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Cartas desde Camelot IV: vecinos desaparecidos

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A quien pueda interesar (o como decía un amigo: “Quien tenga oídos para oír, oiga”):

Los camelotitas somos despistados. Tenemos tantas cosas en la cabeza, estamos tan ocupados pensando en los peligros del caos exterior y en que sus habitantes vengan a nuestra ciudad, que no nos damos cuenta de saludar a nuestro vecino de rellano, a ese con el que te encuentras todos los días al salir de casa, al que ocupa siempre el mismo sitio en el parque, al que conoces de toda la vida.

Un día, después de muchas semanas sin verlo, caes en la cuenta de que ese sitio está vacío o que ya no oyes a los hijos de tus vecinos a través del tabique. Alegremente piensas que será que está ocupado, que se ha ido de vacaciones o que ha sido tan maleducado que se ha mudado de barrio sin despedirse, y continúas con tu rutina diaria.

Otro día, después de varios meses de su desaparición te encuentras con otro vecino que te cuenta medio susurrando que tu vecino desaparecido se ha ido de Camelot, que ahora vive permanentemente en el extramuros, que tiene una casita en el campo, apartado de la ciudad o que se le ve acudiendo a los mercados de otra villa vecina.

Nuestra primera reacción es de pesar, de lamento. Nos entristece haber perdido a un vecino, pero claro, si ha decidido salir de la ciudad es porque no había asimilado verdaderamente el ideal y el espíritu de Camelot en su corazón… El Fundador nos hizo libres de aceptar o rechazar su plan para nosotros, y si ha decidido abandonar Camelot es su problema. Luego, en el fondo (pero que no se nos note), nos sentimos aliviados de que una persona, que no estuviera plenamente convencida y de acuerdo con nuestros principios, nos deje. En el fondo (pero que no se nos note), nos alegramos de habernos librado de vete tú a saber qué problemas que hubiera planteado al resto de la ciudadanía.

Ni siquiera nos planteamos qué ha pasado por su cabeza para tomar esa decisión.

La situación se complica cuando el vecino desaparecido era de esos de toda la vida. Para los vecinos recién llegados pletóricos de ilusión por Camelot eso se debe a que, como ya había nacido dentro de la ciudad, vivía en Camelot por pura comodidad, no por convencimiento propio. Para algunos vecinos de toda la vida y algunos Caballeros Gobernantes era algo que se veía venir porque no hacía más que quejarse de todo.

Pero todavía queda un tercer grupo de vecinos que siente una profunda tristeza porque recuerdan los tiempos en los que el vecino desaparecido participaba con ilusión y entusiasmo en la vida de la ciudad. Recuerdan las conversaciones largas e intensas sobre cómo el ideal de Camelot se plasma en el Documento Fundacional y hacen recuento de oraciones compartidas, de risas provocadas y de tardes al sol.

Pero ¿por qué? ¿Por qué ha tomado esa decisión?

¿Estaba enfermo de espíritu y nadie se ha molestado en diagnosticar su dolencia?

¿Estaba herido en su corazón y le han pedido que se cure a sí mismo sin darle siquiera un bálsamo o una venda?

¿Ha cometido un error tan imperdonable que siente que sus conciudadanos se avergüenzan de él?

¿Los ciudadanos nombrados a sí mismo jueces de los demás lo han tratado con tanta dureza que se sentía marcado y apartado?

¿Se sentía solo, incomprendido y sin fuerzas y solo ha recibido un ¡espabila! como respuesta?

¿Sus gritos de dolor ante la injusticia y el mal gobierno son traducidos como rebeldía y afán de protagonismo condenándole a la más absoluta indiferencia?

¿Hemos reducido nuestra ciudadanía a una esclavitud hacia normas y poses estereotipadas y necesitaba sentirse libre, liberado?

¿Se ha sentido desengañado ante la realidad de que con el paso del tiempo Camelot ha cambiado su ideal de vida basado en el perdón, la confianza, el crecimiento personal, la felicidad y el amor, por un ambiente de juicio, duda, sometimiento y sospecha?

¿Qué hemos hecho para evitar que se mudara? ¿Qué he hecho yo? Nada.

Pero muchos de esos vecinos desaparecidos, lejos de renunciar a los ideales por los que se ha regido su vida dentro de la ciudad, los mantienen vivos y en alto, contagiando su cariño allí donde van, reflejando y alimentando la Luz que un día recibieron del Fundador, recordando con nostalgia el tiempo feliz vivido en Camelot, pero sintiéndose liberados de una pesada carga. Y, aunque no lo queramos reconocer, Camelot sigue en ellos expandiéndose más allá de nuestras murallas.

En algunos casos la decisión de abandonar Camelot será irreversible, pero habrá muchos otros que se asomen a las puertas de la ciudad de vez en cuando para saludar o para comprar en nuestros mercados. ¿Cómo los trataremos entonces? ¿Les recordaremos que ya no son ciudadanos porque abandonaron la villa? ¿Les haremos sentir incómodos a base de recordarles que el único lugar seguro está dentro de las murallas? ¿O rectificaremos nuestros errores y les abrazaremos a la menor oportunidad dispuestos a mostrarles cuánto les echamos de menos?

Tal vez sea la edad (o la sucesión de experiencias vitales, como quiera cada uno verlo) y que la vida te enseña a distinguir entre lo fundamental y lo accesorio. Tal vez sea porque llega un momento en la vida en el que ya no tienes que demostrar nada a nadie y lo único que el cuerpo te pide es ser fiel a ti mismo y a tus principios. Pero quisiera, desde estas líneas, mandar un cariñoso abrazo a todos esos vecinos desparecidos y desearles que el Fundador les guarde y les proteja allá donde estén. Porque, independientemente de dónde hayan decidido morar, siempre serán camelotitas.

 

Hasta pronto, desde Camelot.

 

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