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El Dios de Jesús: Teoría y práctica del Reino – II

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“Los gobernantes de la tierra ejercen su autoridad usando el dominio y el poder, pero entre vosotros no ha de ser así. Quien quiera tener autoridad deberá ejercerla a través del servicio a los demás…” (Mateo 20, 25-28).

LAS ESPERANZAS de un pueblo nos dan a conocer sus sufrimientos. En la esperanza del Reino de Dios se expresaban religiosamente los anhelos más profundos y reales del pueblo judío. La religión israelita no preconizaba la huida del mundo y poseía un fuerte sentido histórico. Suspiraba por la liberación, por la intervención de Dios para transformar la realidad e implantar la justicia.

Al anunciar el Reinado de Dios, Jesús confirma y cumple la vieja esperanza pero, al mismo tiempo, la critica, la depura y la purifica. Sin duda, el Dios de Jesús turbó a muchos y decepcionó sus perspectivas. Se esperaba que el Dios del Reino se manifestase de forma gloriosa, apoteósica, dando satisfacción inmediata a los deseos del hombre. Pero el Dios de Jesús purifica unos deseos en los que se mezcla el ansia de infinito y de amor por un lado, con la afirmación egoísta y negativa del yo por el otro.

Se esperaba que el Reino de Dios reivindicase a Israel contra sus enemigos y que el Mesías de Dios fuese un rey triunfador. El creyente, de forma natural, tiende a hacer del poder la mediación de Dios: sus signos habrán de ser claros y poderosos, sus representantes serán personajes prestigiosos, los creyentes se reunirán en instituciones poderosas.

Pero el Dios de Jesús invierte radicalmente esta perspectiva. Es débil y está escondido. No es un poder que se impone, sino un amor que invita a la libertad, respetándola. La intención central de muchas de sus parábolas es, precisamente, sugerir este carácter paradójico de la presencia y de la realidad de Dios.

El Reinado de Dios es la vocación de la realidad, su dimensión más profunda y auténtica, y sin embargo está oculto en la historia. Es como un grano escondido en la tierra, que nadie percibe, ni siquiera el labrador es consciente del proceso que sigue, pero que desarrolla eficazmente sus energías, hasta que un día florece como espiga abundante (Marcos 4, 26-29).

El poder, por muy necesario que parezca, siempre es limitación y coacción y, por tanto, provisional. Siempre habrá gentes que quieran librarse de él, incluso mediante la rebelión y la violencia. El Reinado de Dios, como el gran valor definitivo, no se impone, sino que es propuesta gratuita y desarmada a la libertad. Jesús nos invita a descubrir a Dios como la presencia amorosa y actuante, que da sentido a toda la historia escondida en su entraña.

Hay algo, a mi entender muy importante, que las jerarquías cristianas y los cristianos deberíamos comprender con facilidad. Si es verdad que se entienden a sí mismas como representantes y servidoras de los diversos pueblos que Dios tiene esparcidos en el mundo, tendrán bien aprendida la lección que les dio Jesús de Nazaret: Hablar con autoridad no es lo mismo que hacerlo con autoritarismo.

Pero ¿es realmente así? ¿Se comportan como el maestro galileo lo hizo? ¿Notan y hacen la diferencia entre una cosa y la otra?
Muchas veces he estado ya ante ellas. De todos los pelajes y colores. En ocasiones, para leerme la cartilla. Muchas veces con razón. Lo he agradecido en extremo cuando me han hablado con autoridad, y no con autoritarismo.

Hay dirigentes que asumen su liderazgo como una forma de servicio, y la luz brilla alrededor de ellos. Dialogan, explican, consensúan, y multiplican esfuerzos. Pero otros, lamentablemente, no se dan cuenta de que el ser humano ha sido creado para rechazar los autoritarismos, aun cuando lo que se le proponga tenga sentido. No sólo es importante el “qué”, sino también el “cómo”.
Jesús de Nazaret, según las fuentes de los evangelios, hablaba con autoridad. Tanta, que hasta muchos de los que lo escuchaban para vigilarlo se sentían conmovidos por lo que decía. No le hacía falta, ni quería, imponer o imponerse. No comunicaba órdenes, sino sueños. No ejercía el poder, sino la compasión. No abría la boca para humillar, sino para expresar lo grandes que somos a los ojos de Dios. No vino para ser servido, sino para servir.
Las jerarquías cristianas, y los cristianos, deberíamos leer más los evangelios…

Pienso en las palabras de Jesús de Nazaret sobre la autoridad y el poder, y me viene a la cabeza la forma de gobernar de las jerarquías religiosas de toda índole. ¿Han captado realmente su mensaje? ¿Se comportan como cristianos, seguidores del ejemplo del maestro galileo?

