Aire Espiritual
En el contexto de las lecciones de este trimestre, centradas en la salud física, la enseñanza de Génesis 2:7 de que Dios creó a los seres humanos mediante el uso de su aliento y no sólo por medio de la palabra, es una idea fascinante. El aliento es el primer don de Dios dado directamente a los seres humanos. Tener el aliento de vida ha sido de primera importancia desde el Jardín del Edén. Sólo conteniendo la respiración durante un par de minutos nos damos cuenta de que sin oxígeno suficiente, nos desesperamos por tener aire. Me pregunto si también nos desesperamos por respirar el aire espiritual de Dios cuando optamos por dejar las creencias y compromisos espirituales.
A pesar de la maravillosa atmósfera física que Dios creó, los seres humanos continúan contaminando el aire, sufren de mala ventilación, y muchos eligen inhalar humos adictivos (humo de tabaco o marihuana, gases de la goma, etc.), que perjudican la salud del organismo. Afortunadamente, Dios bendijo a nuestra iglesia al comienzo de su historia con el consejo de Elena G. de White de evitar el tabaco, muchas décadas antes de que fuera considerado como algo científicamente respetable. La abstinencia de fumar sigue siendo una de las grandes ventajas de los principios adventistas de salud. Además, Elena de White instó a la gente a abrir sus ventanas, asegurando una mejor ventilación, así como respirar aire fresco en lugares abiertos.
Al considerar la cuestión de la mayordomía de nuestra atmósfera física, el autor de la lección continúa el énfasis primitivo sobre la responsabilidad ambiental cristiana. Pensar en el aire que respiramos va más allá de nuestra propia salud personal. Cómo usamos nuestra influencia y nuestro voto político para instar a la mejora de la calidad del aire, en particular la ausencia de humo de segunda mano, también es algo relevante.
Lo que más me interesa sobre este tema, sin embargo, es la oportunidad de reflexionar paralelamente sobre nuestra atmósfera espiritual y cómo podemos construir o agotar sus propiedades saludables y sostenedoras de la vida. El concepto de tal atmósfera es presentado por Elena de White como el talento de la influencia:
“Cada uno está rodeado de un ambiente propio –un ambiente que podría estar cargado con el poder vivificante de la fe, el coraje y la esperanza, y con la dulce fragancia del amor. O puede ser un ambiente pesado y frío, con la sombra del descontento y el egoísmo, o venenoso con la mancha mortal del pecado acariciado. Por el ambiente que nos rodea, cada persona con la que nos ponemos en contacto es afectada de manera consciente o inconsciente”(Palabras de Vida del Gran Maestro, p.309).
Ella continúa describiendo la influencia de largo alcance de nuestra atmósfera personal, para bien o para mal:
Esto renueva una pregunta recurrente que me vino a través de las lecciones del trimestre anterior sobre los frutos del Espíritu. ¿Cómo llegamos a ser cristianos que damos buenos frutos? ¿Es a través de lo que hacemos o dejamos de hacer? Citamos a menudo la necesidad de “permanecer en Jesús”, basada en Juan 15:1-6. Si permaneciendo en Jesús, la Vid, producimos fruto en nosotros, entonces, ¿cómo “permanecer”? Es el jardinero el que riega y fertiliza la viña, las vides crecen solamente. Tal vez, pienso, esta cuestión de “cómo” me preocupa porque yo me crié escuchando que para ser agradables ante Dios tenemos que hacer buenas obras y evitar conductas pecaminosas. Por lo tanto, me doy cuenta de que la tensión aún existe en mí entre las obras y la fe en lo que respecta a la santificación. Entre mis compañeros de la clase de la Escuela Sabática, compartir mi pregunta ha producido muchos asentimientos de cabeza. Cognitivamente, mientras que los adventistas nos hemos inclinado más hacia las obras que hacia la gracia de Dios, nos alegramos de que Su gracia es suficiente para nosotros, ¡pero emocionalmente y en nuestra experiencia todavía podemos ser Tomases dubitativos!
Cuando oramos por el Espíritu Santo, ¿qué es lo que esperamos que suceda? ¿Algunas manifestaciones externas de la gracia de Dios en nuestra familia de la iglesia?
¿Que el aliento de Dios nos dinamice con amor, alegría, esperanza y paz, para que estemos vivos espiritualmente?
Tal vez sea útil ver una analogía con nuestra anatomía y fisiología respiratoria. La respiración está controlada por el sistema nervioso autónomo. Podemos contener la respiración, pasando por encima de las señales autónomas por unos instantes. Pero la mayor parte del tiempo respiramos sin pensar en ello. Me pregunto, ¿no será que el don divino de la respiración espiritual está también bajo la dirección autónoma del Espíritu Santo que mora en nosotros?
Pablo explica en Romanos 8:1-2 que (Biblia Mensajera):
“Aquellos que entran en el ser del Cristo que está aquí-para-nosotros, ya no tienen que vivir continuamente bajo una nube negra de baja altura. Un nuevo poder está en funcionamiento. El Espíritu de vida en Cristo, al igual que un viento fuerte, ha limpiado el aire magníficamente, liberándonos de una vida condenada a la tiranía brutal del pecado y la muerte”.
