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“Entendiendo al Dios uno y trino”

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Aunque la palabra trinidad no se encuentra en la Biblia, ella expresa el retrato de Dios que surge de la vida y ministerio de Jesús de una manera poderosa.  Como Hijo único de Dios, Jesús revela la naturaleza de Aquél a quien él llama “Padre” como el Ser del amor infinito.  Y los últimos capítulos del Evangelio de Juan (probablemente el libro del Nuevo Testamento que se escribió al último) lleva el tema esencial del Nuevo Testamento –que Dios estaba en Cristo— a una conclusión sorprendente.  Durante los “discursos de despedida” que Jesús dirigió a sus discípulos (Juan 15-17), el Señor describió su propia relación con el Padre, y la relación del Padre y del Hijo con la comunidad de seguidores de Jesús.  Aquí nos encontramos con que el objetivo de la misión de Jesús (y el cumplimiento del plan de la salvación) es la comunión íntima de los creyentes con el Padre y el Hijo, y la  de unos con otros, a través de la obra vivificante del Espíritu.

La convicción de que los acontecimientos que dieron origen a la iglesia (es decir, las misiones del Hijo y del Espíritu) son manifestaciones de la vida misma de Dios, conduce a importantes perspectivas sobre la naturaleza de la iglesia.

Las diferentes declaraciones sobre el amor que se encuentran en estos documentos, parecen seguir un patrón como de “fuga”.  Siguen moviéndose entre los siguientes temas, conectándolos en relaciones cada vez más complejas: el amor que los miembros de la iglesia tienen los unos para con los otros, su amor a Dios y el amor de Dios hacia ellos, y el amor que une a Dios mismo, a saber, el amor entre el Padre y el Hijo.

En primer lugar, la calidad de vida distintiva dentro de la comunidad cristiana es la del amor.  “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros” (Juan 13:35).  El amor es la característica esencial que distingue a los seguidores de Jesús de otros grupos humanos.  Por consiguiente, aquellos que piensan que son parte de la comunidad y no se aman mutuamente, están engañándose a sí mismos.  “Todo aquél que no hace lo que es correcto, no es de Dios, ni tampoco aquellos que no aman a sus hermanos y hermanas” (1 Juan 3:10).  Dicho positivamente: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque nos amamos unos a otros” (1 Juan 3:14).

En segundo lugar, no es el amor en sí, o simplemente cualquier tipo de afecto lo que identifica a los seguidores de Jesús.  Es el amor específico que Jesús tiene por ellos lo que establece la norma para el amor del uno por el otro.  “Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros” (Juan 13:34). [1]“Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.  Nadie tiene mayor amor que éste, que uno dé su vida por sus amigos” (15:12-13).  Los seguidores de Jesús deben estar preparados para el amor recíproco hasta el final, así como Jesús “los amó hasta el fin” (cf. Juan 13:1).

En tercer lugar, el amor de Jesús por los discípulos expresa el amor del Padre por ellos.  “Porque el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios” (Juan 16:27).  El amor del Padre fluye a través del Hijo hacia la comunidad cristiana.

En efecto, las declaraciones de Jesús acerca de su relación con el Padre y su relación con sus seguidores indican que él quiere que sus seguidores disfruten de la misma relación con Dios que él disfruta.  Así como el Padre viene a los discípulos en la persona de Jesús, así también Jesús lleva a sus discípulos al Padre.  “Si alguno me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él” (Juan 14:21).  “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendrá a ellos, y haremos morada con ellos” (Juan 14:23).

La idea de que los seguidores de Jesús disfrutan de una relación con Dios muy similar a la suya aparece en varios pasajes. “Cuando clamamos: ‘¡Abba! ¡Padre!’”, escribió Pablo, “es que el Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom. 8:15-17).  En las palabras de apertura de la Oración del Señor, el “Padre Nuestro”, Jesús invita a sus seguidores a adoptar su propia forma de dirigirse a Dios, y también instruyó a María diciendo, “ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17).  Así pues, es en virtud de su relación con Jesús que sus seguidores disfrutan de una relación cercana con Dios.

En cuarto lugar, el amor que Jesús tiene por sus seguidores refleja el amor que él y el Padre tienen el uno por el otro.  Pensando en sus seguidores presentes y futuros, Jesús oró: “No pido sólo por éstos, sino también por aquellos que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno.  Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros ….  La gloria que me diste les he dado, para que sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado incluso como me has amado a mí” (Juan 17,20-23).  El autor de 1 Juan reúne el tema de la comunión de unos con otros y el de la comunión con Dios de esta manera: “.. que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3).  El amor divino que crea comunidad cristiana se manifiesta de esta manera, y así extiende el amor que constituye la vida misma de Dios.