Sus discípulos se disputaban los primeros puestos del Reino que estaba llegando, porque deseaban ejercer el poder. Como si en el nuevo orden de relaciones humanas deseado por Jesús cupieran las formas de comportarse que tienen los que dominan. Y los mayores reproches que el nazareno les dedica a sus amigos tienen que ver con sus ínfulas de grandeza:“Los gobernantes de la tierra ejercen su autoridad usando el dominio y el poder, pero entre vosotros no ha de ser así. Quien quiera tener autoridad deberá ejercerla a través del servicio a los demás…”(Mateo 20, 25-28).

Hay una gran diferencia entre el poder y la autoridad, entre la potestasy la autoritas. La primera se ejerce a través de la fuerza, y la segunda a través del ejemplo y del servicio a la comunidad.

Si las jerarquías religiosas ejercieran la segunda, en vez de obsesionarse con la primera, las comunidades las seguiríamos hasta el fin del mundo. Pero cuando no es así, los cristianos de base hemos de plantarles cara cuando sea necesario, con respeto y con compasión, haciéndoles ver que, como corderos, queremos seguir a pastores y no a generales.

Descubrir a este Dios oculto es una experiencia de alegría indescriptible, que cambia toda la vida. Es “como tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a enterrar y, por la alegría que le da va, vende todo lo que tiene, y compra el campo aquel”(Mateo 13, 44). Un caminante que pasase por aquel campo ignorante de la existencia escondida del tesoro, no lo echaría en falta y no sentiría su ausencia. Pero quien lo descubre se llena de alegría, sabe que es más valioso que todo lo que posee y no podría ya vivir sin él. Así es Dios para quien ha hecho la experiencia de su descubrimiento, dice Jesús. Y subraya: “va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel”. En efecto, el Dios de Jesús exige una opción radical. “No podéis servir a dos señores”(Lucas 16, 13). “Buscad el Reinado de Dios y su justicia porque todo lo demás es accesorio y lo encontraréis por añadidura”(Mateo 6, 33; Lucas 12, 31). La experiencia auténtica del Dios de Jesús unifica todas las energías y dimensiones del creyente y las dirige al absoluto de su Reinado, de su voluntad en la historia.

Jesús, además, nos invita a descubrir el Reinado de Dios como un proceso, como una realidad oculta, pero cargada de futuro. Es como un minúsculo grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas, pero que crece y se hace un árbol grande en el que todas las aves pueden encontrar cobijo (Mateo 13, 31-32); es como un poco de levadura introducida en la masa: en un primer momento parece que nada ha cambiado, pero todo está ya en profunda fermentación y el resultado es seguro (Mateo 13, 33).

Jesús nos invita a creer en la nueva dimensión de la realidad, la más profunda, y a descubrir el proceso que está en marcha. El grano, la semilla de mostaza, la levadura son tan insignificantes que parecen no poder cambiar nada. Pero, en realidad, están cargados de futuro.

Allí donde surge el amor, el perdón, la liberación de los pobres, la justicia, la vida, se dan signos del Reino de Dios; en esa medida se hace realidad la soberanía de Dios en la historia. Para Jesús Dios es amor y, por eso, la afirmación de su señorío absoluto, la santificación de su nombre, es vida de los seres humanos.

Pero todos estos signos son efímeros y ambiguos. Dios es siempre una realidad escondida en la historia. En la historia Dios está siempre en proceso. Sólo en el futuro será realidad plena, cuando “Dios sea todo en todas las cosas”(1 Corintios 15, 28). La paciencia de Dios se convertirá plenitud humana, “la tierra nueva en que habitará la justicia” (2 Pedro 3, 13).

Encontrar a Dios en el hermano. El Dios de los pobres

Jesús destruye una imagen opresora de Dios y una concepción absolutista y meramente jurídica de la Ley. Ciertamente la relación religiosa es un encuentro personal, en el que toda la iniciativa parte del amor de Dios. Pero Jesús no elimina simplemente la Ley, ni tampoco hace una nueva teoría general sobre su interpretación. Ve la Ley a la luz del proyecto de Dios y subordinada a él. “No ha sido hecho el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre” (Marcos 2, 27).

En todas las controversias con los judíos en torno a la Ley pone al ser humano «en el medio» y se pregunta cómo se le puede hacer el bien (Marcos 3, 3-4). En el fondo, recupera el sentido primitivo de la Ley según la voluntad de Dios de ser instrumento de liberación y de realización de la justicia interhumana. Lo importante no es el valor formal de la Ley, sino su función humanizante para el creyente en cada momento. Es decir, Jesús no es exégeta de la Ley, sino un exégeta de Dios y de su voluntad en la historia.

