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¿Cómo gestionar las diferencias teológicas en la iglesia?

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El voto tomado recientemente por el Consejo de la Unión Adventista Española contra Juan Ramón Junqueras (lo explico en mi artículo Caso Junqueras: torpeza y ¿maldad?) pone en evidencia que como iglesia muchas veces no acertamos a la hora de afrontar los diferentes enfoques teológicos que existen en nuestro seno.

 

Contextualizando el asunto

Nuestra iglesia es demasiado vieja. Primero fue un movimiento sin pretensiones de institucionalizarse. Después se organizó, pero con la perspectiva de durar poco en esta tierra. La iglesia nació con una fecha de caducidad imprecisa, pero que sus fundadores calcularon que sería muy breve. Si alguien les hubiera dicho que siglo y medio después todavía estaríamos aquí, si alguien le hubiera dicho a Elena de White que un siglo después de su muerte Cristo no habría regresado, no se lo habrían podido creer.

Esta prolongación en el tiempo y el crecimiento en miembros han determinado inevitablemente la existencia de una gran diversidad en todos los órdenes, incluido el de las ideas. Por eso, no es de sorprender que exista diversidad teológica entre nosotros. Además, si estudiamos la historia de nuestra denominación encontramos que ya en sus orígenes había debates sobre cuestiones doctrinales de no poca importancia, como la divinidad de Cristo.

He observado que algunos teólogos o pensadores adventistas se preguntan (o se les pregunta) por qué razón consideran que hay que continuar perteneciendo a nuestra iglesia; y ellos suelen ofrecer diversos motivos, entre ellos los de tipo teológico. Considero que la pregunta no está bien planteada. Lo correcto es preguntarles, y preguntarnos cada uno de nosotros: Si no fueras adventista del séptimo día, ¿te bautizarías en nuestra iglesia para ser miembro de ella, con todo lo que implica de aceptar públicamente un conjunto de creencias?

El tema no es sencillo, pues ahora hay diversas formulaciones del voto bautismal, algunas más genéricas, otras más detalladas. Por otro lado, existe la paradoja de que en general las condiciones y el compromiso que se espera de alguien que entra como miembro en la iglesia son más estrictos que los que se exigen para seguir siéndolo. Es decir, no se suele aceptar que alguien se bautice en nuestra iglesia si no profesa unas creencias y algunos compromisos concretos, pero si con el tiempo abandona alguno de ellos, tampoco se le exige que deje la iglesia.

En cualquier caso, creo que todos deberíamos hacernos la pregunta que he formulado: Si no fuera adventista, ¿me bautizaría en esta iglesia? Y creo que la respuesta que en conciencia ofrezcamos debería condicionar nuestra actuación en la propia iglesia. Esto es, si no me identifico plenamente con lo que es ser adventista hoy, ¿en qué medida estoy moramente legitimado para intentar influir doctrinalmente en la iglesia, promoviendo enfoques teológicamente “alternativos”?

Añado otra consideración: la Iglesia Adventista del Séptimo Día, incluso cuando era un movimiento y no estaba organizada como iglesia, nunca ha considerado ser una iglesia más. Por su conocepción de la historia y de la profecía siempre ha creído tener la misión de predicar al mundo un mensaje específico y distintivo que prepare a la última generación para la Segunda Venida de Cristo. ¿Podemos esperar que como iglesia cuestionemos esta convicción histórica?

 

La cuestión de fondo y la pregunta clave

La cuestión de fondo en relación con la diversidad de enfoques es: ¿Cuáles son los límites al pluralismo que como iglesia podemos aceptar? ¿Qué aspectos son los nucleares en nuestras creencias, y cuáles pueden abordarse desde perspectivas diferentes, incluso opuestas? ¿Son las veintiocho creencias de nuestra iglesia una definición normativa inamovible o definitiva, o más bien una exposición descriptiva de lo que creemos en un momento histórico dado? ¿Cuáles son las líneas rojas que nunca debería cruzar alguien que predique en una iglesia adventista?

Yo tengo mi propia opinión sobre estos puntos, como la mayoría puede tenerla, pero explicarla requeriría otro artículo. En este partiré de la base de que todos reconocemos que cualquier iglesia, incluida la nuestra, tiene una línea principal “innegociable”, y por tanto hay ideas que no es aceptable que se prediquen en nuestras comunidades. Por tanto, descendiendo a cuestiones prácticas, tenemos que preguntarnos: ¿Cómo debe actuar la iglesia cuando se tiene la convicción de que se están predicando en ella enseñanzas que se desvían de la línea principal?

Consciente de que el asunto es complicado, y de que no hay soluciones mágicas ni automáticas, no voy a ofrecer respuestas cerradas a estas importantes cuestiones; me limitaré a compartir algunas reflexiones que someto a la valoración y participación de los lectores. Analicemos primero cómo se suele actuar habitualmente.

