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Dios no da el Espíritu por medida

 

Los cuatro querubines con sus ruedas que Ezequiel vio con la gloria de Dios (Ez. 1: 10; 10: 14) fueron también vistos por Juan el teólogo junto al trono de Dios (Apoc. 4: 6-7). Sus caras eran las de un león, un buey, un águila y un hombre. Poco después los cristianos adoptaron a estos cuatro animales para representar a los cuatro evangelios. A Según Juan se le asignó como ícono el águila. No se sabe exactamente las razones para esta asignación, pero más tarde se justificó notando la capacidad del águila para elevarse a las alturas del cielo más allá que ninguna otra ave.

Ya a principios del tercer siglo, Clemente de Alejandría distinguió a Según Juan como el evangelio que presenta las realidades espirituales del ministerio de Jesús. Como el águila, este evangelio se eleva a las alturas donde, según la cosmología de la cadena del ser, moran los seres espirituales. Seguramente que ellos están muy por encima de los seres materiales. Como ya hemos notado en repetidas ocasiones, en este evangelio el Logos descendió al mundo de abajo, el mundo material, pero él no es de este mundo (8: 23).

El prólogo del evangelio enfoca las realidades espirituales, eternas, en el mundo de la luz y de la vida (1: 4). Allí el Logos está frente a Dios, y es Dios. Después de establecer que el Logos se hizo carne y habitó entre los seres humanos para traer la gracia y la verdad al mundo de abajo (1: 14), la narrativa comienza con el testimonio de Juan. Su función no es bautizar a Jesús, sino declarar que vio al Espíritu descender como una paloma sobre él (1: 32-33). Aparentemente Jesús y Juan el Bautista no tienen un encuentro personal. Juan ve a Jesús de lejos y lo identifica como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (1:29). Aquí no nos enteramos que Jesús recibió el bautismo de agua de manos de Juan el Bautista. Juan es el que da testimonio público de la llegada no sólo del Logos sino también del Espíritu al mundo de los seres humanos. Juan, además, identifica a Jesús como el que ha de bautizar con el Espíritu (1: 33).

Siendo que en el primer Discurso de Despedida Jesús promete a sus discípulos enviarles “otro” Consolador (14: 16) es razonable pensar que el que descendió del cielo y recibió el Espíritu como una paloma vino al mundo de abajo como el Primer Consolador, precisamente por haber hecho posible el descenso del Espíritu. De ahí que el “otro” Consolador sólo puede descender al mundo de abajo cuando el Logos haya regresado al mundo de arriba del cual vino. Es lamentable que se haya traducido el vocablo griego parákletos como “consolador”. Si bien tal traducción cabe dentro de su ámbito semántico no se lo debiera reducir a esta. La palabra griega también dice confortador, abogado defensor, uno dispuesto a dar auxilio, protector. Estos sentidos de la palabra pueden aplicarse a los diferentes usos de parákletos en los Discursos de Despedida.

La presencia del Espíritu en el mundo de abajo en la persona de El Que Descendió hace posible, y no sólo posible sino aún necesario, que los seres humanos sean “nacidos”, no sólo bautizados, de agua y de Espíritu. Esto es, que nazcan “de arriba” (3: 3). La palabra griega anothen significa “de arriba” y “de nuevo”. Cuál de estos sentidos es el que corresponde queda determinado por el contexto. En su conversación con Nicodemo, Jesús se vale del doble sentido de la palabra para exponer la torpeza de Nicodemo al no captar que Jesús no le está hablando de nacimientos terrenales (3: 12).

El nacimiento de padres humanos produce vida “en la carne”. El nacimiento de agua y de Espíritu produce vida “en el Espíritu”. La actividad del Espíritu es iluminada con una metáfora. Es como la actividad del viento que sopla sin que nadie sepa de dónde viene y a dónde va. En otras palabras, es misteriosa, un milagro. Como muchas otras cosas que suceden en la naturaleza, la actividad del viento ha dejado de ser misteriosa. Cualquier meteorólogo de un canal televisivo explica a sus espectadores las condiciones atmosféricas y las causas de los vientos y predice la dirección y la fuerza con que ha de soplar mañana. La metáfora explicativa de Según Juan ya no funciona. Pero las causas que producen el nacimiento “de arriba” por la acción del Espíritu siguen siendo un misterio que produce un milagro, aún cuando en el ámbito de la carne la actividad del viento ya no lo es.

