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Sauna espiritual (10): El ronquido de la bella durmiente

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

(Calderón de la Barca,

La vida es sueño, 1636)

Acto primero[1]

El sol se pone en el palacio real.

[Lee este artículo en PDF: http://spectrummagazine.org/system/files/Sauna%20espiritual%2010.pdf ]

Narrador: Erase una vez, en un reino muy lejano, que la tristeza imperaba por doquier. Los rostros de los lugareños eran sombríos y pálidos, los árboles abandonaban sus hojas y no había risa ni algarabías en ningún rincón. Una terrible maldición los acompañaba y, de tanto en tanto, las lágrimas acudían a sus ojos. No siempre fue así. Hubo un tiempo en que todo resplandecía de color y sonrisas. Los jóvenes monarcas acababan de traer al mundo una pequeña y rosadísima princesa que era el orgullo de cada uno de los habitantes del lugar. La niña creció en tanta belleza y sensatez que no había momento del día en que nadie reconociera lo esperanzados que estaban en que, algún día, llegase a ser reina. Pero, cosas de los cuentos, una persona envidiosa troncó esas expectativas. Una fórmula maligna la sumió en un sueño constante. Algunos dicen que era la combinación de sangre de mosca tse-tse con lecturas kantianas, otros que recurrió a relatos de postguerra del abuelo trapisonda. Sea como fuere, no había forma de despertar a la hermosísima princesa.

Pasaron los meses y, tumbada en una translúcida cama de cristal, yacía inerte mientras sus padres, y todo el pueblo, se consumían en la más profunda congoja.

Aconteció al ponerse el sol. Desde lo lejos se contempló una polvareda propia de los jinetes más aguerridos. Poco tiempo después se vislumbró su estampa. Era impactante, montado en un níveo corcel y con sus cabellos al viento. La elegancia de sus movimientos sólo era comparable a su impoluta presencia. Todo de azul y vitalidad. Descabalgando, entró al palacio con paso elástico y decidido, subió hasta el torreón donde se hallaba la princesa sin un atisbo de jadeo y la contempló ensimismado.

Príncipe azul: Doy fe de que los rumores de vuestra belleza eran meras sombras de la realidad. Vuestros cabellos son campos de trigo mecidos por las musas de los bosques. Vuestra nariz, respingona y pecosa, es digna de las crónicas más glamorosas. Vuestras mejillas, sonrosadas y primorosas, sólo obedecen al panegírico de bardos o arcanos. Vuestros labios carmesí son el clamor de mis sueños. Heme aquí, os liberaré de esta maldita cárcel de ausencias con un beso.

Narrador: El príncipe se acercó ceremoniosamente hasta la princesa, rozó lentamente sus dorados cabellos, sonrió furtivamente y…

Princesa: Hhrrrr hhrrr

Narrador: El ronquido inundó toda la estancia.

Es indudable que la sabiduría es el resultado de nuestra manera de ver el mundo. Enmarcarse en una cosmovisión implica filtrar los datos y experiencias para interpretarlos desde la plataforma decidida o heredada. De ahí que exista un debate inacabable entre lo real y lo idealizado (entendemos como “real” lo “verdadero” y como “idealizado” lo “interpretado”). Usualmente, lo ideal es bello y lo real no. En 1979, el diseñador Adolfo Domínguez lanzó una campaña que llevaba por título “la arruga es bella” y el cielo estético se nos cayó a los pies. Habíamos crecido con la cultura del pantalón de marcada y única raya y, el resto, debía quedar extremadamente liso hasta el brillo por exceso de plancha. Descubrimos, entonces, que lo natural era de más valor que lo artificial y nos sentimos mejores. Pero llegó la tiranía de las topmodelizadas, de bulimias y anorexias, de bótox y siliconas y, últimamente, de la belleza a lo photoshop. Y, de nuevo, lo ideal es bello.

Estábamos hechos a que la historia se maquillase (no hay panegíricos ausentes a ninguna cultura), a que la política se maquillase (recordad las estelas egipcias o los cronicones medievales), a que la religión se maquillara (no hay que hacer demasiados esfuerzos: iconos, arquitecturas, ropajes y discursos) pero parecía que, desde el desprecio de los maquillados, las masas distinguían entre el glamour inalcanzable y su existencia. Pero, curiosamente, hoy día preferimos la “realidad amplificada” del mundo virtual a la realidad del mundo cotidiano.