 

Cómo se suele actuar

Cuando los dirigentesde la iglesia, bien a escala local, bien en un ámbito más amplio (unión, división…), estiman que un hermano o un grupo de ellos están predicando enseñanzas contrarias a los principios adventistas, hasta donde conozco suelen reaccionar de dos maneras. Una de ellas es la que hemos visto en el caso Junqueras: prohibirles hablar en la iglesia, o presionar para que las iglesias locales les veten el púlpito.

Aun cuando esta medida se tomara cumpliendo rigurosamente los procedimientos eclesiales (no fue así en el caso referido), el problema de esta forma de actuar es que el remedio a menudo resulta peor que la enfermedad, pues un veto de este tipo suele tener como efectos: 1) convertir en mártires o víctimasa las personas vetadas, provocando así un flujo de simpatía hacia ellos (y probablemente hacia sus mensajes); 2) estimular a los afectados a intensificar su acción misionera, convencidos de que el ataque es una evidencia de que su mensaje es todavía más necesario para la iglesia; 3) inducir a los afectados a reunirse en privado para tratar los asuntos que los distinguen, fomentándose así una división que puede dar lugar a escisiones, grupos paralelos o “paraadventistas”…; 4) acentuar la dimensión personal del conflicto, al generarse en quienes se oponían a las personas vetadas una sensación de victoria, de haber solucionado el problema cortando por lo sano; 5) generar en las personas sancionadas, y también en algunos otros hermanos que quizá no formen parte de su grupo pero que tienen relación con ellos (por parentesco, amistad, simpatía…), la sensación de que pasan a engrosar el grupo de “los apestados”.

Otra forma de intervenir, más sutil, consiste en enviar a un pastor como “invitado” a la iglesia donde se ha detectado el “foco de herejía” a fin de ofrecer una serie de temas sobre el asunto en cuestión. De este modo se entiende que el experto sienta cátedra, cierra el tema y, si bien quizá no convenza a los “heresiarcas”, al menos habrá vacunado a la iglesia frente a sus doctrinas.

Esta forma de actuar suele presentar unos problemas similares a los numerados más arriba. A ellos hay que añadir que en ocasiones estas predicaciones del experto invitado suelen exponerse sin decir explícitamente que se ha viajado a esa iglesia con un objetivo concreto. Es decir, existe el temor de que mencionar o explicar las “herejías” pueda despertar el interés por las mismas de quienes todavía no las habían escuchado; y además se da el característico miedo al debate de las instituciones en general, incluida nuestra iglesia. De modo que el predicador en cuestión se limita a exponer la “visión correcta” del asunto y se va.

Pero, claro, los que se sienten aludidos normalmente no quedan convencidos, de modo que su reacción suele ser contraatacar con más predicaciones y con una más intensa difusión de sus ideas, llegando a dividirse las iglesias en dos (o más) bandos, separados muchas veces por un punto teológico que ahora todos consideran estratégico.

 

Un nuevo contexto comunicativo

Estas actuaciones, si acaso en el pasado pudieran haber resuelto algún conflicto teológico (lo cual dudo…), debemos comprender que en estos tiempos tienen menos sentido que nunca. Hoy en día, gracias a Internet, la mayoría de los miembros de iglesia tienen a su disposición el acceso prácticamente infinito a todo tipo de ideas y enfoques. En muchos casos es mayor el volumen de contenidos que se comparte a través de la red, que el que se comparte en encuentros personales en la iglesia o en otros lugares. Aunque nos empeñemos en sepultar una idea o enfoque con vetos eclesiales, es imposible poner puertas al campo: sus defensores seguirán difundiéndola a través del correo electrónico, los móviles, las redes sociales, las webs y los blogs, además de por los medios convencionales.

Se puede aducir que la responsabilidad de los dirigentes alcanza al espacio físico de las iglesias, y que deben velar por lo que ocurra entre sus muros, sin poder extender su control fuera de ellos. Pero creo que este enfoque supone cerrar los ojos a la realidad. Tenemos que ser conscientes de que Internet ha favorecido la aparición de una “iglesia virtual” que convierte en inútil la propia idea de “controlar” a la iglesia. Cada vez hay más hermanos que, considerándose plenamente adventistas del séptimo día, comparten más su fe y sus inquietudes a través de Internet que en las iglesias físicas, a veces por la sencilla razón de que el tiempo que pasan en la iglesia se limita a unas horas del sábado, mientras que entre semana se dedican más horas a poner en común ideas con los hermanos a través de la red. Eso siempre ha ocurrido, y de hecho es la base del concepto bíblico de iglesia (una comunidad activa permanentemente, no un grupo de personas que se reúnen una vez a la semana en un “templo”). Pero antes estas relaciones de entre semana estaban muy limitadas al contacto físico; las telecomunicaciones de hoy amplían el ámbito de contactos y el volumen de los contenidos hasta el infinito.

