Comunión y Fruto Prohibido
El trágico caso del “Hombre de Dios” (1Reyes13) tiene una especial relevancia para las creencias adventistas. Para empezar, Jeroboam hace dos cosas que lo marcan como un precursor sombrío del Anti-Cristo: hace la religión hebrea “más fácil”, y también se mete con el calendario hebreo. En ambos casos anticipa, muy claramente, lo que Elena de White advirtió con respecto a un emergente “protestantismo apóstata”, totalmente enamorado de dos cosas: los falsos días de reposo y los avivamientos falsos.
La ansiedad política de Jeroboam se aferra a la idea de que, debido a que el templo que sirvió a ambas naciones estaba en el territorio de Judá, su pueblo podría, con el tiempo, comenzar a soñar con la reunificación. Con el fin de anticiparse a esto, el rey se complace en cierta teología revisionista. Los hechos del Éxodo se mantienen, pero las lealtades cambian. Los dos becerros de oro encuentran un nuevo significado, no como ídolos, sino como dioses de la liberación (los ídolos ahora obtienen el crédito por liberar a Israel de la idolatría). Y la Fiesta de los Tabernáculos (probablemente el principal sábado festivo de Israel) a título gratuito se traslada a una nueva fecha en el calendario, exactamente un mes después de su debido tiempo. Estas modificaciones encuentran su razón de ser, aparentemente, en el argumento de Jeroboam de que es “muy difícil” tener que viajar a Jerusalén para adorar en el Templo. Los argumentos a favor de la religión conveniente prometen un retorno alegre a la felicidad edénica, pero siempre se olvidan del ángel sombrío que sostiene una espada en la puerta.
En el centro de esta celebración sucedánea (Jeroboam ignora la advertencia de Moisés de no emplear imágenes durante la Fiesta de los Tabernáculos) se pasea la figura delgada de la integridad paciente. Las terribles predicciones del Hombre de Dios, el altar destrozado, y la mano seca de Jeroboam encuentran un corolario natural en la negativa del Hombre de Dios a comer lo que sea. Al no comer, da testimonio contra el goce falso o la celebración idólatra de la vida. Él está en contra de la idea de que la religión no requiere discriminación; de que nunca debería implicar la culpa, la vergüenza o la responsabilidad estricta, o que uno puede llegar al Cielo con una dieta de masas de celebración.
La invitación que Jeroboam le hace al Hombre de Dios para que comparta una comida con él parece lo suficientemente amable, pero en este contexto, una comida significaba mucho más que solamente comer. Si el Hombre de Dios hubiera comido con el rey, ese acto le habría aliado con el descarado estilo de culto del rey. Eso significa una comida compartida. Comer sólo es un acto de sobrevivencia, pero compartir una comida con otra persona implica homogeneidad de idea. Eva no comió del fruto prohibido porque necesitaba alimentarse, lo hizo porque quería unirse a lo que C. S. Lewis llama el “círculo interior” –ella quería ser un “dios” entre los dioses. Al no comer, el Hombre de Dios trata de evitar hacer causa común con la cultura dominante de una saciedad falsa. El tener hambre, en este contexto, define a la verdadera religión como la privación ocasional de uno de los dones de Dios con el fin de trazar una línea clara entre la verdadera satisfacción y la plenitud ilusoria del pecado. ¿Cómo puede un Hombre de Dios hambriento demostrar la plenitud de Dios? Bueno, las paradojas de la fe se podrán mantener, pero yo sugeriría que es menos probable que un hombre hambriento se conforme con algo que no sea comida, que un hombre que insiste en su derecho a no perderse una comida.
Cuando el “Viejo Profeta” se entera de lo que el “Hombre de Dios” ha hecho, responde con una velocidad asombrosa. La Biblia no revela sus motivos –y eso es bueno. Además, en lugar de que la Biblia nos diga que el Viejo Profeta era envidioso, o un “agente de Satanás” (la Biblia rara vez moraliza), tenemos sólo una narración cruda de sus actos. Contrariamente a lo que podríamos esperar, casi todo lo que el viejo profeta dice y hace muestra un tanto de buena voluntad hacia el Hombre de Dios. Sin duda, el viejo profeta se había convertido a la fácil nueva fe de Jeroboam, lo que podría explicar por qué Dios no envió a su viejo profeta a enfrentarse al rey. Como probable defensor de un judaísmo más fácil, la mentira del viejo profeta podría haber sido justificada con razones retóricas (el fin justifica los medios). ¿Le miente al Hombre de Dios en un intento sincero de ganarle para una fe progresista? Al mismo tiempo, el viejo profeta parece deseoso de ganar reconocimiento como colega profeta. ¿Se trata de un poco de nostalgia por su propia integridad perdida, o simplemente quiere derribar a un hombre de bien? No podemos dilucidar aquí el motivo preciso, pero debemos tener en cuenta que, en la elaboración de esta gama de posibilidades, es inevitable tener la impronta de nuestros propios corazones oscuros.