Esta línea de pensamiento lleva a una conclusión dramática.  La dinámica central de la comunidad cristiana no sólo se parece a la dinámica esencial de la vida de Dios; sus miembros en realidad forman parte de esa vida.  El amor que fluye entre el Padre y el Hijo fluye a través de la iglesia. La idea de que la iglesia participa de la vida de Dios se sigue naturalmente de las palabras de despedida de Jesús a sus discípulos.  En la vida y ministerio de Jesús, y su continuación en la comunidad fundada por él, realmente encontramos a “Dios con nosotros”.

Para muchos que comparten esta convicción, el vínculo esencial entre la comunidad cristiana y la vida de Dios está en la obra del Espíritu Santo.  Por un lado, es el Espíritu Santo el que hace que la iglesia sea una verdadera comunidad.  Como Robert Jenson dice: “La Iglesia existe como una comunidad y no como un mero colectivo de personas piadosas”, porque el Espíritu une la cabeza con el cuerpo de Cristo.[2]

También es el Espíritu el que da a la iglesia su identidad distintiva.  Cada comunidad que no es sólo un grupo de personas tiene un “espíritu” de algún tipo, se habla de “espíritu de equipo” y “espíritu escolar”, por ejemplo.  Pero en el caso de la iglesia, este espíritu comunitario viene, no de la gente que pertenece a él, sino del Espíritu que crea.  Para citar a Jenson, una vez más, es el “milagro fundacional” de  la iglesia que su espíritu comunal es “idéntico al Espíritu que tiene Dios es y que además es Dios personalmente”.[3]

Por último, y tal como los ven muchos intérpretes, el papel del Espíritu en la Iglesia tiene un gran parecido con el papel del Espíritu en la Trinidad.  El Espíritu crea la comunidad dentro de la vida misma de Dios.  Como Jungel lo describe, “el Padre ama al Hijo, el Hijo devuelve este amor, y el Espíritu Santo es el amor mismo entre ellos. Por lo tanto, el Espíritu que procede del Padre y del Hijo constituye la unidad del ser divino como el acontecimiento que es el amor mismo”.[4]

Tales descripciones de las relaciones en el seno de Dios sugieren maneras en que podemos imaginar el papel de la iglesia en la vida divina.  A través del Espíritu, como Stanley Grenz lo describe, los que están “en Cristo” han venido a compartir la eterna relación que el Hijo tiene con el Padre.  Debido a que los participantes en esta nueva comunidad son co-herederos con Cristo, el Padre les otorga lo que eternamente derrama en el Hijo.  Y debido a que están “en Cristo” por el Espíritu, participan en el acto del Hijo de responder eternamente al Padre.[5]

En resumen, la iglesia debe su existencia a la acción salvífica de Dios, y deriva su carácter esencial de la identidad de Dios.  A través del envío del Hijo y del Espíritu, Dios entra en el mundo con el fin de crear una comunidad que refleja y extiende el amor que constituye la realidad misma de Dios.  La dinámica central de la comunidad cristiana, por lo tanto, corresponde a la dinámica esencial de la vida misma de Dios.  Participar en la comunidad cristiana no es otra cosa que una participación en la vida misma de Dios.  El Espíritu Santo nos hace uno, el Espíritu Santo hace a Dios uno, y el Espíritu Santo nos hace uno con Dios.[6]

Las implicaciones prácticas de una eclesiología trinitaria

“¿Qué significa todo esto?”  Las preguntas son siempre importantes para la teología, y en el caso de la Trinidad, son más importantes de lo habitual.  Es tentador descartar reflexiones sobre la Trinidad como intrusiones especulativas sobre la naturaleza de Dios, a pesar de que los primeros pensadores trinitarios de la iglesia anclaron firmemente su comprensión de Dios en la historia de la salvación.  ¿Qué diferencia práctica hace una eclesiología trinitaria?  ¿Por qué es tan importante enraizar a la iglesia en la vida de Dios?

Primero que todo, se hace hincapié en la importancia que tiene la iglesia para Dios.  Si los actos de Dios en la historia de la salvación expresan la verdadera naturaleza de Dios, entonces quiere decir que Él ha sido siempre un Ser relacional; desde toda la eternidad es una Comunidad eterna de amor.  Significa también que Dios crea por amor, que abraza al mundo creado dentro de la vida divina, y que desde el mismo momento en que lo creó, el Señor tuvo una preocupación central por su relación con el mundo, no muy diferente de la manera como los padres colocan a un niño amado en el centro de su hogar.  Dios valora el mundo que él ama, tanto que él incluso define su identidad a partir de su relación con el mundo.  (Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Padre de nuestro Señor Jesucristo).  Por otra parte, el compromiso de Dios con su creación es permanente.  Él arriesga su propia satisfacción, si no su propia vida, en aras de su bienestar.  Todo esto significa que Dios otorga un valor inmenso a la iglesia.  Es ese el aspecto de la creación que llama su especial atención.  En las palabras de Elena de White, la iglesia es el objeto de la “suprema consideración” de Dios.[7]