Y lo siento pero tengo que afirmar que “la arruga es bella” porque implica mucho más de lo que pensamos o soñamos.

El “ideal” acompleja al adolescente que ve brotar en su rostro una espinilla, estigmatiza a la que padece hipotiroidosmo bajo la dictadura del “peso perfecto”, obsesiona al que ve como se extienden sus “entradas” en la búsqueda de panaceas y bisoñés. El “ideal” es mutable y, por definición, insatisfactorio. Menuda frustración padecerían las Gracias de Rubens si pudieran percibir que, tras notables esfuerzos por acumular celulitis, les sobra belleza por todos lados.

La Biblia se aparta de la tradicional cosmovisión platónica (idealizante y lejana de la realidad) para decirnos que, incluso en los relatos palaciegos, la más bella de las durmientes también tiene insomnio por amores y, posiblemente, ronca. Cuando Salomón escribe el Cantar de los Cantares no se enmarca en irrealidades, no es la Chanson de Roland (¿hubo en Roncesvalles algo más que una escaramuza?), ni un Oratio Finus (la memoria sobre los fallecidos, usualmente, es bondadosa), ni una leyenda hagiográfica (y las hay en todas las religiones, incluso en la nuestra), ni la Teogonía de Hesíodo (heredera y generadora de mitos) ni, es de agradecer, la Cárcel de Amor de Juan de Flores (antecedente literario de culebrones de media tarde). El Cantar de los Cantares además del sano amor conyugal, de escenografías espectaculares de pompa y algarabía, de intercambios de adjetivos y otros piropos propios de enamorados nos presenta a una muchacha que reconoce su realidad de doncella bronceada (sumamente terrible y carente de estética aristocrática en aquella época) y la convierte en belleza. Permitidme una traducción con cierto aire rioplatense:

Soy morocha, hijas de Jerusalén,

pero linda como las carpas de Cedar,

como las cortinas de Salomón.

No se fijen en que soy morocha,

es que el sol me miró.

Se enojaron mis hermanos contra mí,

me obligaron a cuidar las viñas

y no tuve oportunidad de atender la mía.

(Cnt 1,5-6)

Detrás de este texto hay mucha sabiduría pues nos enseña a ver. Cantares nos indica que tenemos que ser conscientes de lo que hay y, he ahí la genialidad del texto, sacar lo mejor de ello. La sabiduría no es ciega, ni distorsiona la realidad buscando un ideal irreal, muestra lo verdadero y su potencial. Escoge ver más allá de la melanina para contemplar las famosas tiendas de Cedar o los cortinajes cortesanos más chic.

Hay tanta naturalidad en el Cantar de los Cantares, tanto olor a Edén, que los tabúes se diluyen y surge la normalidad de la intimidad. Y tanta espontaneidad, tanta belleza real, escandalizó a los hijos de lo idealizado. A punto estuvo de salir del canon tan preciado texto y permaneció en él con el filtro de la alegorización, del platonismo que se avergüenza de la piel. Pocos libros de la Biblia han sido tan comentados por judíos y cristianos como éste, por algo será.[2]

Comparto, sin embargo, la visión clara de Richard Davidson sobre este asunto (he disfrutado cada página de este libro):

The human love relationship between Solomon and Shulammite is not the worthless “husk” to be stripped away allegorically to find the kernel, the “true” meaning, the love between God and his covenant community. Rather the love relationship between man and woman, husband and wife, described in the Sng, has independent meaning and value of its own to be affirmed and extolled, while at the same time this human love is given even greater significance as, according to the Song’s climax (8:6), it typologically points beyond itself to the divine Lover. Far different from the allegorical approach, with is fanciful, externally and arbitraly imposed meaning alien to the plain and literal sense, the Song itself calls for a typological approach that remains faithful to,and even enhances, the literal sense of the Song by recognizing what the text itself indicates –that human loves typifies the divine.[3]

Tengo, por tanto, que afirmar que la sabiduría nos enseña a ver lo que hay y, he ahí la superioridad de su naturaleza, lo que puede llegar a haber. Dios conoce lo que somos y nos quiere, conoce lo que podemos ser y se ilusiona. No le importa el color de piel de la sulamita sino la grandeza de su corazón. Y así, una pastorcilla pasó a ser reina aunque, posiblemente, roncara.

Sabiduría es saber ver, ver con los ojos de Dios.

Acto segundo

Las luces de los fluorescentes descansan sobre la mesa de estudio. Una gran biblioteca alberga a un grupo de eruditos.