La distinción entre la carne y el Espíritu está al centro mismo del universo juanino. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (3: 6). Esta es la ley de la creación. El puente entre estos dos territorios es el nacimiento que sólo el Espíritu puede producir. Hacer posible el paso sobre el abismo entre la vida en la carne y la vida en el Espíritu es el propósito por el cual el Hijo del Hombre vino a vivir entre los seres humanos

Este contraste queda definido más adelante en términos prácticos: “El Espíritu es el que da vida, la carne nada aprovecha; las palabras que os he dicho son Espíritu y son vida” (6: 63). El Espíritu y la vida, sin duda, son inseparables. El nacimiento a la vida en la carne es falaz. Por el contrario, el nacimiento en el Espíritu es efectivo y produce vida eterna en los que creen aún cuando viven en la carne. El calificativo de “más abundante” (10: 10) no se refiere a la cantidad, sino a la calidad de esa vida. O sea, el humano que ha nacido del Espíritu puede también elevarse a las alturas espirituales de la paloma y el águila. De esta manera actualiza su vocación y su destino. No en vano dice el segundo relato de la creación que el hombre recibió la vida del aliento (Espíritu) de Dios (Gen. 2: 7).

Una de las características de la época helenística era el deseo de elevarse a las esferas superiores de la cadena del ser y participar en las realidades espirituales de los seres superiores. Las religiones “de misterio” muy populares entonces prometían a los que se iniciaban en ellas viajes por las esferas superiores y conocimiento de los misterios de las realidades intelectuales y espirituales. El judaísmo de esa época también contaba con quienes subían a las esferas superiores de la realidad montados en el carro de Elías. Para poder gozar de tales viajes por los cielos había que hacer una preparación intensa que involucraba diferentes actos de renunciamiento y disciplinas ascéticas que despojaban al candidato de su lastre terrenal. La carta A los colosenses es un argumento en contra de quienes predican “no manejes, ni gustes, ni [aun] toques” (Col. 2: 21) cosas que te impidan participar en “culto con los ángeles y ver cosas ocultas” (Col. 2: 18).

Poder viajar por las esferas celestiales y penetrar los misterios de las realidades espirituales era la fervorosa aspiración de los miembros de las religiones de misterio. La iniciación a los misterios auguraba el ascenso a las esferas celestiales y el conocimiento de cosas que sólo los iniciados podían saber. Los pactantes de Qumran diseñaron liturgias especiales que, según ellos, les permitían participar en servicios de culto con los ángeles. No tenemos suficiente información como para saber las circunstancias o los motivos del viaje del apóstol Pablo al tercer cielo (2 Cor. 12: 2). Normalmente, el haber podido realizar tal viaje era motivo de gran prestigio personal. Pablo, no hay duda, realizó el viaje pero desvaloró el prestigio que conllevaba.

Según Juan considera tales viajes imposibles. Con pocas palabras los descalifica como verdaderos. Rotundamente declara: “Nadie ascendió al cielo” (3:13). El ser humano en la tierra, sin embargo, puede adorar a Dios “en Espíritu”, esto es “en verdad” (4: 23), si ha nacido del Espíritu que da vida abundante en el Espíritu.

El drama de Según Juan es que El Que Descendió y vivió por el poder del Espíritu está por regresar al mundo de arriba del cual vino. ¿Cómo van a vivir los seres humanos en el mundo de abajo sin el Primer Parákletos que hace posible “nacer de arriba”? ¿Han de quedarse ellos huérfanos? (14: 18). Tal perspectiva hace que el corazón se turbe y los discípulos estén acongojados (14: 1).

Los dos Discursos de Despedida de Según Juan, en gran parte, quieren aclarar que el regreso de Jesús al Padre que lo envió no es una tragedia. Se trata de la divina comedia. Jesús asegura a sus discípulos que él se ha de ir para la conveniencia de ellos (16: 7). Mientras él esta encarnado entre ellos los discípulos sufren debido a la incertidumbre de no captar todo lo que él es y representa. El otro Parákletos que el Padre ha de enviarles a pedido suyo va a disipar sus ansiedades, gracias a la actividad del Espíritu de Verdad (14: 17). Este ha de dar testimonio de él (15: 26). Como es el caso con Jesús (8: 28; 12: 50), cuando el Parákletos venga no dirá nada de por sí. Sólo dirá lo que el Padre le diga que diga (16: 13).

