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Otra historia improbable…, o no

muro-de-las-lamentaciones

[La siguiente historia podría encuadrarse dentro del género de Biblia-ficción, utilizar el contexto bíblico para contar una historia que puede que no ocurriera u ocurra jamás, o sí. Los nombres de los protagonistas son ficticios.]

Daniel recorría las calles de la Nueva Jerusalén atónito. Había leído y recitado desde pequeño los escritos del profeta Isaías sobre el reinado del Mesías, pero aquello superaba con creces sus expectativas.

Parecía que fue ayer cuando se encontró en pie delante del lugar donde intuyó que había sido enterrado sin saber muy bien lo que pasaba a su alrededor. Era una mezcla de estruendo y paz, mientras el suelo a sus pies todavía temblaba y una luz brillante lo envolvía. Allí delante podía ver esos ojos que reconoció al instante, los del Maestro de Nazaret que no le miraban con tristeza, como la primera vez que se vieron, sino con una sonrisa de aprobación y satisfacción, dándole la bienvenida a la inmortalidad.

De eso hacía semanas, tal vez meses o tal vez años… ¡A quién le importa contar el tiempo en la eternidad!

Pero por mucho que le parecía que ya conociera cada rincón de la ciudad no dejaba de sorprenderse a la vuelta de cada esquina, con los rostros conocidos y desconocidos de sus vecinos y con las historias que contaban.

Ese sábado Daniel se paró junto a un grupo que meditaba. No conocía a ninguna de aquellas personas, ni le importaba, pero le llamó la atención el tema sobre el que se basaba la meditación. El predicador, que luego supo que se llamaba Víctor, reflexionaba sobre la alegría de estar en la Tierra Nueva mientras lamentaba las decisiones de los que, conociendo al Maestro, no quisieron seguir a Jesús. El ejemplo, el joven rico sobre el que escribieron los evangelistas.

– Es una lástima que hombres tan rectos, que conocían tan bien la doctrina, por causa de su egoísmo, se hayan perdido –concluía Víctor la meditación-. Bien dijo nuestro Señor que no todo el que dice “Señor, Señor” entraría en el Reino de los Cielos. Todo el conocimiento del que presumía aquel hombre, todo su dinero y toda su influencia no le sirvieron de nada. Aquí estamos nosotros, sin estudios y sin dinero, pero dando gracias a Dios por habernos hecho humildes.

Daniel bajó la cabeza y ocultó una mueca de sonrisa. ¡Cuánto tenían todos que aprender! Y él el primero. Pero tendrían toda la eternidad por delante para hacerlo. Era algo que no le inquietaba. En su sonrisa solo había gratitud por poder disfrutar de la eternidad.

Mientras salía, una mujer que estaba cerca del predicador lo llamó.

– Espera. No te vayas.

Daniel se volvió.

– No nos conocemos, pero tenemos la costumbre de contarnos unos a otros nuestras experiencias. Únete a nosotros y siéntete libre de compartir tu vida de salvado.

Daniel dudó por un momento, pero ante la insistencia del auditorio decidió pasar al frente.

– Soy Daniel y me crié en Perea -comenzó su historia-. Yo era un oficial de la corte de Herodes en la fortaleza de Maqueronte. Durante la prisión del profeta Juan, hablaba muchas veces con Andrés, uno de sus discípulos, sobre la Ley y los preceptos de un buen judío. Andrés era un buen hombre, amable, estudioso y razonador, no como el impetuoso de su hermano Simón, que era todo o blanco o negro y no le podías discutir nada. Pero era buena persona.

Por eso me horroricé cuando en aquella fiesta vi la cabeza del profeta. Lamenté profundamente el arrebato de Herodes. Era un hombre de Dios.

Desde entonces echaba mucho de menos las visitas de los discípulos con los que había entablado una buena amistad. Me enteré de que esos discípulos seguían entonces a otro Maestro, un tal Jesús de Nazaret. Cuando supe que Jesús pasaba por Perea no dudé en ir a escucharle.

La verdad, aquel encuentro me marcó profundamente. Volví a mi casa y sus palabras se repetían insistentemente en mi cabeza. Tardé varios meses en ordenar mis ideas.

Cuando me enteré de la muerte de Jesús mandé un mensaje a Andrés. Sabía que podían tener problemas. Conocía de sobra las maniobras de Herodes y del Sanedrín pero también me llevaba muy bien con los romanos. Podía mover algunos hilos y protegerlos.

