La editorial de los estudiantes adventistas de España publica un nuevo libro sobre el sufrimiento, la muerte y la felicidad
No hay tres cosas que deban preocuparnos más como seres humanos que el sufrimiento, la muerte y la felicidad. Son básicos. El sufrimiento, el dolor, el malestar en momentos de nuestra vida. La muerte, el final de nuestros días. La felicidad, aquello hacia donde apuntamos, y que hace olvidar el sufrimiento y la muerte. Necesitamos reflexionar de una forma objetiva y científica sobre estos conceptos porque nos constituyen, nos definen, son nuestras barreras y utopías.
Josep Antoni Álvarez, en menos de 100 páginas (es decir, fácil y rápido de leer) nos ofrece un paseo breve pero intenso por cada uno de estos temas fundamentales. Con un punto muy a favor, según mi punto de vista: el lenguaje es profundo y reflexivo, pero a la vez terriblemente sencillo, asequible por aquellos no habituados a leer ensayos existenciales.
Además, como buen científico, el paseo es muy sistemático y organizado: primero leemos sobre el sufrimiento, después la muerte y finalmente la felicidad (siempre es bueno terminar con las buenas noticias).
En cada uno de los apartados, el autor empieza con un planteamiento general, una perspectiva filosófica y antropológica sobre el tema en cuestión, usando citas relevantes y bien escogidas para ponernos en situación. Siempre es muy honesto citar los grandes pensadores predecesores, enriquece la lectura y le da más variedad estilística.
Seguidamente, el foco apunta al mundo del creyente, en concreto del cristiano. La perspectiva se estrecha, del ser humano en general nos desplazamos a la especificidad del que cree la Palabra revelada. Multitud de citas bíblicas nos ponen en situación, desde la historia de Job, a la vida y muerte de Jesús. ¿Qué aporta Dios al sufriente? ¿Qué sentido tiene estar rodeados de muerte? ¿Cómo es la felicidad cristiana?
Podríamos plantear infinitas cuestiones alrededor de estos temas, preguntas que quizá no tienen respuesta en este libro; quizá nadie nos las puede dar. Estos temas son misterios sin resolver, se escapan a los asuntos de la razón. Aún así, estoy muy de acuerdo con el autor en que es necesario, e incluso es un deber, reflexionar sobre ello, tanto en una visión general, como humanos, como en aquello que nos es revelado del carácter de Dios, como creyentes.
Así pues, invito al lector a hacer una lectura agradable, tranquila, me atrevo a decir que optimista, sobre la vida.
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[A continuación ofrecemos el apéndice del libro “Sobre el sufrimiento, la muerte y la felicidad” de J.A. Álvarez. Al copiar aquí dicho fragmento, hemos omitido las notas al pie.]
Descargue el libro aquí.
APÉNDICE
El problema del bien
Es indiscutible que muy a menudo se habla del problema del mal.
Además, la existencia del mal con todas las consecuencias que se derivan
de este se ha utilizado y se continúa utilizando como un poderoso argu-
mento para negar la existencia de Dios o como mínimo para plantear la
aparente contradicción con la existencia de un Dios bueno y amoroso.
Ante la realidad que tenemos que afrontar como hombres, surgen toda
una serie de cuestiones de difícil respuesta: ¿Cómo es posible explicar el
sufrimiento y la muerte, si Dios es bueno en gran manera? ¿Cómo dar
una explicación satisfactoria a todo el dolor y sufrimiento al que se ve
sometida la humanidad? ¿Por qué guarda aparentemente silencio Dios y
no actúa para remediar el mal, si es todopoderoso? ¿Dónde está Dios en
definitiva?
Estas preguntas han despertado la inquietud del hombre desde que el
mal es una realidad en la vida del hombre. Pero, una de las preguntas que
quizás en muy pocas ocasiones se plantea nadie es: cómo dar una expli-
cación al bien. Mientras todos nos inquietamos o escandalizamos ante el
mal, muy pocos nos detenemos a reflexionar sobre cómo es posible el
bien. Es evidente que el bien es una realidad totalmente opuesta al mal.