El Dios de Jesús, que es entrega absoluta, acogida de los pobres y pecadores, se revela, al mismo tiempo, como exigencia plena de perdón total y urgencia ilimitada de ofrenda hacia los otros, sobre todo hacia los últimos de la tierra. El creyente no se encuentra ante la Ley, sino ante la voluntad de Dios, que es una voluntad histórica de liberación y humanización. El aferramiento a la Ley, por exigente que parezca, no es sino la coartada del humano anhelo de seguridad, que se resiste a permanecer siempre expuesto a las inesperadas e ilimitadas exigencias que provienen del prójimo necesitado. Jesús desarbola al creyente, le quita seguridad y le insta a la lectura continua de la historia como lugar de realización de la voluntad de Dios, que es su Reinado.

Decimos que Dios es el trascendente y es verdad. Pero siempre existe el peligro de que esa trascendencia confesada sea una trascendencia meramente pensada, una imagen mental que sigue dentro de nosotros mismos. Sólo ante el otro, ante su clamor de justicia y amor, nos vemos obligados irremediablemente a salir de nosotros mismos y a trascendernos de verdad. Es lo que reitera la epístola de Juan: sólo si amamos al hermano amamos a Dios. Y ya Jesús decía que los mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo son semejantes e inseparables (Mateo 22, 36-39).

Hay un texto clave en los evangelios para entender lo específico del encuentro con el Dios de Jesús, al que no puedo dejar de referirme, aunque presenta algunas complicaciones. Se trata de la importante escena del juicio final en el capítulo 25 del evangelio de Mateo. Es, sin duda, un texto muy reelaborado por el evangelista, que le atribuye un valor singular como se ve por el lugar que le concede en su obra, pero probablemente podemos aún detectar una versión primitiva que se remonta a Jesús. La referencia al Hijo del Hombre, con que comienza el texto actual, parece ser un elemento secundario, porque en el cuerpo del relato no se le vuelve a mencionar, y la figura central es el Rey. Está claro que en el texto actual el Rey es Jesús mismo y, por tanto, es él quien se identifica con los pobres. Pero es muy probable que ésta sea una reinterpretación cristológica posterior y que la parábola en boca de Jesús identificase al Rey con Dios. En efecto, Jesús habla frecuentemente de Dios con la imagen de un Rey, siempre atribuye la función judicial a Dios y presenta la invocación “¡Señor, Señor!” como dirigida a Dios. No faltan, incluso, autores que piensan que este relato puede remontarse a una fuente judía que Jesús utilizó, porque existe una tradición en la que se dice: “Hijos míos, si habéis dado de comer a los pobres, yo lo consideraré como si lo hubieseis hecho conmigo” (Midrash Tanit. Deuteronomio 15, 9). Sin embargo, Jesús hace mucho más: afirma que Dios se identifica con los pobres y necesitados: «Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños A MÍ me lo hicisteis» (Mateo 25, 40)

El pobre, el último, el descartado, el sometido, el humillado, el despreciado, son el lugar del encuentro con Dios en la historia. Por eso, ante los últimos el creyente se lo juega todo. Ahí se manifiesta lo que, en última instancia, le mueve, es decir, ahí se verifica su opción por el absoluto y por el amor, o su contrario.

El precepto del amor al prójimo se encuentra en muchas religiones. Lo original de Jesús es que establece una íntima vinculación de la opción por Dios con la opción por los últimos del escalafón social, hasta el punto de que puede decirse que éste es un auténtico signo de la presencia de Dios. Nos encontramos ante una originalidad sorprendente.

Ahora comprendemos mejor por qué el Dios de Jesús es un Dios oculto y paradójico: porque se hace presente a partir de los ausentes de la historia, de aquellos que no son los grandes, los bien vistos, «”os sabios y prudentes”. El pobre y el despreciado no son necesariamente buenos ni virtuosos. Con frecuencia la pobreza y el desprecio son profundamente deshumanizantes. A medida que se organiza, el pobre resulta molesto y conflictivo. Sin embargo, es el preferido de Dios y el lugar donde es encontrado por el creyente.

Cuesta mucho creerlo y, como no lo llegamos a creer del todo, el encuentro final con Dios va a resultar una sorpresa para todos, incluso para quienes van a ser declarados justos: “¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer?, ¿cuándo te vimos sediento y te dimos de beber?…”

Pero para muchos que se creen justos, la sorpresa va a ser desengaño y denuncia de sus ídolos. Dirán: “¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” (Mateo 7, 22). Se trata de gente muy religiosa (expulsa demonios y hace milagros), tenida por experta en las cosas de la iglesia, pero que no conocía al verdadero Dios: “¡Jamás os conocí!” porque fueron “agentes de iniquidad” (Mateo 7, 23).