Narrador: A la hora concertada acudieron sin dilación. De formas distintas y modos concertados fueron recalando hasta completar cada sitio. Todo estaba meticulosamente organizado: los documentos a doble espacio; las carpetas de escudo con águila bicéfala, torreones y leones enhiestos; y, cómo no, la lista de deberes diarios. Las plumas de reconocidísima marca y los vasos de suma transparencia yacían expectantes de acuoso fluido. El anciano doctor, alma pater de multitud de los presentes, relató con parsimoniosa cadencia las tareas a realizar: revisar algunas propuestas editoriales, debatir sobre el uso de los topónimos y la necesidad de generar una nomenclatura estandarizadora, recrear una perícopa isaiana a la luz de nuevos manuscritos qumránicos y, por supuesto, atender aquella petición. Aún tenía las palabras en su boca cuando sus ojos miraron más allá de las lentes de presbicia, deteniéndose en el joven traductor. Horas más tarde llegó el momento del punto en cuestión.

Traductor 1: Tenemos ante nosotros la flamante petición del traductor 22b. No sé si tengo una clara certeza de lo que pretende y no desearía llevar a equívoco sus notables propuestas, por ello, le ruego que sea usted mismo quien nos ilumine con su notable sugerencia.

Traductor 22b: Estaba trabajando con el segundo capítulo del libro de Esther y se me ocurrió una idea. ¿Por qué no llevar la traducción a un nivel realmente comprensible para la gente común? ¿Por qué no dejar a un lado las expresiones enrevesadas y recurrir al lenguaje de cada día?

Traductor 3: ¿Qué quiere decir exactamente?

Traductor 1: Estimado colega, por favor, no interrumpa al traductor 22b, estoy completamente seguro que nos acercará a una nueva dimensión de lo que hasta ahora comprendíamos como hecho interpretativo.

Traductor 22b: Creo que sería muy notable traducir Esther 2,7 con expresiones de actualidad.

Traductor 9: Como…

Traductor 22b: En lugar de decir que Esther, era de “hermosa figura y buen parecer” porque no decimos que era de “curvas imponentes y estaba buena”. El original nos permite…

Traductor 2: ¡Anatema!

Traductor 22a: ¡Anatema! ¡Anatema!

Traductor 1: Ven lo que les había sugerido acerca de incluir personal que proviene de instituciones públicas.

Narrador: El silencio inundó toda la estancia.

Ser sabio no siempre es sinónimo de intelectual o erudito, ni siquiera de genio. Nadie niega que hubo gente docta sumamente sabia pero, indudablemente, hay mucho conocimiento fundamentado en el ego, mucho currículo derivado de complejos y complicaciones.

Hace casi dos décadas cursé una asignatura de sociolíngúística en mi amada Barcelona. El docente que impartía el curso era un catedrático de notable trayectoria académica y política. El estilo de sus prendas, sus maneras refinadas, la modulación de su voz y el contenido de sus clases sólo podían despertar admiración en un joven estudiante. La precisión con que ejecutaba cada término nos instaba a clonarnos en forma y fondo. Hasta aquella clase en que opinó sobre los que habitan fuera de la centenaria universidad. El desprecio por el habla común me desagradó. Creo en la plataforma diastrática del lenguaje pero aborrezco la discriminación lingüística porque muchos confunden “simple” con “sencillo”.

Pensar que una expresión complicada, laberíntica y artificiosa es elevada responde a un sentir común pero no es cierta. Hay mucha profundidad en palabras sencillas. Desde el socrático “sólo sé que no sé nada” hasta el einsteiniano “me interesan los pensamientos de Dios, el resto son detalles” pasando por el “pienso, luego existo” de Descartes, ha habido mucha verdad en envases pequeños.

Complicar por complicar puede parecer académico, casi científico, pero no lo es. Ser preciso o técnico no tiene porque ser enrevesado. La distancia más corta entre el emisor y el receptor nunca será el laberinto. Y no sólo me remito al entorno universitario sino también al eclesiástico. Cuantos sermones se vacían con multitud de palabras, cuantos discursos se construyen amontonando oquedades. Sencillez no es simplicidad, sencillez es el arte de expresar lo profundo para todos y, además, disfrutarlo.