 

¿Cómo actuar?

Entonces, ¿qué podemos hacer como iglesia cuando detectamos que se están difundiendo ideas controvertidas? Propongo algunas ideas que se me ocurren, pero estoy seguro de que los mismos dirigentes, y el conjunto de la iglesia, pueden desarrollar más estrategias. Parto de la base de que lo ideal es que la solución se halle en las iglesias locales, pues ellas son a fin de cuentas las que pueden decidir qué hacer en cada caso (el Consejo de la Unión no puede imponer a una iglesia vetar a una persona).

El Manual de la Iglesia establece: “La Iglesia no le confiere a ningún pastor, anciano de iglesia o a cualquier otra persona el derecho de hacer del púlpito un foro para defender puntos controvertidos de doctrina o de procedimiento” (pág. 114). Como ya señalé en mi artículo sobre Junqueras, cabe preguntarse: ¿Quién determina qué es controvertido o no? Creo que la solución ideal se encuentra en la escala local, en tres niveles consecutivos.

En primer lugar, lo mismo que al principio he apelado a la coherencia de los miembros con su profesión de fe como adventistas, considero imprescindible que todos actuemos con responsabilidad, además de con sensibilidad y mucha oración, tanto personal como grupal. Sería deseable que toda aquella persona que se dirija a la congregación valore si el mensaje que va a dar es controvertido o no. Este punto es delicado, pues precisamente uno de los objetivos de la predicación es apelar a las conciencias y a la transformación de nuestras vidas, nuestras relaciones, nuestros esquemas acomodaticios de pensamiento y de funcionamiento. No estoy defendiendo por tanto que los mensajes que se den sean siempre ligeros, genéricos, tibios. Pero sí que cada cual valore el impacto que su mensaje puede tener: si se va a comprender o no, si causará excesiva extrañeza y por tanto quizá sea contraproducente al no conseguir el objetivo con que fue preparado…

¿Y qué hacer si aun así alguien predica mensajes controvertidos? Aquí llegamos al segundo nivel. A veces ocurre que en estos casos hay hermanos que se dirigen al pastor para protestar por lo que han oído. También hacemos esto cuando entendemos que un hermano está pecando. Pero esta conducta no es cristiana; Jesús claramente establece que es la persona que ha visto pecar a otro quien debe acudir en primer lugar y exclusivamente al hermano implicado (Mateo 18: 15-17). Igualmente, si un mensaje nos choca o nos desagrada, es con el predicador con quien debemos hablar, en lugar de acudir precipitadamente al pastor. Y aquí los pastores tienen una enorme responsabilidad, porque cuando alguien les venga con que tal hermano ha hecho esto, o ha predicado aquello, su primera respuesta debe ser: “¿Has hablado personalmente con ese hermano?”. El pastor no puede ir donde un miembro y decirle: “Me están diciendo algunos hermanos que el otro día hiciste o dijiste esto y aquello”.

Estos principios son tan básicos que los pastores deberían aclararlos en público y en privado una y otra vez, pues la experiencia dice que se transgreden con frecuencia; y aquí la responsabilidad mayor no está en el hermano que se dirige al pastor, sino en aquel ministro que le escucha y pretende tomar cartas en el asunto, en lugar de decirle lo que como miembro debe hacer. En la formación que reciben los pastores este punto debería ser central, pues muchos de los problemas de las iglesias proceden de errores como éstos, mientras que con ideas claras al respecto, desechando todo tipo de clericalismoy potenciando la responsabilidad personal de los miembros, muchos problemas se solucionarían en el ámbito de la iglesia local.

En cuanto a los temas controvertidos, por supuesto cuando el mensaje ha sido público es más que comprensible que varias personas que han comentado entre sí sus impresiones (incluidos el pastor y los ancianos) se pongan de acuerdo para hablar con el predicador. Quien predica debe estar siempre abierto a la crítica, y quienes escuchamos debemos estar siempre preparados para ejercerla de forma constructiva.

Todos tenemos una gran necesidad de formarnos para la asertividad, es decir, para poder comunicar a los hermanos de forma clara y a la vez no agresiva lo que pensamos sobre lo que han dicho o hecho. Todos fallamos en la comunicación. Por ello las iglesias deben ser escuelas en las que también aprendamos a comunicarnos mejor. Demostremos que los cristianos podemos cumplir el dicho popular de que hablando se entiende la gente; con Cristo no debería ser muy difícil.