Quizás, entonces, lo que “hacemos” es abrir las ventanas y puertas de nuestra alma para invitar a Cristo a hacerse cargo, a través de su Espíritu, de nuestras vidas. Elena de White comenta el texto de Mat. 5:20: “Si ellos (los fariseos) abrieran sus corazones para recibir plenamente a Cristo, entonces la vida misma de Dios, Su amor, habitaría en ellos, transformándolos a su propia semejanza….” (El monte de las bienaventuranzas, p. 55).
Curiosamente, la última invitación de Cristo a las Siete Iglesias, Laodicea, es la de abrirle cuando él llama: “Aquí estoy llamando a la puerta, si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y me sentaré a cenar con él, y él conmigo” (Apoc. 3:20, NBI). Una y otra vez, a través de los escritores del evangelio, Cristo nos urge a buscar a Dios para que Él pueda habitar con nosotros (véase Lucas 11:5-13). Al parecer, entonces, nuestro diario “trabajo” es pedir su presencia para que El pueda entrar y habitar dentro de nosotros. Satanás tiene ciertamente muchas maneras de distraernos de la compañía de Jesús, incluso a través de actividades aparentemente “buenas”, así como de placeres sutiles y planes egoístas. Así que para respirar bien espiritualmente, necesitamos constantemente la morada del Espíritu Santo para guiar nuestras decisiones, palabras e ideas, ya que sin su aliento divino, podemos tomar malas decisiones sobre cómo gastar nuestro tiempo, interactuar con los demás, etc.
En cuanto a las opciones, en el Monte de las Bienaventuranzas Jesús pidió a sus seguidores hacer cosas que no parecen conductas humanas naturales. Por ejemplo, “Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os ultrajan” (Lucas 6:28, NBI). Su explicación es que como hijos de Dios, debemos ser “compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lucas 6:36, NBI). Dios es amable con todos, los que creen y los que no lo hacen. Además, Jesús dirigió a sus seguidores a reconciliarse con aquellos que los habían agraviado (Mat. 5:24).
¿Cuál ha sido tu experiencia en la oración para que Dios bendiga a los que te han hecho daño? ¿Una oración para compartir su amor a fin de que puedas aprender a amar y reconciliarte con ellos? He encontrado que los resultados pueden ser notables –¡con la ayuda del Espíritu, somos habilitados por la gracia para alejarnos de la amargura y el resentimiento, y lograr la reconciliación! Este cambio en nuestras actitudes puede ser la forma en que podamos difundir una atmósfera celestial de compasión y esperanza.
Podemos considerar más profundamente la amonestación de Jesús: “no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados, . . . dad y se os dará” (Lucas 6:37, NBI). ¡Luego Jesús compara nuestros intentos de juzgar a otros como un intento de eliminar una paja del ojo de nuestro hermano, mientras que una viga se ha quedado atascada en el ojo propio! De hecho, ¡qué ambiente gélido podemos producir cuando criticamos, diseminamos chismes, y juzgamos el valor de los demás! Elena G. de White insta a que, en vez de juzgar con fría dureza a los creyentes que cometen errores, tenemos que amarlos como Cristo los ama:
“Si las dificultades entre los hermanos no se las expusiera ante los demás, sino que, francamente, se hablaran entre ellos en el espíritu del amor cristiano, ¡cuánto mal se podría evitar! Cómo muchas raíces de amargura, por las que muchos se han contaminado, serían destruidas, y cuán estrecha y tiernamente podrían los seguidores de Cristo estar unidos en su amor” (Maestro de Jesucristo, 59).
Si nuestros propios intentos de hacer buenas obras parecen difíciles, cansadores, o frustrantes, ¡tal vez estamos siendo bendecidos con una radiografía de la realidad! Por nuestro propio esfuerzo sólo seremos imitadores débiles de la santidad, sin el amor de Dios morando dentro de nosotros.
El himno “Sopla en mí, aliento de Dios” expresa nuestra real necesidad. Al hacer esta oración, podemos tener plena seguridad de que la respuesta de Dios siempre será “¡Sí!”
Sopla en mí, Espíritu de Dios, lléname de una nueva vida.
Que se me permita amar lo que amas, y hacer lo que Tú quieres hacer.
Respira en mí, aliento de Dios, hasta que mi corazón sea puro,
hasta que contigo sea una voluntad –para hacer y soportar.
Respira en mí, Espíritu de Dios, hasta que sea totalmente tuyo,
hasta que toda esta parte terrenal mía brille con tu fuego divino.
Respira en mí, aliento de Dios, para que nunca muera,
sino viva contigo la vida perfecta de tu eternidad.
Edwin Hatch y José Harker,
# 265 del Himnario Adventista del Séptimo Día
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Patricia B. Mutch, Ph.D., es Profesora emérita de Nutrición de Andrews University, donde se desempeñó en varios cargos, incluso como Decana de la Facultad de Artes y Ciencias, y como Vice-Presidenta de Asuntos Académicos.