Salomón nos vuelve a dar una lección en esta línea cuando recopila y aporta la sabiduría no reglada de su tiempo, la de personas comunes en palabras comunes (y nos aclara que “común” no tiene porque ser “vulgar”). Proverbios es un elenco de sencillez para ser vivida. Y, en este momento, es preciso aclarar que la palabra hokmah (sabiduría) nunca se aleja de la realidad, de lo cotidiano; no teoriza, vive.

El sabio rey no duda en expresar con claridad sus objetivos:

Proverbios de Salomón,

hijo de David y rey de Israel

para conocer sabiduría y corrección;

para construir palabras bien construidas;

para adquirir corrección y prudencia,

justicia, juicio y equidad;

para regalar competencias a los sencillos,

corrección y discreción a los jóvenes.

(Pr 1,1-4)

La sabiduría se asocia con lo correcto. No hay ética situacional ni falacia que tergiverse la existencia del sabio porque lo bueno regula su vida. Una verdadera mente abierta se vincula a la fidelidad y, en ella, halla su grandeza y profundidad. La inteligencia para Proverbios es el resultado de las construcciones adecuadas no de la acumulación de construcciones. Los que crecimos en entornos educativos enciclopedistas tuvimos la tentación a confundir cantidad de datos con la calidad de éstos. Es hora de pararnos a analizar nuestras cosmovisiones y, si fuera necesario, realizar alguna que otra rehabilitación. Lo correcto se asocia con lo prudente porque nos sabemos humanos y falibles. ¡Cuánta sabiduría hay en aquel que conoce quien es y, sin tapujos, se acepta! Lo correcto, a su vez, se proyecta en el bien común, en la justicia social, en el sabernos personas. El sabio aporta estructuras de mejora, de consenso, de crecimiento. El sabio es un intelectual implicado con la realidad, un reconocedor de potencialidades y un gestor de transformaciones. El sabio se proyecta en los demás, por eso aporta habilidades a los naïf, a los jóvenes.

Sabiduría es saber vivir, vivir en Dios.

Acto tercero

El Aula Magna está a rebosar.

Narrador: El profesor proyecta una cita en la pantalla. Su voz se imposta, preñada de misterio, saboreando cada detalle de la lectura. Las palabras emergen masculladas y parsimoniosas. Algunos cuchilleos surgen del ala derecha.

Profesor: Esta cuestión del «uno más» es la clave de la génesis de los números, y en lugar de esta unidad unificadora que constituye el dos en el primer caso, propongo que consideréis la verdadera génesis numérica del dos. Es necesario que este dos constituya el primer entero que aún no ha nacido como número antes de que aparezca el dos. Y lo habéis hecho posible, ya que el dos está ahí para dar existencia al primer uno: poned el dos en lugar del uno y, consiguientemente, en el lugar del dos veréis aparecer el tres. Lo que tenemos aquí es algo a lo que puedo llamar marca. Ya tenéis algo que está marcado o algo que no está marcado. Con la primera marca tenemos el estatuto de la cosa. Exactamente de este modo Frege explica la génesis del número; la clase que está caracterizada por ningún elemento es la primera clase; tenéis el uno en el lugar del cero y luego es fácil comprender cómo el lugar del uno se transforma en el segundo lugar, que deja sitio para el dos, tres y así sucesivamente

Alumno 2: Pero, ¿no estábamos en clase de Psicoanálisis?

Alumno 1: No sé, yo hace rato que no me entero de nada.

Alumno 3: Silencio. ¿No veis que es una cita de Jacques Lacan?

Narrador: Una nueva transparencia y una nueva cita. La voz del docente se arrastra meticulósamente con cada expresión, con el sonido de cada vocablo.

Profesor: Si en la obra de Freud la identidad del sujeto humano se define como la Spaltung, este término designa también la fisión nuclear. También Nietzsche percibía su ego como un núcleo atómico amenazado de explosión. Por lo que se refiere a Einstein, desde mi punto de vista, la cuestión más importante que plantea es la de que la única esperanza que nos deja es su Dios, dado su interés por las aceleraciones sin reequilibrios electromagnéticos. Lo cierto es que Einstein tocaba el violín y que la música le ayudó a preservar su equilibrio personal. Pero para nosotros, ¿qué representa esa relatividad general que gobierna más allá de las centrales nucleares y que pone en duda nuestra inercia corporal, necesaria condición de vida?

Alumno 2: Pero, ¿no estábamos en clase de Psicoanálisis?

Alumno 1: No sé, como ya te he dicho, yo hace rato que no me entero de nada.