Me sorprendió su respuesta. Me dijo que no había de qué preocuparse. Estaban de camino a Galilea para encontrarse con… Jesús ¡resucitado!

No lo dudé ni un instante. Preparé un pequeño equipaje y me fui a Galilea. Tenía que ver de nuevo a Jesús.

Estuve con ellos unos días. Hablamos, preguntamos, compartimos nuestros sentimientos y disfrutamos de estar juntos. Luego Jesús quiso volver a Jerusalén, de nuevo. Ya sabíamos lo que iba a ocurrir. Les acompañé un tramo del camino y con una intensa paz en el corazón, me despedí y regresé a Maqueronte.

En poco tiempo las noticias de la muerte, resurrección y ascensión del Maestro habían llegado a cada rincón de Palestina y mi casa se convirtió en el centro de reunión de los seguidores del Nazareno. Cualquiera que pasara por Perea sabía que mi casa era “la casa del Camino”, donde podían encontrar amigos, refugio y comprensión. Puse toda mi fortuna al servicio del Camino y cuando me enteré de las necesidades que había en Jerusalén y en otras iglesias de Judea envié periódicamente cargamentos con víveres y dinero para que no faltara de nada a los que consideraba mis hermanos aunque no los conociera.

Todo parecía que había terminado cuando los romanos entraron en la fortaleza. Gracias a mi posición pude avisar a mis hermanos y tan solo unas horas antes del ataque pudimos ponernos a salvo. Salimos apenas con lo puesto. Allí quedó mi casa convertida en cenizas, mi hacienda y mi cargo. Llevé con nosotros todos los objetos de valor que pudimos transportar lo que nos permitió llegar hasta Jerusalén.

Allí me encontré de nuevo con algunos de los discípulos, convertidos ahora en maestros. Muchos habían viajado a conocer comunidades judías de la diáspora en otras provincias del inmenso Imperio Romano. Me hablaron de la increíble historia de Saulo de Tarso que viajaba por Anatolia y cómo hasta los gentiles eran cautivados por el mensaje de Jesús.

Un día, Tomás y me habló de su proyecto de viajar al este, tal vez a la India donde había una pequeña comunidad de judíos que comerciaban con pimienta y sándalo. El viaje era largo, peligroso y muy caro y nunca encontraba el momento ni el dinero para emprender su viaje porque las necesidades de los creyentes en Palestina eran muchas. Tal vez yo le podría ayudar a encontrar a algún comerciante que le quisiera llevar a cambio de su trabajo. Podría haberlo hecho. Conocía a varios diplomáticos que le conseguirían trabajo pero había una solución más rápida: yo todavía conservaba unas piedras preciosas que bien valían un pasaje hacia la India. Las puse a su disposición para que llevara las Buenas Nuevas del Camino hasta los confines de la Tierra, como era la voluntad del Maestro. Me pidió que le acompañara porque mi educación y contactos podrían facilitarle la tarea. Juntos, entonces, viajamos a la India donde pudimos compartir las enseñanzas del Maestro.

Y allí resucité para ver a mi Señor regresar en las nubes de los cielos, tal y como prometió.

Daniel compartió algunos momentos más con aquel grupo y se despidió con un “hasta luego y feliz sábado”.

Apenas había vuelto la esquina de regreso a su casa, un brazo fuerte rodeó el hombro de Víctor en un cariñoso saludo.

Todo el grupo se removió en un rumor de alegría que se volcó hacia el recién llegado Jesús, el Maestro.

– Hemos disfrutado con una historia increíble –le contó emocionado Víctor. Era Daniel, bueno tú ya lo conoces. No dejo de asombrarme de cómo es posible el milagro de convertir a un hombre rico en un instrumento de salvación. Y justo cuando habíamos estado hablando de aquel hombre rico de los evangelios.

– ¿De quién? –preguntó Jesús con cara de despiste.

– Ya sabes, Jesús, aquel hombre rico y egoísta que te rechazó, justo lo contrario de Daniel.

La sonrisa de Jesús parecía que se le salía de la cara y sus ojos chispeaban alegres. Pasó de nuevo su brazo por la espalda de Víctor y lo apretó de nuevo, pero esta vez su abrazo fue más intenso.

– ¿Todavía no te has dado cuenta? –dijo al posar su mano en el hombro de Víctor-. Era él.

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