Carecemos de una cultura del debate, y eso nos incapacita para alcanzar a la sociedad contemporánea. Hoy en día las personas con inquietudes no esperan que alguien con autoridad les dé un sermón y les diga lo que tiene que creer. Por eso, volviendo a nuestro asunto central, la “vacuna” contra las “herejías” no son los métodos controladores previamente descritos, sino la argumentación. Hablemos con la persona que ha predicado acerca de su mensaje, y seguramente tomará nota de nuestras observaciones, de modo que la próxima vez evite los aspectos controvertidos, o los exponga en otro espacio más apropiado para el debate.

¿Y si aun así esa persona continúa predicando mensajes que la congregación considera inaceptables? Y aquí llegamos al tercer nivel de posibles soluciones para los asuntos polémicos, que sigue estando en la escala local. Lo principal es entender que la pluralidad de enfoques es una realidad, y que la mejor forma de poner a prueba estos enfoques es contrastar unos con otros. Obviamente, el culto no es el mejor momento para hacerlo; sería ideal que todas las iglesias programaran reuniones en las que se invitara a quienes mantienen diferentes enfoques sobre un asunto que los expongan a los hermanos. Si en la iglesia local hay personas preparadas para defender diferentes visiones de un asunto, se les puede pedir que lo hagan; si no, se puede invitar a hermanos de otras iglesias, a pastores o (en el caso de España) profesores del Seminario de Sagunto para que participen en el debate.

El formato puede ser muy variado, según el tema y las circunstancias. Por ejemplo, se pueden ofrecer breves charlas en las que se exponga cada uno de los enfoques por parte personas diferentes, y culminar con una mesa redonda donde se contrasten las ideas, de modo que cada hermano saque sus propias conclusiones. Sé que este método puede asustar a algunos, provocándoles temor a que la iglesia “se divida” más, o a que personas que hasta ese momento no tenían conocimiento de ciertas ideas puedan llegar a adoptarlas al escucharlas por primera vez.

Pero la experiencia demuestra que lo que fomenta y enquista la división de las iglesias en bloques ideológicos es ignorar que existen debates, y tratar de imponer una dialéctica de vencedores y vencidos. No podemos empeñarnos en dar una imagen de unidad doctrinal cuando esta unidad no existe. La mejor forma de afrontar las diferencias es visibilizándolas, asumiendo que los miembros tienen la madurez suficiente como para tener su propia visión del asunto, aun cuando puedan llegar a decirse lo que a juicio de algunos serían disparates. Dejemos también espacio para que el Espíritu actúe, con la confianza de que si unas ideas son dañinas para la iglesia, estas se irán extinguiendo por sí mismas, sin necesidad de marginar a quienes las sostienen. No olvidemos el sabio consejo de Gamaliel: «Si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá;pero si es de Dios, no la podréis destruir» (Hechos 5: 38).

También existe el miedo a que se pierdan las formas y se incurra en discusiones ásperas. Pero la forma de superar los enfrentamientos no es evitándolos, sino aprendiendo a gestionarlos. Como he explicado más arriba, necesitamos formarnos en asertividad, respeto y cultura del debate, y la única forma de aprender estas cualidades es propiciando las ocasiones en que podamos ejercerlas. Para ello, es necesario que antes de los debates se inste a participar de forma respetuosa, y que los moderadores tengan la habilidad de potenciar las buenas formas entre los participantes.

Hemos hablado de debates doctrinales en las iglesias locales. Pero si una persona sigue predicando enfoques polémicos en diferentes iglesias y foros, ¿qué debería hacer la organización eclesial superior (en el caso de España, la Unión de Iglesias Adventistas)? Existe la tentación de actuar de forma vertical y autoritaria, como se ha hecho en el caso Junqueras, pero la experiencia ha vuelto a demostrar que tratar de cortar de raíz el “problema” vetando al predicador no sólo es algo torpe, sino también inútil, pues en este caso, a pesar del voto del Consejo de la Unión, nuestro hermano fue invitado a pronunciar una conferencia en una iglesia, y es más que dudoso que la popularidad de sus ideas haya disminuido (seguramente haya ocurrido lo contrario, en parte gracias al voto censor). Aparte de que, como he explicado, hoy en día existen mil medios para que una persona propague sus ideas en la iglesia, por mucho que se le vete el púlpito.

Creo que la única manera eficaz de afrontar los problemas doctrinales es en el contexto de una iglesia participativa, un modelo de iglesia que está lejos de la realidad que vivimos, pero que necesariamente debemos construir entre todos si no queremos que nuestra comunidad y nuestra institución languidezcan y decaigan hasta hundirse en la tibieza anodina, que es la principal tentación de Laocidea. De ello trataré en mi próximo artículo.

Foto: Catedral de Santo Sava, en Belgrado. Es una iglesia ortodoxa. Por George M. Groutas.

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