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Aquí es donde comienza el discipulado

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

Anhelaba dar un salto a…la salvaje libertad de ese cielo. Soy una amante de los espacios abiertos. Lo que más me gustaba en mi temprana infancia eran los campos de trigo ondulados por el viento, para correr y rodar y danzar en ellos. En un reciente vuelo, sobrevolé las nubes de Michigan. Era casi el anochecer y el sol parecía extenderse infinitamente sobre una alfombra de ondulaciones doradas. Parecía un campo de trigo celestial, y anhelaba saltar de mi asiento de avión en medio de la salvaje libertad de ese cielo.

Pero por desgracia, el avión que me transportaba comenzó su descenso. Poco a poco empecé a ver aberturas entre las nubes que dejaban ver el paisaje sombrío del económicamente deprimido Detroit que estaba abajo. Allí era un día húmedo y gris. Todo mi ser clamaba por permanecer al margen.

No fue hasta que carreteamos hacia nuestra puerta de desembarque en el aeropuerto que una extraña paradoja en mi interior vino a mi atención. Mi corazón se llenó de decepción cuando nos hundimos por debajo de la línea de las nubes y regresamos a tierra. Pero menos de una semana antes, me había sorprendido por una experiencia totalmente opuesta. Asistiendo a una presentación de IMAX del espacio profundo, fuimos llevados fuera de la atmósfera de la Tierra a través de las maravillas de las imágenes computarizadas; salimos más allá de nuestro sistema solar, fuera de nuestra galaxia, hasta el extremo de nuestro universo en expansión.

Daba miedo estar ahí, si bien estaba sentada en mi mullida butaca. Me sentía sola y nostálgica por mi sol. Cuando la imagen dio la vuelta y nuestra nave espacial imaginaria navegó a través de la Vía Láctea hacia la Tierra, me di cuenta de una extraña sensación de alivio dentro de mí. “¡Ah, de vuelta en casa!”, suspiré.

Esta semana, la comunidad adventista estudia el discipulado. No voy a presumir de mil palabras para escribir ampliamente sobre un tema en el que sólo me siento todavía una amateur. Pero creo que aquí puedo, al menos, identificar el lugar en que se inicia el discipulado.

Ser discípulo significa ser un seguidor de la forma más intencional y responsable posible. En el contexto cristiano, ser discípulo significa, concretamente, ser un seguidor de Cristo. En un texto bastante difícil, Jesús dejó claro a sus oyentes lo que sería una experiencia auténtica de discipulado: “Si alguno quiere venir en pos de mí”, dijo, “niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien la pierda por causa mía y del Evangelio, la salvará” (Marcos 8:34).

La lectura de Marcos 8:32 en la lección de la Escuela Sabática esta semana, me impresionó por la manera en que parece golpear directamente contra el narcisismo inherente en gran parte de nuestra cultura con su búsqueda espiritual de auto-realización y logro personal. El texto afirma que la Vida es posible, pero no por medio de cualquier “feliz camino de ascenso”. La Vida, dice Jesús, viene sólo cuando experimentamos la muerte, su aparente contrario. Y así hay una tensión, como la que hay en mi interior con mi paradojal anhelo de tierra firme y aire, de seguridad y de cielo libre.

En su libro Espiritualidad Católica, su historia y desafíos, el teólogo católico James Bacik advierte a sus lectores contra los peligros inherentes en la búsqueda de una espiritualidad que no esté anclada en algo más firme que nosotros. “Divorciada de un sólido fundamento teológico, la espiritualidad está en peligro de convertirse en efímera, superficial y desequilibrada”, nos dice.1 Gran parte de la reformulación realizada por los cristianos de hoy en cuestiones de teología dogmática, está resultando fructífera. Sin embargo, el oscuro bajo vientre se revela cuando el abandono de las antiguas estructuras autoritativas de pensamiento nos lleva a procurar espiritualidades individualistas y de fácil estilo propio en su lugar.

En estas nuevas espiritualidades, estamos tentados a abrazar los sesgos personales que de otro modo se tamizaban a través de la interacción con la doctrina cuidadosamente elaborada. Cuando no se basa en los efectos equilibrantes de la vida y la muerte—de la cruz y la resurrección—nos convertimos en seres ávidos de sensaciones agradables que a menudo son superficiales y poco duraderas.

¿Qué teología, entonces, es fundamental para nuestra espiritualidad como seguidores de Cristo? ¿Qué autoridad indiscutible recae sobre nosotros? Cuando considero el trascendente anhelo de subir más alto que las nubes doradas, y cuando me conecto con el miedo innato que tengo junto con ese mismo anhelo, me doy cuenta de que esa autoridad es Dios. Yo anhelo la intimidad con la Eternidad, porque la Eternidad existe. La siento. Pero también la temo, porque Él y yo no somos lo mismo. El Absoluto vive, pero yo no soy ese Absoluto. Eso hace que él sea mi Dios.

Después de colocarnos a nosotros mismos en el ámbito de esta nueva Autoridad llena de gracia, empezamos a comprender la complejidad y la simplicidad del discipulado tal como se indica en Marcos 8:32. Percibimos que Dios es el responsable de cada búsqueda espiritual, porque si él Es, entonces nosotros no podemos ser. En la realización propia, nosotros tomamos la iniciativa. Nosotros instigamos; nosotros juzgamos. Pero en el discipulado cristiano, Dios es todas estas cosas, y mucho más. La santa espera y la santa aceptación son fundamentales para la experiencia. Dietrich Bonhoeffer expresa esto muy bien:

El cristiano es la persona que ya no busca su salvación, su liberación, su justificación en sí mismo, sino sólo en Cristo Jesús. Sabe que la palabra de Dios en Jesucristo lo declara culpable, aun cuando no se sienta culpable, y que la Palabra de Dios en Jesucristo declara que él es inocente y justo, aun cuando no se sienta justo en absoluto. El cristiano ya no vive por sí mismo, por sus propias reclamaciones y su propia justificación, sino por Dios y las reclamaciones de la justificación de Dios. Vive en su totalidad por la Palabra de Dios que es pronunciada sobre él, ya sea que la Palabra lo declare culpable o inocente.2

Esto viene como un alivio bendito para los que tratamos de seguir a Jesús en serio. Simplemente nos comprometemos a someternos a la iniciativa de Dios; en esencia, iniciamos el proceso de auto-negación que es tan fundamental para el viaje llamado discipulado cristiano. (“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.)

Pero la clave es que esta experiencia sólo está disponible para aquellos que han casado su espiritualidad con la humilde paradoja teológica de Marcos 8:32. Esta experiencia crece sólo en las personas que tienen bastante modestia para reconocer que, por mucho que nuestras almas clamen por la eternidad, tal maravilla también nos hace temblar. Tú y yo no somos Dios.

Tan pronto como entramos en esta tierna y dolorosa realidad, nos encontramos en la posición de seguir a Cristo con abandono y quizás, incluso, con alegría. Tomamos la cruz, lo que nos mantiene con los pies sobre la tierra, donde Dios encarnado se ha encontrado con nosotros. Pero al seguirlo, nuestro corazón comenzará a tocar el cielo. ( “…El que se pierde a sí mismo por mi causa y la del Evangelio, la salvará”.)

Aquí es donde comienza el discipulado.

Notas y referencias

1. James J. Bacik, Espiritualidad Católica, su historia y desafíos (Nueva York: Paulist Press, 2002), 6.

2. Dietrich Bonhoeffer, La vida juntos, 21, 22.

Rachel Davies es pastora de la juventud y los niños en la Primera Iglesia Adventista del Séptimo Día, en Toledo, Ohio.

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