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¿Puede el adventismo ser también latinoamericano? Traducción, hibridación y globalización (V)

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Con este artículo cerramos la serie de cinco reflexiones analíticas (1,2,3,4) acerca de la relación entre el adventismo y la cultura latinoamericana. En su base y como motivo recurrente ha emergido el tema de la identidad: su definición, su articulación, su declinación tanto en al ámbito de una comunidad religiosa como en el ámbito de una área cultural.

El énfasis en el tema de la identidad evidencia y encarna una hipótesis que podríamos formular de la siguiente manera: “la relación, positiva o negativa, entre adventismo y cultura latinoamericana depende paradójicamente menos del contenido temático o substantivo y más de la definición implícita que ambas dan sobre lo que es la identidad”.

La identidad puede ser definida de varias maneras incluso contrapuestas. Nosotros hemos privilegiado, en estos artículos, una definición de la identidad que llamaremos “relacional” en oposición a una concepción de la identidad que hemos criticado y que llamaremos “substancialista”.

Una concepción “substancialista” define la identidad solamente como fidelidad a sí misma. Una concepción “relacional” la define en cambio, como relación y diálogo con otros, con una realidad externa. Vemos confrontarse así una visión centrípeta y un visión centrifuga de la identidad.

En una concepción “substancialista” de la religión y de la cultura, estas se conservan puras e incontaminadas. La identidad adquiere más calidad y consistencia. El criterio de base en esta perspectiva es “la autenticidad” o la “coherencia. La “autenticidad” requiere que nosotros seamos nosotros mismos, que no tratemos de ser algo diferente de lo que somos y que ninguna circunstancia externa influya sobre nosotros desviándonos o torciendo la esencia de nuestro ser. La “coherencia”, sinónimo de la autenticidad y siempre en el mismo registro substancialista, requiere una sincronía y una harmonización de los varios niveles de la propia personalidad en el intento de dar empaque y consistencia a lo que somos. Si yo creo en algo y me comporto desobedeciendo esas convicciones nace entonces una asimetría que constituye precisamente la esencia de lo que constituye la incoherencia.

Es evidente que en los criterios substancialistas de “autenticidad” y de “coherencia” hay una grandeza pero al mismo tiempo un preocupante límite. La grandeza consiste en el hecho de intentar reparar el cortocircuito frecuente que suele instaurarse entre la vida concreta de los individuos –y de los grupos– y sus mismos principios fundadores. El límite es el crear identidades cerradas, perfectamente éticas, aparentemente fuertes cuando están solas o cuando las definimos en relación a ellas mismas pero tremendamente débiles y vulnerables cuando las ponemos en relación con la historia real que por definición es siempre heterogénea en personajes y eventos.

En esas situaciones impredecibles e ingobernables de la vida real todo “lo que soy”, fácilmente flaquea si uno no ha aprendido a negociar, a adaptarse, a conjugar “lo que uno es” en relación a las exigencias de otros. Este “ser o deber ser de frente” a los demás requiere una capacidad de renuncia, de reajuste de la propia identidad sin que esto cree un desequilibrio y una crisis paralizante en “lo que soy”. En otras palabras, el criterio de “coherencia”, en esta comprensión “relacional” de la identidad, se ha substituido por el criterio de “correspondencia”. Según este, cuando me encuentro “frente a los demás”, frente a los que son diferentes a mí, soy llamado a reorganizar de una manera nueva lo que soy. Este hecho no representa un peligro o una amenaza sino más bien una oportunidad nueva “de ser”. Por lo tanto decae la obsesión de querer expresar en un momento, en un único encuentro, “todo” lo que soy dando así espacio a una flexibilidad que me invita y me permita expresar solo una parte de mí sin que por ello me sienta amputado o mutilado en mi identidad de base.

En este sentido el adventismo y la cultura latinoamericana verían frustrados sus intentos de diálogo si como punto de partida tomasen exclusivamente el criterio de la “coherencia”. Esto los llevaría a la obsesión de querer mantener, en el diálogo, todas sus prerrogativas, exigiendo ser reconocidos en todos los propios detalles y categorías en un diálogo de afirmación y no de intercambio.

Un verdadero diálogo no puede servir sólo para afirmar lo que soy. El verdadero diálogo es el lugar donde el “otro” de anónimo pasa a ser reconocido como legítimo compañero e integrado completamente en el proceso dialógico. Si no fuera así, el“otro” se convertiría no en un compañero, sino únicamente en espacio utilizado y manipulado para la manifestación de mi fuerza y de mis virtudes. La integración del criterio de “correspondencia” no como criterio único pero si como criterio esencial permitiría al adventismo y a la cultura latinoamericana tener un diálogo más fructífero según el cual incluso la renuncia parcial a un cierto modo de declinar la propria identidad no es vista como una pérdida sino como enriquecimiento del perfil general de la propia identidad.

¿Es esto posible? Sí, yo creo que esto es posible y no solo por motivos externos al adventismo y a Latinoamérica, que consideraremos luego, sino también por motivos internos de ambos. ¿Cuál es el motivo interno que empujaría a Latinoamérica a adoptar una visión relacional de la propia identidad?

Respondamos solo con un hecho: Latinoamérica ha sido siempre una cultural mestiza. Se trataría únicamente de hacer de este mestizaje no un destino o una pasividad, como a menudo ha sucedido en el pasado, sino una opción “críticamente” consciente del propio proyecto.