Además, no deja de ser sorprendente que el bien exista en un mundo co-
mo el nuestro. Pero, a pesar de que «el hombre, es un lobo para el hom-
bre», como dijo Hobbes, reconociendo así la tendencia natural del hom-
bre a hacer el mal, es indudable que la mayoría de las personas o como
mínimo una parte importante de estas se esfuerzan en hacer el bien o
intentan actuar de forma correcta, de acuerdo a unos principios. ¿Cómo
explicar entonces el bien? ¿Cómo explicar que el hombre adopte unas
pautas de comportamiento que lo impulsen a hacer el bien? ¿Por qué nos
preocupamos como hombres del bienestar de nuestro prójimo? ¿Qué nos
impulsa en definitiva a hacer el bien en ciertos momentos, a solidarizar-
nos con aquellos que están a nuestro lado? ¿Por qué somos sensibles al
sufrimiento y a las pérdidas de aquellos que nos rodean? Como plantea
Hygen:
«Se habla del problema del mal. Quizás se debería, por lo menos al
principio, hablar del problema o misterio del bien. Porque es un mi-
lagro que en esta minúscula concentración de materia, dentro del
espacio, haya surgido y se desarrolle tal plenitud de vida, belleza,
espíritu, conocimiento, fantasía y fuerzas creadoras, bondad y
amor.»1
Me gusta la expresión el misterio del bien, porque la existencia del
bien es realmente un misterio. Una respuesta fácil a la existencia del bien,
sería decir que actuamos así porque nosotros también estamos sometidos
a unas circunstancias parecidas a las de nuestro prójimo, y esa realidad
nos impulsa a hacer el bien. Otra posible explicación sería decir que ac-
tuamos de acuerdo a unos principios o convencionalismos por comodi-
dad, o por temor a las consecuencias que se podrían derivar si actuáramos
de una forma diferente. Es verdad que se trata de posibles explicaciones a
las preguntas planteadas más arriba. Probablemente, podríamos dar otras
posibles explicaciones, pero me pregunto si dichas explicaciones son del
todo satisfactorias.
Además, la actitud altruista del hombre en determinados momentos,
si prescindimos de la existencia de Dios y de que este ha sido creado «a
imagen y semejanza»2 de Dios, entra en contradicción con lo que habría-
mos de esperar con un proceso evolutivo de selección natural, que preco-
niza la supervivencia de los más aptos, o con cualquier otra situación para
explicar la vida. Por lo tanto, ¿qué condicionantes se producen para que
el hombre actúe en contra de sus “impulsos naturales” e intente hacer el
bien, y en muchas ocasiones llegue a conseguirlo? Hay que reconocer que
en principio ese intento de hacer el bien no es fácilmente compatible con
los criterios que plantea una existencia sin Dios. ¿Qué nos impulsa a
hacer el bien? ¿Qué nos mueve a actuar de forma altruista con nuestro
prójimo sin obtener a cambio ningún beneficio? Aunque hay que recono-
cer que dicha reflexión u opinión no es compartida por la mayoría de los
científicos y no tan solo científicos, ya que estos consideran que es impo-
sible compaginar la vida tal como la conocemos con un Dios creador. En
este sentido, el prestigioso evolucionista Francisco J. Ayala en una entre-
vista afirmaba con total rotundidad: «El creacionismo no es compatible
con la existencia cristiana en un Dios omnipotente y benévolo, la teoría
de la evolución sí.»
Muy frecuentemente, y aquí retomamos lo que decíamos inicialmen-
te, se ha planteado la negación de Dios desde la constatación del mal
como una realidad. Pero, quizás ya es hora de que nos planteemos la exis-
tencia de Dios desde la constatación de que el bien existe. ¿Es qué podría
existir otra posible explicación al bien que no pase por la existencia de
Dios? ¿Es que se puede dar una explicación satisfactoria a la realidad
desechando la existencia de Dios? Además, es indiscutible, por mucho
que intentemos negarlo, que es más fácil hacer el mal que hacer el bien.