El Parákletos redargüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio (16: 8). De pecado, porque hará que el pecado quede al descubierto por la reacción al Padre en la persona del Hijo que confronta a los seres humanos. Los que no creen en él son los pecadores (16: 9). De justicia, porque la acción salvadora de Dios, la que demuestra Su justicia al cumplir su compromiso de dar vida y de esa manera hacer lo que Dios debe hacer, queda cumplida con el retorno del Hijo al Padre que lo envió (16: 10). Y de juicio, porque el cumplimiento exitoso de su misión y la glorificación del Hijo por el Padre (12: 28, 31) quiere decir que “el príncipe de este mundo” ha sido juzgado y está condenado (16: 11).

Con estas palabras la preocupación apocalíptica por la desaparición del mal y la reivindicación de la justicia de Dios es reinterpretada como ya consumada. Con la presencia del Parákletos entre los creyentes ellos ya no viven en el mundo del pecado y de la muerte. Este evangelio contiene la promesa “vendré otra vez” (14: 3), pero el discurso apocalíptico del regreso del Hijo del Hombre en las nubes con una hoz en su mano ha desaparecido. Las señales astronómicas y las guerras y rumores de guerras no se mencionan. El juicio del mundo de pecado ya ha sido realizado y los creyentes ya gozan de vida eterna. Los que guardan sus palabras “no verán la muerte jamás” (8: 51).

El otro Parákletos, el que toma el lugar del Hijo ya glorificado, por su parte, también glorifica al Hijo, pero no recibiéndole victorioso a las esferas celestiales de las cuales había descendido al mundo. El glorifica al Hijo siendo el intermediario de lo que el Hijo quiere que los suyos en el mundo de abajo reciban de él (16: 14)

Jesús cumple su promesa de regresar y de enviarles el Parákletos el mismo domingo de su resurrección. Al atardecer, cuando temerosos y angustiados los discípulos se habían encerrado bajo llave (20: 19), Jesús aparece en medio de ellos, y soplando sobre ellos les dice: “Tomad el Espíritu Santo” (20: 22). De esa forma copiando la manera en la cual Dios le dio vida a Adán. Él ha vuelto y cumple su promesa de dejarles el Espíritu. Nacidos del Espíritu ellos viven en él, y él está con ellos en el otro Parákletos.

Cuando Jesús promete a sus discípulos enviarles el Espíritu, él les indica que el propósito por el cual les ha de enviar este don del cielo es para que tengan paz. Ambos Discursos de Despedida terminan con este tema (14: 27; 16: 33). La vida en el mundo de abajo puede ser atribulada, pero los que viven “en el Espíritu” viven en la paz de Jesús. La paz del Espíritu, la paz de Jesús, no es como la paz del mundo que se define via negativa por la ausencia de la guerra. La paz escatológica del Espíritu se define por la abundancia de la vida. Dios no derrama “por medida”el Espíritu (3: 34) sobre los nacidos del Espíritu. Dios no lo da con cuidado, de acuerdo a una fórmula, mezquinamente, guardando para mañana. Lo da a mano abierta, descuidada, pródigamente. Dios lo derrocha sin miramientos y, como resultado, los que lo reciben tiene vida abundante en el Espíritu.

Este don, sin embargo, involucra una misión definida: la de continuar la labor del Primer Parákletos. El Espíritu convierte a los que engendra en agentes de vida. Como ya notáramos, el Espíritu y la vida son gemelos. La misión del Parákletos, la de engendrar vida, no queda cumplida sólo en los nacidos del Espíritu, los que no son nacidos de la “sangre, ni de la voluntad de carne, ni de voluntad de varón, mas de Dios” (1: 13). Prácticamente queda cumplida cuando los nacidos del Espíritu, como agentes de la paz escatológica, comparten sus vidas con sus semejantes. Tal es la última voluntad del Dios que es Espíritu (4: 24).

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