Por otro lado, ¿cuál sería el motivo interno que empujaría al adventismo a adoptar una visión relacional de la propria identidad? Simplemente porque el cristianismo, y el adventismo es una religión cristiana, es por excelencia la religión de la universalidad. En oposición al judaísmo que fue llamado a preservar, a permanecer y mantenerse puro, protegiéndose de los demás, el cristianismo en cambio fue llamado a traducir, a hibridarse, a mezclarse con todas las culturas, lenguas, pueblos.

Esta “inculturación crítica”, que Paul Hiebert llama “contextualización crítica”, no es sólo una estrategia misionera para casos específicos como algunos piensan sino más bien representa la esencia misma del cristianismo y de su vocación a la universalidad. Prueba de esto es la elección de una lengua pagana como el griego como instrumento para transmitir la revelación divina y que estructuralmente forma parte del canon bíblico. Esto significa que, para el cristianismo no existen idiomas profanos. Dios habla hoy en español o en quechua como una vez habló en hebreo o arameo. Y, guste o no, la iglesia que mejor ha entendido esto, es la Iglesia Católica. El problema del catolicismo está en el exceso de algo legítimo y esencial al cristianismo. La necesaria, legitima y noble hibridación cristiana, en el catolicismo a menudo se ha transformado en sincretismo barato y acomodadizo.

El adventismo actual tiende a olvidar esta verdad y en vez de reforzar la universidad irreversible de la perspectiva cristiana suele invocarla o aplicarla solo estéticamente como manifestación folclórica. A nivel de substancia el adventismo no solo no facilita, no promueve la traducción, la hibridación del mensaje cristiano sino más bien al contrario defiende una visión “substancialista” de la identidad teológico-religiosa de la experiencia de fe que la constriñe a mirar con sospecha cualquier relación con la cultura y la sociedad.

Esta concepción substancialista de la identidad se encarna en una concepción purista de la teología y de la práctica religiosa que resultan completamente anacrónicas y asimétricas con el verdadero espíritu del cristianismo. Un ejemplo teológico de esta tendencia es perfectamente visible en la vergonzosa comprensión exclusivista y susbtancialista del concepto de “Remanente”. Un ejemplo ético de la misma tendencia es el privilegio casi exclusivo que se da en la ética adventista a la categoría de “coherencia”.

¿Cómo aplicar el criterio de “correspondencia”, valorado en esta reflexión, para dinamizar el adventismo latinoamericano? Trataremos de hacerlo explicitando y describiendo brevemente tres procesos constitutivos de una identidad relacional: la traducción, la hibridación y la globalización.

La traducción es el proceso antropológico no solo lingüístico, centrífugo en su naturaleza, a través del cual una iglesia o una cultura rompen con el solipsismo teológico y cultural y hacen de la comunicación de lo que uno es una actividad prioritaria y central de su forma de ser. Hacerse comprensible a los demás es un modo de renunciar a la “inconmensurabilidad” como mecanismo cultural de base.

Según la teoría de la “inconmensurabilidad” habría cosas (acontecimientos y experiencias) tan sublimes que nadie fuera del grupo estaría en disposición de comprender como nadie desde el interior del grupo estaría capacitado para explicar y que por lo tanto deberíamos simplemente aceptar por fe, a ciegas o simplemente rechazar por los mismos motivos, siempre a ciegas. Las culturas y las comunidades religiosas fuertes en cambio son y han sido siempre las que han sabido traducir sus convicciones más íntimas y ponerlas en el circuito abierto del diálogo serio y continuo con los demás.

La hibridación es el proceso antropológico adicional a la traducción, centrípeto en su naturaleza, a través del cual una iglesia o una cultura incorporan desde el exterior algún elemento y lo hacen propio. Traducirse a los demás o escuchar a los demás con atención puede no ser suficiente para construir una identidad relacional. La hibridación come mecanismo asimilativo mantiene en equilibrio la apertura a los demás con la afirmación de uno mismo porque lo que se integra desde afuera no es solo ensamblado pasivamente con lo propio si no más bien es metabolizado y digerido hasta que esto sea reconocido como propio. Las culturas y las comunidades religiosas sanas son las que han sabido integrar e hibridizar elementos propios con elementos ajenos en el cruce continuo de identidades que vienen y que van. La contaminación cultural y religiosa no es una debilidad sino más bien una virtud que aunque tiene que respetar algunos criterios, estos son los que deben inscribirse en su perspectiva y no lo contrario.

La globalización es el proceso cultural secuencial a la traducción y a la hibridación, centrípeto y centrifugo en su naturaleza, según el cual ninguna identidad cultural o religiosa existe aislada de las demás. Esta compenetración y dependencia hace que la universalidad de la experiencia humana se manifieste en lo particular de las diferentes culturas y lo particular de estas culturas pretenda legítimamente ser no un árbitro sino una interpretación del universal humano. En este sentido ninguna particularidad cultural o religiosa es despreciable porque de algún modo manifiesta una universalidad que interpele a todos. Pero tampoco existen particularidades que puedan pretender ser completamente absolutas. Toda particularidad es relativa y por lo tanto criticable. La globalización como proceso de circulación de personas y experiencias, generalizado, irreversible y heterogéneo, conjuga de una manera nueva el tema de la particularidad y de la universalidad, relativizando los absolutos y universalizando lo relativo de las culturas y de las comunidades religiosas en una concepción abierta y relacional de la identidad y de la historia como nunca antes se había dado. Esto es una oportunidad para la iglesia adventista en Latinoamérica, no un peligro.

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