Por lo tanto, ante tal hecho, creo que la mejor respuesta posible es reco-
nocer que Dios existe. Únicamente la existencia de Dios puede dar satis-
facción al bien, al actuar de forma correcta y desinteresada, en definitiva
al actuar en contra de la supervivencia del más apto. Únicamente la exis-
tencia de un Dios creador puede dar una razón de ser al bien.
Explicar el bien en ausencia de Dios es posible, pero de lo que no es-
toy tan seguro es que dicha respuesta pueda llegar a ser totalmente satis-
factoria. Estas posibles explicaciones irían en contra de cualquier “lógi-
ca” aparente. En cambio, sí aceptamos que Dios existe y que nos creó a
su imagen y semejanza como decíamos anteriormente. Eso implicaría que
Dios nos habría dotado de unas características que llevarían asociado el
hacer el bien. El libro del Génesis manifiesta de forma rotunda que todo
lo creado era bueno con las palabras siguientes: «Y vio Dios todo lo que
había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera.»4
En el Nuevo Testamento se vuelve a reiterar la idea de que todo lo
creado era bueno en gran manera, y eso implica que el hombre también
era bueno. El apóstol Pablo, hablando acerca de la actitud de algunos
durante los últimos tiempos, insistirá en la bondad de la Creación con las
siguientes palabras: «Porque todo lo que Dios ha creado es bueno […].»5
Desgraciadamente esa realidad cambió de forma radical en el mo-
mento de la caída, en el momento en que el hombre decide actuar al mar-
gen de Dios. Y es en ese momento, y como consecuencia de la separación
del hombre de Dios que el mal se convierte en una realidad en este mun-
do. El mal aparece no por deseo de Dios, sino como consecuencia de la
libre elección por parte del hombre. Realidad que no deja de ser incom-
prensible desde una perspectiva humana. Pero, aun así, el hombre no deja
de intentar hacer el bien. El alejamiento del hombre de Dios, dificulta el
hacer el bien, pero no lo hace imposible. Pablo reflexionando acerca de
su condición, manifestará de forma magistral esa lucha interior entre el
bien y el mal que se da en todo hombre:
«Porque no logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo
hago; y en cambio lo que detesto hago.
»Porque no hago el bien que quiero, sino que hago el mal que no
quiero.
»Así pues, al querer hacer el bien encuentro esta ley: que el mal
está en mí.»6
Este último versículo, la Biblia del Peregrino lo traduce así: «Y me
encuentro con esta fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al
alcance el mal.»7
Como decíamos anteriormente, el alejamiento por parte del hombre
de Dios ha dificultado el hacer el bien, pero no lo ha imposibilitado. Y la
razón desde mi modesta opinión se encuentra en que el hombre ha sido
creado por Dios y aunque la imagen de Dios en el hombre se ha visto
deteriorada por la caída, este aún conserva ciertas características de esa
creación y entre ellas se encuentra la capacidad de actuar de forma al-
truista y la capacidad de hacer el bien por sorprendente que pueda resultar
en ciertas ocasiones. La caída ha introducido el mal en un mundo creado
perfecto, pero no ha acabado con el bien. Pienso que si somos honestos
con nosotros mismos, la única explicación satisfactoria que podemos dar
a la existencia del bien es que Dios existe; pero señalando que no se trata
de un Dios que meramente existe, sino que además nos ha creado y que
se preocupó y se sigue preocupando por nosotros a pesar de nuestras de-
cisiones. Y que ha tenido y tiene el propósito de acabar con el mal, para
que el bien sea la única realidad. Mientras esa esperanza no se convierte
en una realidad y a modo de conclusión, quiero apropiarme de las pala-
bras que el apóstol Pablo dirigió a los tesalonicenses para que se convier-
tan en una realidad en nuestra forma de actuar día a día: «Mirad que na-
die devuelva a otro mal por mal, esmeraos siempre en haceros el bien
unos a otros y a todos.»8
Estas palabras son un reto, pero un reto que no podemos obviar si
creemos en Dios, y en lo que ha hecho y sigue haciendo por nosotros.
Hacer el bien y velar para que este sea una realidad ha de ser nuestro
objetivo, para que nuestro mundo sea un poco mejor.