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El cristianismo del s.XXI a la luz del cristianismo del s.I: una revolución pendiente

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[A continuación ofrecemos una versión de la comunicación que ofreció Juan Ramón Junqueras en la pasada convención de la Asociación de Estudiantes y Graduados Universitarios Adventistas de España (AEGUAE).]

Voy a comenzar esta exposición con una introducción que huele a conclusión porque el tiempo apremia: el cristianismo de hoy necesita una revolución y necesita ser una revolución. Como en los tiempos de Jesús, como sus primeros discípulos, los cristianos de hoy seguimos en gran medida desorientados, dispersos, despistados, distraídos, sometidos a poderes tan oscuros que somos incapaces de entender del todo. El mensaje radical del maestro galileo sigue sonando atronador, a través de los evangelios, e invita a invertir las prioridades.

Para mirar al cristianismo del siglo XXI a la luz del primitivo tendremos que indagar con honestidad cómo es el primero y cómo fue el segundo.

Hay que empezar diciendo que el cristianismo del siglo I no sólo lo inaugura Jesús de Nazaret, sino que además es un movimiento iniciado sobre la base, sobre la piedra de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret. No es lo mismo. Alguien puede inaugurar un movimiento revolucionario sobre la base de algunas premisas filosóficas y, desaparecido el iniciador, verse esta cosmovisión sometida a la evolución natural de las ideas y a la degradación de su esencia. Pasó con el comunismo, por ejemplo.

El cristianismo inaugurado por Jesús, sin embargo, no basa sus premisas en unas ideas, en una filosofía, sino en una vida, en una persona que será siempre la referencia primera y última: él. Como todo movimiento avanza y evoluciona; pero cualquier cambio, cualquier adaptación del cristianismo deberá tener en cuenta no la ambigüedad de una entelequia sino la base y la piedra angular de una vida concreta y de una forma de ser: Jesús de Nazaret.

En ese sentido me animo a sostener que el cristianismo del siglo XXI necesita una revolución que está por llegar. Por eso digo que hay una revolución pendiente. Una mirada nueva es indispensable. Dos mil años de historia dan para mucho, bueno y malo. Adherencias espurias que van pegándose al alma del movimiento, y una esencia vital —una savia desde las raíces— que puede irse perdiendo.

¿Cómo adaptar, para que sea creíble y comprensible para nuestra sociedad posmoderna, un fenómeno religioso iniciado en el siglo I de nuestra era? ¿Cómo hacerlo sin que pierda su esencia? ¿Cómo conseguirlo sin que el mensaje —la vida y la forma de ser— de su iniciador y consumador, Jesús de Nazaret, no se vea traicionado?Esa es la revolución pendiente. El cristianismo se la juega una vez más. Su futuro, y el de la sociedad que tanto lo necesita, dependen de este proceso.

Dentro de ese mundo, y en conflicto con él, la práctica de Jesús aparece proporcionando niveles de articulación de la vida comunitaria. Al desarrollarse, constituirán una práctica alternativa en contradicción con la justicia del sistema, y por lo tanto cumplirán una función dinamizadora de la historia. Jesús no crea un modelo rígido de acción, sino que impulsa a sus discípulos a prolongar creativamente la lógica de su práctica, en las diferentes circunstancias históricas en las que la comunidad deberá proclamar, en hechos y palabras, el evangelio del reino.

(ECHEGARAY, Hugo. (1982): La práctica de Jesús. Ed. Sígueme, Salamanca, pp. 182-183)

Esta revolución es necesaria para el futuro, no sólo del cristianismo, sino de toda la humanidad. Como bien dijo Víctor Hugo: “Cuando la dictadura es un hecho, la revolución es un derecho”. La sociedad actual, como en casi cada periodo de la historia, está viviendo una auténtica dictadura del mal. Una vez más, y cada vez más, la humanidad vive la ansiedad y la angustia de los proyectos fracasados. El cristianismo tiene aún hoy algo que decir. O mucho. Pero necesita una radicalidad innegociable. Ellen Gould Harmon expresó esta idea en una cita memorable que todos conocéis, seguramente hasta de memoria:

La mayor necesidad del mundo es la de hombres que no se vendan ni se compren; hombres que sean sinceros y honrados en lo más íntimo de sus almas; hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde; hombres cuya conciencia sea tan leal al deber como la brújula al polo; hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos.

(WHITE, E. (1977): El Deseado de todas las gentes. Ed. ACES, Buenos Aires, p. 57)

Si toda esta esperanza de revolución, de transformación y adaptación a las necesidades concretas de la sociedad en la que toca vivir, es aplicable a cada creyente, debería serlo también a la comunidad de creyentes, es decir, a la iglesia en su conjunto. ¿Por qué temer a los cambios? ¿Por qué cerrar las ventanas y las puertas para que no entre el aire fresco y respirable? ¿A qué tenemos miedo? ¿Por qué tenemos miedo? ¿Tenemos razones para recelar de los cambios que nos harán más comprensibles y accesibles a los que pretendemos acceder?¿Quién deberá hacer ese esfuerzo de cambio adaptativo, el que necesita conocer a Dios y aún no lo sabe, o el que se siente impulsado por el Espíritu a compartir al Dios que ya ha conocido? Me parecen pertinentes, en este sentido, las preguntas que se plantea el teólogo José María Castillo:

¿Qué incidencia tiene hoy el cristianismo en esta sociedad? Quiero decir ¿se puede asegurar que el cristianismo y los cristianos somos un agente de cambio fundamental para transformar la sociedad en que vivimos? ¿Es el cristianismo, por consiguiente, una fuerza revolucionaria, que tiende eficazmente a transformar las condiciones injustas que se dan en nuestro mundo y en nuestra sociedad?

