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Ni tú me condenas

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Aquí estoy. Tendida en el suelo. Con las rodillas y las manos arañadas por la grava.

Apresada y expuesta por mi clientela al completo en “agradecimiento” por los cortos pero intensos momentos en los que me esforcé por satisfacerlos de la única manera que he sabido y podido desde que mi marido me repudió.

El repudio me condenó a lo más bajo de la existencia humana. ¿De qué manera podía ganarme algún denario para poder subsistir? No pude soportar el peso de morir de inanición y quebranté la ley.

Con resignación acepto mi pena. Aún así, no puedo dejar de pensar que no hay justicia en este mundo. La justicia es unilateral porque todos ellos, Doctores de la Ley, fariseos, publicanos, todos ellos, son tan culpables como yo de adulterio. Pero ellos, al cubrirse las espaldas unos a otros, salen indemnes de la situación que va a acabar con mi vida. Y con mi sufrimiento.

Maldigo el día en el que nací mujer en este mundo de hombres. Moriré aquí sobre mis rodillas tal y como mandó Moisés. Ya no hay esperanza para una mujer adúltera, despreciada por todos.

¿Dónde está la justicia que tanto pregonan los escribas?, ¿dónde está la justicia de Dios?, ¿dónde está su amor que perdonó a los ninivitas hace tanto tiempo y que nos liberó de las garras de faraón?

Siempre pensé que, algún día, ese Dios comprendería mi situación y me abrazaría. Me daría su amor y su perdón.

Pero aquí estoy. Desnuda. Expuesta para ser lapidada delante de un joven nazareno. Si el Dios que nos han enseñado desde pequeños tiene algo de misericordia permitirá que la primera piedra que me lancen acabe con mi vida. Y con mi vergüenza.

¿Y este joven?, ¿qué habrás hecho tú para que te acechen como me han acechado a mí y te acorralen de esta manera?

No te conozco. Eres la única cara desconocida entre todas las que me miran con ansias de verme sangrar hasta morir. Nunca has venido a buscarme a escondidas en busca de placeres prohibidos. Ni a mí ni a ninguna de mis compañeras. Lo sabría porque encerradas en nuestro pequeño mundo de lo poco que podemos hablar es siempre más de lo mismo.

¿Quién eres tú? Tengo miedo de alzar los ojos del suelo porque eso aún acelerará el odio de la muchedumbre.

¿Por qué Dios permitió que nosotras, que somos las primeras que miramos a nuestros hijos a los ojos al nacer, fuéramos privadas de todos los privilegios de esta vida cohibiéndonos inclusive de mirar directamente a un hombre a los ojos? Pese a ello, te miraré porque tus ojos no son como los de ellos, llenos de lujuria. Y porque ya no tengo nada que perder.

Encontrarme con tus ojos me dará paz antes de que los cierre para siempre, ¿habré encontrado al fin unos ojos que no me juzgan?

¿Por qué sigo mirándote? ¿Por qué sigo viva? Han pasado ya suficientes minutos como para que hubiera notado ya alguna piedra lacerándome la piel o rompiéndome algún hueso. Pero al igual que yo, la gente no para de mirarte.

¿Que estará haciendo este joven arrodillado y escribiendo en el suelo con su dedo?, ¿es que se ha vuelto loco?, ¿estará intentando distraerlos para que intente escapar?

Es imposible escapar de aquí. Agacharé la cabeza, me encogeré y aceptaré lo inevitable. Hoy moriré sobre la tierra que me vio nacer. Sobre la tierra que me vio crecer y jugar. Sobre la tierra que me hizo pecar, me juzgó y termina por borrar mi existencia.

¿Es que Dios no se apiadará de mí y terminará esta agonía tal como le he suplicado?
¿Qué murmuran? 


¡El joven se ha levantado! Parece que va a decir algo. Sea lo que fuere, espero que ya que yo no voy a poder sobrevivir, él sí pueda.

Su mirada ha cambiado. Antes compasiva y preocupada, ahora su semblante entero se ha revestido de autoridad y de poder.

Aquí en mi lecho de muerte ya no me importa ni mi vida. Solo lo que este hombre va a pronunciar. 



“Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.”

La potencia y la autoridad de la voz de este joven no se asemeja a nada que yo haya oído jamás. Y por la expresión de mis acusadores parece que no me equivoco al asegurar que sólo el gran Yo Soy habló antaño de igual manera. Por la majestuosidad y la pericia que ha demostrado en esa corta frase no puede ser de este mundo. ¿Es acaso este joven nazareno el Mesías esperado? De ser así él sería el único que de verdad podría condenarme.


¡¿Se marchan?! Solo quedan tres que están esperando a leer lo que el nazareno ha escrito en la arena. Y también se marchan ¡con un gesto compungido y avergonzado! No queda nadie.

Tiembla todo mi ser. El joven se está acercando a mí. Su mirada ha vuelto a cambiar: es risueña y cercana. Me ofrece su mano para levantarme…, ¿es que no le importa que le vean tocando a una mujer adúltera?

Sin salir de mi asombro le agarro la mano, robusta y firme como de un constructor a la vez que delicada. Se quita su manto y cubre mi desnudez. Con mis ojos llenos de lágrimas, me abrazo a su cuello. Él me arropa con sus brazos. Es la primera vez en mucho tiempo que un hombre me toca y me abraza sin haber dinero de por medio.


Como una niña inmortalizando en sus pupilas el primer atardecer de su vida, inmortalizo el abrazo cariñoso, tierno y amoroso de aquél joven que consiguió salvar mi vida y decido que él va a ser a partir de ahora mi cambio, mi renovación y mi dignificación. El será mi maestro y le seguiré por donde quiera que él vaya.

Acariciándome el pelo con su diestra me susurra al oído: 



Mujer, ¿dónde están?¿Ya nadie te condena?”

Aún sin aliento y con los ojos inundados de lágrimas le contesto torpemente:

– Nadie, Señor.

En ese instante y permaneciendo en ese abrazo interminable siento como su pecho se hincha en una respiración profunda y liberadora y me contesta:



– Tampoco yo te condeno.

Esas palabras traspasan todo mi ser y se me funden en el corazón, un corazón cansado de vivir en la penumbra, con la conciencia embargada por el pecado y el repudio de la sociedad. Esas palabras me vivifican en un instante después de años de penuria y me animan a caminar a su lado. Y a no pecar más.

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