Si esto es así, entonces la salvación consiste en la participación en la comunión que define la vida de Dios, y uno logra la salvación mediante la participación en la comunidad que el amor de Dios ha establecido.  La experiencia de la salvación es, entonces, tanto social como individual.  Tiene una dimensión pública, así como una privada.  Esto cambia nuestras relaciones con los demás, así como con Dios.  Esto expone la inadecuación fundamental de todas las interpretaciones individualistas de la fe cristiana. La salvación no es sólo, ni siquiera principalmente, un asunto entre el individuo y Dios.  La salvación consiste en las relaciones que tenemos con otras personas.  Ella busca la transformación social, y no meramente personal.

Esto también significa que el propósito de la iglesia es reflejar y proyectar el cuidado y la preocupación por los demás que Dios nos muestra, y que Dios es.  En la medida en que la Iglesia, la comunidad cristiana, encarna el amor que irradia dentro de la vida de Dios, ofrece al mundo la manifestación más clara de la naturaleza de Dios y de su carácter, y la prueba más clara de la realidad de Dios, la evidencia de que es más fuerte que lo que los argumentos filosóficos jamás podrían llegar a ser.

Si esto es cierto, entonces el cultivo de la verdadera comunidad, el desarrollo de las relaciones afectivas entre las personas en la iglesia, es la obra más importante del ministerio de la iglesia.  El crecimiento de la Iglesia no es sólo, ni siquiera principalmente, una cuestión de aumentar su tamaño.  Se trata de desarrollar las relaciones entre los miembros, fomentar la asistencia mutua y la preocupación de los unos por los otros, desarrollar la manifestación de las cualidades encarnadas en la vida de Jesús.  En la medida que los miembros de la iglesia exhiban estas cualidades, su manifestación del carácter de Cristo va a atraer a nuevos participantes.

Estas reflexiones sugieren también que la adoración corporativa es el acto central de la vida de la iglesia.  La reunión de la comunidad para recordar los actos de amor de un Dios que se entrega a sí mismo, para volver a comprometer a sus miembros a encarnar ese amor en todas sus relaciones es algo emblemático de toda la existencia de la iglesia.  Se celebra, se cristaliza, se da cuenta de todo lo que la iglesia implica.

Una apreciación sobre el fundamento trinitario de la comunidad cristiana, por lo tanto, nos ayuda a evitar conceptos inadecuados y engañosos acerca de la iglesia.  La iglesia no es una organización preocupada por la expansión de su membrecía y de su presupuesto.  La iglesia no es meramente un conjunto de individuos que adhieren a la misma serie de creencias.  La iglesia no es un grupo de personas que se reúnen para satisfacer sus necesidades emocionales.  La iglesia no es una reunión de intelectuales que disfrutan barajando ideas.  La iglesia no es un programa de marketing multinivel, ni un club social, ni un grupo de recuperación, o un seminario académico.  La iglesia es una comunidad creada por el Espíritu Santo, una comunidad que extiende la misión de Cristo en este mundo, atrayendo a sus miembros en un círculo de amor que es a la vez característico y constitutivo de la vida misma de Dios.

Richard Rice es profesor de religión en la Escuela de Religión de Loma Linda University.  Este es un resumen de un artículo que apareció en la edición de febrero de 2009 de la revista Ministry, titulado “La base trinitaria de la comunidad cristiana”.


[1] Véasela exhortación de Pablo: “Sed entonces imitadores de Dios, como hijos amados, y vivid en amor, así como Cristo nos amó y se dio a sí mismo por nosotros” (Efe. 5:1-2).

[2] Jenson, 2:182.

[3] Jenson, 2:181.

[4] Jungel, 374.

[5] Grenz, 326.

[6] Los teólogos a veces debaten acerca de la organización del Credo de los Apóstoles.   ¿Comprende tres o cuatro artículos?  La creencia en “la santa iglesia católica” ¿es una elaboración de lo anterior o es un agregado a la creencia en el Espíritu Santo?  Nuestras reflexiones sugieren que lo primero es lo correcto.   La iglesia es la creación del Espíritu Santo, y la creación de la iglesia es la obra más importante del Espíritu.  Para apreciar la importancia de la comunidad cristiana, debemos reconocer su base dentro de la íntima conexión con la dinámica realidad de la propia vida de Dios. 

[7] Los hechos de los apóstoles, 12.

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

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