(CASTILLO, J.M. (1987): El proyecto de Jesús. Ed. Sígueme, Salamanca, p. 33)

Creo que estaréis de acuerdo conmigo si digo que la revolución pendiente que nuestro cristianismo necesita es, precisamente, Jesús de Nazaret, quien sigue atrayendo a la sociedad actual porque en el núcleo de tantas capas de fosforescencia se encuentra un hombre real que cautiva, una vida que subyuga, una compromiso que invita al seguimiento, una entereza que contagia el afán de coherencia, un sacrificio que renueva la esperanza.¿Cuándo nos daremos cuenta los cristianos de que Jesús es nuestro más precioso tesoro?¿Cuándo seremos capaces de ponerlo todo, cultos, dogmas, credos y normas, detrás de él, por debajo de él? ¿Cuándo seremos portadores como él de Buenas Noticias a la humanidad entera? Hemos de colocar a Jesús por delante y por encima de todo lo demás. Quizá haya que cambiar algunas cosas en nuestras comunidades religiosas, pero el resultado brillará con una luz inapagable.Además de reavivamiento y reforma, además de renovación, necesitamos innovación: interiorizar la novedad de Jesús, que nos entre dentro, que forme parte de nuestro ADN espiritual, y echarle mucha imaginación al asunto.

Una iglesia que no sabe cambiar a la luz de Jesús —o que cree que no puede, o que no debe— para que su mensaje evangélico y evangelizador se convierta, realmente, en Buenas Noticias actualizadas a la situación concreta, cambiante, de la sociedad en la que está inmersa, corre el riesgo de petrificarse y hasta de morir. Lo antiguo no es siempre bueno por ser antiguo. Y es verdad también que lo nuevo tampoco lo es por el mero hecho de su novedad.

Así que puestos a optar por lo antiguo, habría que hacerlo de verdad, y echar la mirada no cuarenta, cien, o quinientos años atrás, sino dos mil: al inicio de todo esto que llamamos cristianismo, al ejemplo de quien lo inauguró, al seguimiento radical de quienes lo conocieron cara a cara, y predicaron la sorpresa de sentirse siempre acogidos por él, siempre perdonados, siempre bendecidos, siempre impulsados a ser sal, luz y levadura. Ninguna de las tres llega a ser útil si no asume el riesgo de sumergirse en sus opuestos: sal en la sosedad, luz en las tinieblas, levadura en la masa. No corre riesgos quien se encierra entre las cuatro paredes de su verdad absoluta. Pero entonces, de poco sirve el tesoro que le ha sido legado. Es como recibir un talento y enterrarlo para no perderlo (Mateo 25, 14-30). Ni lo disfruta quien lo recibe, ni se convierte en disfrute de aquellos con quienes podría haberlo hecho fructificar.

Efectivamente, una iglesia que no evangeliza es un fósil. Pero el secreto de una nueva evangelización, paradójicamente, puede ser volver a lo antiguo, potenciar y fortalecer la relación de los discípulos de ahora con el maestro, como lo hicieron los primeros.Y jamás entrar en connivencia con los poderes de este mundo, por mucha ayuda que nos prometan. No consistirá solo en sumar, sino también en restar.No solo sumar estrategias, directrices o planes, sino restar costumbres, adherencias o tradiciones. Volver a la fuente de todo, al maestro: a Jesús.Él evangelizó haciendo amigos, estando pendiente de las necesidades de las gentes, ayudándolas a suplirlas, y dirigiendo después sus miradas hacia el origen de todo bien, que es el Abbá del Cielo. Sus primeros discípulos acabaron por aprender bien la lección. Lo vieron curar y liberar, aliviar el sufrimiento y devolver la dignidad, descubrir el amor, el perdón y la ternura de Dios, y llamar a una vida nueva. Ellos hicieron lo mismo. ¿Seremos capaces de hacerlo nosotros hoy?

La propuesta de Jesús de Nazaret para el mundo es una construcción tan hermosa que no podemos conformarnos con sus ruinas. Los cristianos no son llamados sólo a ser creyentes, sino también, y quizá sobre todo, a ser creíbles. George R. Knight expresa esta preocupación claramente:

El Cristo de la Biblia predicó un mensaje de radical discontinuidad con los valores, tanto del mundo secular como del ámbito religioso que lo rodeaban. Lo llamativo es que su mensaje se halla en tan poca sintonía con esas iglesias que portan su nombre, como lo estaba con los dirigentes que le crucificaron. Durante dos mil años, la iglesia cristiana ha tratado de justificar y suavizar el Sermón del Monte, pero éste es todavía el manifiesto más revolucionario de la historia. Jesús estaba decidido a poner el mundo patas arriba.