Sería fácil pensar que la tentación bajo la encina sólo tuvo que ver con alimento en sí. Pero el gancho real debe haber sido la promesa de comunión renovada (o tal vez incluso la posibilidad de ganar un converso). Cuando el texto identifica al Hombre de Dios como “engañado” y culpable de un acto de “rebelión”, nos dice más de lo que queremos saber (acerca de nosotros mismos). No nos gusta tener esas dos palabras juntas. Pensamos en los engañados como víctimas inofensivas, y en los rebeldes como personas malas, pero el texto se niega a hacer esta distinción. Cuando el viejo profeta exclama: “yo también soy profeta como tú”, el Hombre de Dios tiene que elegir entre lo que sabe que es verdad, y su necesidad ahora bastante asediada de caer bien. La perspectiva de ser aceptados por los mundanos, de la buena voluntad entre los compañeros, y la seguridad que dan las creencias compartidas en un lugar hostil, todo eso converge sobre el Hombre de Dios como bien venidas bendiciones.
¡Ah!, para el adventista incondicional es bastante fácil jurar que nunca violará el sábado, aún a costa de no poder “comprar ni vender”. Pero rara vez pensamos en la poca fortaleza que podríamos tener para soportar la situación de ser considerados parias sociales. La soledad y la posibilidad de quedar en el anonimato atormentan terriblemente al reformador audaz cuando se da cuenta, tal vez demasiado tarde, de que podría ser que nadie lo siguiera después de todo. El doloroso aislamiento de Jeremías, la negación de Pedro, y la retractación de Jerónimo: esos personajes conocen bien la gravedad real de la hojarasca de la seducción. Negarnos a nosotros mismos (en el tiempo de prueba) la necesidad fundamental de solidaridad humana (o reconocimiento humano) parece contrario a la naturaleza misma de nuestro ser –y lo es. Pero desde nuestra creación éste ha sido un mundo peligroso de aparentes amigos y bienhechores, donde los bosques sombríos esconden áspides y donde sonrientes publicanos envenenan nuestra comida.
Cuando el viejo profeta inesperadamente se encuentra con la voz de Dios, debe dar testimonio no sólo de la rebelión del Hombre de Dios, sino también de la maldad de su corazón. Así, la perdición del Hombre de Dios se convierte en la desgarradora “segunda oportunidad” del viejo profeta.
Podríamos recordar el destino terrenal de Moisés y extraer algo de esperanza (y de temor) de ese caso –él también murió por causa de un único acto de rebelión, y perdió la oportunidad de pasar su vida temporal en la tierra prometida. Parece injusto que Moisés muriera por un solo acto de rebeldía, mientras que los hijos de Israel siguieron viviendo para volver a pecar. Sin embargo, debemos recordar que el destino terrenal de Moisés no le impidió ir al Cielo, y eso puede ayudar a otros a llegar también.
El Hombre de Dios, como Moisés, tal vez pudo ser castigado más severamente que su homólogo malvado, sobre la simple base de que estaba dispuesto a morir –un axioma que se puede aplicar en toda la Biblia tanto para el que es irreversiblemente justo como para el malo. Tal vez es posible concluir de todo esto que el hombre de Dios estará en el cielo, y que el viejo profeta podría estar allí también.
La confesión del viejo profeta de que, en efecto, el Hombre de Dios fue un verdadero “hombre de Dios” (y no sólo un falso profeta como él) crea un espacio para una curiosa solicitud al final de la vida, que ofrece aún más esperanzas. La petición del viejo profeta de “enterrar mis huesos con sus huesos”, es una invitación más honesta a la comunión que la oferta original de una comida para compartir, y, tal como lo descubrimos más tarde, esa morbosa pareja de huesos de muertos produjo una unión notablemente duradera (y resistente al fuego).