Cuando estuvo en una tierra que se parece a la nuestra como dos gotas de agua, aunque hayan pasado más de 2.000 años, Jesús de Nazaret supo lo que debía hacer: Colocarse al lado del pobre, del obrero, del perseguido por los conservadores religiosos, de los marginados por razón de sexo, de los hambrientos, de los presos, de los inmigrantes, de las mujeres, de los niños (que eran el más bajo escalafón social). Se enfrentó al poder establecido cuando éste conculcaba derechos fundamentales de las personas. Se opuso a la pena de muerte. Se declaró a favor de la reinserción social de los delincuentes. Pactó con nacionalistas y los integró en su proyecto, así como con terroristas, con quienes hizo lo mismo. Dialogó con el Imperio, pero no se dejó engañar por sus cantos de sirena.

Y, sobre todo, situó la solución a los problemas de este mundo en una ámbito absolutamente suprahumano. Su Reinado de Dios, su voluntad de reinar, no era de este mundo, aunque sí para este mundo. Esta idea se dibuja muy bien en los evangelios con una escena en la que Jesús de Nazaret es el protagonista.

En el lago Tiberíades, la barca de los pescadores hace aguas. Una tremenda tormenta amenaza a los hombres, que están metidos en un buen aprieto. Jesús no llega por la orilla derecha, ni por la orilla izquierda. Tampoco por el centro. Jesús llega andando sobre las aguas, proponiendo una solución imposible para los seres humanos sin Dios: amar a todos, y hacerlo sin condiciones.

Para encontrar al Dios de Jesús y su Reino hay que abrir el corazón, salir de uno mismo, mantenerse alerta para descubrir su voluntad cada día; pero es necesario empezar por leer la realidad con los ojos de los despreciados, solidarizándose con ellos, asumiendo sus intereses y sus causas. Sólo desde el reverso de la historia se descubre al Dios de Jesús. “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a pequeños”(Lucas 10, 21).

Jesús exulta de gozo ante la novedad de que la gente sencilla sea la privilegiada por Dios. Ante Dios se evapora la superficialidad de la historia de los poderosos, y el maestro de Nazaret lo bendice por este desafío, porque se revela donde nadie lo esperaba, porque cuando se da esperanza real a los últimos es cuando, de verdad, se confiere sentido a toda la realidad, y el Reinado de Dios avanza.

A través de Jesús sabemos que el pecado no se enmarca en una relación vertical, sino en una horizontal: “De cierto os digo que en cuanto no ayudasteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí me ayudasteis” (Mateo 25, 45). La enorme confusión que las religiones han vertido en la humanidad ha sido enseñar que el pecado es una ofensa que los humanos le hacemos a Dios. El pecado no es una mala relación con Dios, sino una mala relación con nosotros mismos y con nuestros semejantes.

Así que la pregunta más importante que podemos hacernos los creyentes, la cuestión nuclear de nuestra ética sobre el pecado, no es “¿Qué relación mantengo con Dios?”, sino más bien “¿Qué relación mantengo con las personas con quienes convivo, y en las que Dios vive?”.

De la respuesta a esta pregunta depende la expansión del Reinado de Dios. Un rey escondido entre nuestros semejantes, al que honramos cuando pasamos por la vida haciendo el bien, y a quien deshonramos cuando no lo hacemos.

La más hermosa descripción de lo que significó su vida entre nosotros la hizo su discípulo Pedro a una multitud de personas como las que hoy abarrotan las calles de cualquier ciudad: “Él pasó haciendo el bien y aliviando a todos los que habían caído presos del Maligno, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo. Y lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día”(Hechos 10, 38-40).

A veces la vida, o más que ella los que pretenden dominarla por la fuerza, nos colocan ante un callejón sin salida. No vemos más allá del muro de hormigón que paraliza nuestra existencia. No podemos avanzar y, frustrados con razón, gritamos, pataleamos, nos enfadamos. Es una reacción lógica, humana, necesaria. Pero más allá del muro del patíbulo, aunque ni siquiera seamos capaces de intuirlo, hay un horizonte nuevo: El Reinado de Dios y su esperanza.

Esta esperanza sólo se hará realidad si seguimos el ejemplo del maestro galileo: Pasar por la vida haciendo el bien. Entonces, el bien y la esperanza continuarán haciéndose grandes a través de nosotros. Porque no hay muros que puedan contener la fuerza del bien y la esperanza.

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