(KNIGHT, G. (2009): La cruz de Cristo. La obra de Dios por nosotros. Ed. Safeliz, Madrid, p. 131)

Y desde luego, para poner al mundo patas arriba de nada sirve la religión del miedo y la amenaza. Jesús desconcierta a todos aquellos que promueven el cambio a base de órdenes o de amenazas. Por eso, descoloca hasta al propio Bautista, que promueve un cambio sustentado por graves amenazas (Mateo 3, 7-10 //), hachas y fuego. Sin embargo, Jesús propone un cambio que va por otra dirección bien distinta. Se ha inaugurado un nuevo tiempo. El discurso de Juan sirvió por completo en el pasado, pero ahora ya no en su totalidad. El nazareno descubre que lo que realmente entusiasma a la gente y la invita a cambiar no es la amenaza, sino la acogida. Sentir la felicidad del cambio, y no el miedo al castigo por no cambiar.Una pedagogía positiva que suscita, impulsa, y agranda el hambre de cosas mejores. En realidad, Jesús sólo amenaza a los que se dedican a amenazar, sobre todo a los más débiles e insignificantes para ellos: a los escribas y fariseos, que piensan que la cultura del miedo produce los cambios deseados.Pero quienes se transforman por miedo a las amenazas sólo pueden producir cambios externos. La transformación no nace de dentro, ni ellos de arriba.

Al contrario, Ellen Gould Harmon propone otro tipo y otro medio de transformación:

Como la flor se dirige hacia el sol para que sus brillantes rayos le ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así deberíamos volvernos hacia el Sol de Justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros y nuestro carácter se transforme a imagen de Cristo.

(WHITE, E. (1992): El camino a Cristo. Ed. Safeliz, Madrid, p. 76)

Para decirlo más radicalmente: hay que promover la ética de la sensibilidad en detrimento de la ética de la voluntad. Y no es que la voluntad no sea importante en la vida del cristiano. No van por ahí las cosas. Precisamente la ética de la sensibilidad necesita mucha voluntad, pero puesta al servicio del otro. La ética de la sensibilidad va directa a la raíz de las cosas y puede permearlo todo.Descentrar la atención de la propia comunidad y desviarla hacia el otro, hacia el mundo de ahí afuera y para su bien, permite abrir caminos al Espíritu para la propia transformación personal y comunitaria.Y todo esto, con humildad. Muchas veces lo hemos hecho con una soberbiay una pretensión de superioridad moral insoportables.

La iglesia debe dejar de mirarse a sí misma al ombligo y decirse a mirar al mundo que sufre. Hay que abrir bien los ojos para ofrecerle lo que necesita; hablarle en un lenguaje que entienda; y, sobre todo, ser lo que predica ser. Serlo fuera, pero también dentro. Si no es pura hipocresía. ¿Para qué atraer a alguien si después, una vez atraído, lo espantamos cuando descubre cómo nos tratamos los unos a los otros? “En esto verán que sois mis discípulos: en que os amáis los unos a los otros como yo os he amado”.

El cristianismo, para ser lo que fue, ha de abrirse a la posibilidad de otro tipo de iglesia. Si la iglesia no sirve para servir es que no sirve para nada. Otra iglesia es posible.Hay un futuro nuevo para ella, y es el de Jesús resucitado. Si el maestro pudo resucitar, la iglesia —su esposa— también puede. Y ese porvenir ya ha comenzado, aunque no veamos aún su plenitud. Es el “Ya sí, pero todavía no del todo”. Sabiendo, de todos modos y para nuestra tranquilidad, que en el atardecer de nuestros días no se nos juzgará por la cantidad de verdad acumulada, sino por el amor manifestado.

Y ahora, de manera más práctica, quiero proponeros para terminar algunos asuntos que tienen que ver con esa revolución pendiente en las filas del cristianismo adventista en particular, teniendo en cuenta que cualquier opción que tomemos deberá ir refrendada por la persona, el mensaje y la forma de vivir de Jesús de Nazaret:

*La adopción de un radical cambio de mentalidad al respecto de la ordenación de mujeres al ministerio pastoral (¿ministras u obreras?).

*El papel de los laicos en la iglesia del siglo XXI (¿responsables o ayudantes?).

*La utilización de los recursos económicos (¿amasar o compartir?).

*La autoridad de los pastores y dirigentes (¿auctoritas o potestas?).

*La naturaleza de la evangelización (¿proselitismo o servicio?).

*Las señas de identidad de la iglesia (¿radicalización de las normas o “Ved cómo se aman”?).

*La “federalización” de nuestro modus operandi (¿café para todos o “diversidad en la unidad”?).

*La forma de elegir a nuestros dirigentes (¿buenismo y confianza absoluta o candidaturas con proyecto?), y un largo etcétera…

Os dejo con esta frase de Jacques Ellul, que me parece un aviso para navegantes:

Si el cristianismo no es revolucionario, entonces de una manera u otra ha sido infiel a su vocación en le mundo”.

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