen una progresión predecible. Comienza con el que viene y el que cree, entonces identifica al que come y culmina con el que permanece. Venir, ver, creer, comer y permanecer son todos verbos técnicos en el lenguaje juanino. (Pienso elaborar sobre ellos en futuras columnas.) Aquí no se trata de ritos con símbolos materiales. Aquí se trata de una vida que permanece en la realidad del nacimiento de agua y del Espíritu. Es por eso que cuando los discípulos que no entienden lo que Jesús ha dicho se quejan diciendo: “Dura es esta palabra. ¿Quién la puede oír?” (6: 60), Jesús pone todo el discurso en su debido contexto: “El Espíritu es el que da vida, la carne nada aprovecha. Las palabras que os he hablado son Espíritu y son vida” (6: 63). Estas palabras son el echo de lo que Jesús le dijera a Nicodemo cuando él no entendía: “Lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, Espíritu es” (3: 6).
Ambas declaraciones le niegan a la carne valor. No sirve ni siquiera como símbolo o agente de vida, o sea como sacramento. Venir, ver, creer, comer y permanecer sólo funcionan en el ámbito del Espíritu, donde las palabras del que es La Palabra (Logos) ya funcionan como agentes de vida eterna. Es sólo en el Espíritu que los que creen permanecen en Jesús y Jesús en ellos. Ni el nacimiento de arriba ni el pan que descendió y permanece sin echarse a perder de un día para otro son eventos repetibles. Ellos son dones que constituyen una vida que perdura sin soportes de elementos carnales.
El relato de la cena, en realidad, no dice nada en cuanto a la cena. Enfoca otras cosas que ocurrieron durante ella. Estas acciones son introducidas con una complicada oración periódica:
Antes de la fiesta de la pascua
Sabiendo Jesús que su hora había llegado
Para que fuese de este mundo al Padre
Amando a los suyos que estaban en el mundo, amólos hasta el fin,
Y durante la cena
Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos
Y que había venido de Dios y a Dios iba
Se levantó de la mesa y poniendo a un lado su túnica
Tomando una tela rústica se ciñó con ella.
Esto nos informa que a Jesús le ha llegado la hora para irse, y que se vistió para el viaje. Con típica ironía, el que es reconocido por sus discípulos como Maestro y Señor (13: 13) se viste de siervo. Es una demostración radical de que su “hora” no sólo ha de marcar su “glorificación” (12: 23). Ella también requiere su servidumbre. Después de haber llevado a cabo el lavamiento de pies que debiera haber ocurrido antes de la cena, a la llegada de los comensales, Jesús explica la función didáctica de lo que ha hecho: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado” (13: 14 – 15).
El significado de la acción es revelado en el diálogo entre Pedro y Jesús. Cuando Pedro declara: “No me lavarás los pies jamás”, Jesús hace el lavado de los pies indispensable: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (13: 8). Resulta, entonces, que sin el lavado de los pies, como sin el nacimiento de arriba, es imposible entrar en el reino y tener parte con Cristo. La razón es que este lavado deja limpio al que lo recibe. “El que está lavado . . . está todo limpio” (13: 10).
Si bien ese grupo selecto de discípulos recibió el lavamiento de los pies de manos de Jesús, desde entonces los cristianos no reciben normalmente el lavamiento de los pies de un oficial eclesiástico. Después de lavarles los pies, Jesús les explicó que lo que había hecho era darles un ejemplo, y les ordenó: “vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros” (13: 14). Para darle a su ejemplo aún mayor importancia, Jesús añade una bienaventuranza: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (13: 17). Esta bienaventuranza está anclada en una oración condicional que indica que “hacer” es más importante que “saber”.
En Según Juan Jesús no es bautizado, Jesús no celebra una Santa Cena y no instituye el pan y el vino como sacramentos que deben ser administrados por personal autorizado. Jesús sólo efectúa el lavamiento de los pies que debe ser administrado por todos a todos, de esa manera democratizando el reino de los cielos. Como explicación, él dice: “De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su Señor, ni el apóstol es mayor que el que le envió” (13: 16). Es desconcertante que el mandamiento de copiar el ejemplo dado por Jesús es justificado con una declaración que, aunque introducida por el apelo retórico del “De cierto, de cierto os digo”, expresa una banalidad. ¿Quién no sabe que el siervo no es mayor que su señor? Pero la repetición del concepto nos deja entrever de qué se trata. Para esta comunidad cristiana es importante enfatizar que el apóstol no es mayor que el que lo envió. Seguramente que estas palabras son dirigidas a los apóstoles que se daban inflas de grandeza. Pablo también tuvo que lidiar con esos “super apóstoles” (2Cor. 11: 5). Para fines del primer siglo, cuando el movimiento cristiano se convertía en una organización eclesiástica, y la gracia divina era controlada en sacramentos autorizados por oficiales de la iglesia, la comunidad juanina insistía que Dios “no da el Espíritu por medida” (3: 34).
Jesús concluyó su discurso acerca de la necesidad de comer el pan que descendió del cielo con la advertencia que la carne nada aprovecha, mas “las palabras que yo os he hablado son Espíritu y son vida” (6: 63). Más adelante él dice: “El que guardare mi palabra no verá muerte para siempre” (8: 51). De la misma manera, con referencia al lavamiento de los pies que hace que todo el cuerpo esté limpio, Jesús les dice a sus discípulos: “Ya vosotros sois limpios por la palabra que os he hablado . . . . Si estuviereis en mí y mis palabras estuvieren en vosotros, pedid todo lo que queréis y os será hecho (15: 3, 7).
Mientras que como siervos ellos se lavan los pies los unos a los otros, y así quedan limpios, ellos permanecen en él y sus palabras están en ellos. Eso hace que Jesús no los considere más siervos. Ellos lo consideran a él Señor y Maestro y él los considera a ellos ahora “amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os he hecho notorias” (15: 15). Es así que los que se lavan los pies los unos a los otros se identifican con el que ha retornado a su Dios y nuestro Dios. La limpieza realizada por las palabras que Jesús nos ha hablado facilita venir, ver, creer, comer y permanecer como amigos que saben lo que su Maestro y Señor hace. Como Pedro habría de entender después, ahora ellos también entienden (13: 7). Ningún ritual de purificación, argumenta Según Juan, puede efectuar la morada mutua y permanente que la Palabra (Logos) puede producir.
La comunidad juanina es una hermandad (20: 17) de siervos que son los “amigos” (15: 15) de Jesús que moran en él sin la necesidad de agentes materiales de la gracia divina bajo control de autoridad ecclesiástica. Es una comunidad laica que rechaza la institucionalización de su vida espiritual. La vida cristiana consiste en permanecer en su palabra (8: 31), y confesar, como Pedro, “Tu tienes palabras de vida eterna” (6: 68).
(Para una presentación académica del lavamiento de los pies, ver “Footwashing in the Johannine Commuiity”, Novum Testamentum 21 (1979), 298-325.)