Alumno 3: Silencio. ¿No veis que es una cita de Luce Irigaray?

Profesor: ¿Qué sucede con ustedes?

Alumno 3: Nada.

Alumno 2: ¿Estamos hablando de Matemáticas, de Física o de Psicoanálisis?

Profesor: Estamos hablando de los grandes, un respeto.

Alumno 1: Vaya, parece que no soy el único que no se entera de nada.

Narrador: El murmullo inundó toda la estancia.

¿Qué tienen en común Alan Sokal, Lawrence M. Krauss, Jan Hendrick Schön, SCIgen y los Bogdanov? Un par de palabras: impostura y escándalo. Parece que está de moda colocar textos pseudocientíficos en revistas de prestigio y, después, airear el asunto. En 1996, Alan Sokal publicaba en Social Text un artículo titulado “Transgressing the Boundaries: Towards a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”. El mismo día en que el texto salía a la luz daba el comunicado de que era un pastiche incoherente y acientífico, después cargó contra los posmodernistas. Era el pionero de una retahíla de “enfants terribles” que incursionaron en las revistas de peer-review para cuestionarlas. Y la pregunta es: ¿cómo pudo suceder? Bien fácil, muchas personas piensan que confusión es profundidad.

Todos hemos tenido la oportunidad de conocer a alguien que es especialista en acirología. Emplea términos o conceptos que no tienen nada que ver con el discurso que exponen pero, sea por su impostura o por el desconocimiento de la mayoría de los receptores, pasan por especialistas de cualquier disciplina. ¿Nunca os habéis encontrado con un teólogo que pretende, sin serlo, pasar por psicólogo? (esa era fácil), ¿o un administrador o político que pretende pasar por teólogo? (esa es actual), ¿o un científico que pretende pasar por dios? (esa es triste). Poca nuez para tanto ruído.

Qohélet pone sobre el tapete esta experiencia: todo parece confuso, ¿dónde está la sabiduría?, ¿dónde la certeza?, ¿dónde lo verdadero?, ¿todo es un mal sueño? Dice así:

Mira por donde que me dio

por entender la sabiduría

y por contemplar la faena

que se realiza en la tierra

sin pegar ojo

ni de día ni de noche,

y vi todo el trabajo de Dios.

¡El hombre no puede comprender

el trabajo que se ha hecho bajo el cielo!

Ya puede afanarse buscando

que no lo comprenderá,

el sabio puede decir

que lo entiende

pero no podrá comprenderlo.

(Qoh 8,16-17)

La realidad podría haber sido dramática si no fuera porque Salomón, en su oficio de Qohélet, aportó luz a la confusión. Y he ahí la clave de la sabiduría que viene de Dios: oferta claridad. No hay imposturas en el proceso comunicativo divino, no concuerdan con su condición de Dios de verdad y belleza. Dice el texto bíblico:

Cuanto más sabio fue Qohélet

más entendimiento enseñó al pueblo.

Escuchó, examinó y ordenó

multitud de proverbios.

Qohélet buscó hallar

las más deliciosas palabras

y escribir, con acierto,

palabras de verdad.

(Qoh 12, 9-10)

El proceso es sumamente interesante. Primero, a mayor sabiduría mayor generosidad en la transmisión de comprensiones. La profundidad intelectual es proporcional a la comunicación, a la divulgación de lo adquirido. Segundo, la enseñanza es un camino de ida y vuelta. El sabio escucha desde la sencillez, analiza y categoriza (o compone) para aportar, nuevamente, lo sencillo (mesalim) a los sencillos. Tercero, el sabio indaga hasta encontrar la forma y el fondo del discurso adecuado. Las palabras han de ser deliciosas, placenteras (no sólo comprensibles sino, además, agradables) porque el proceso pedagógico debe ser una experiencia positiva. A su vez, deben ser palabras de verdad porque la sabiduría camina de la mano de ésta.

Sabiduría, por tanto, es saber saber, saber con Dios.

Acto Cuarto[4]

El griterío de la turba aumenta por momentos.

Narrador: Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era de mañana, los judíos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la pascua.

Pilato: ¿Qué acusación traéis contra este hombre?

Los judíos: Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado.

Pilato: Tomadle vosotros, y juzgadle según vuestra ley.

Los judíos: A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie.

Narrador: Así se cumplía la palabra que el mismo Jesús había dicho, anticipando de qué muerte iba a morir. Entonces Pilato volvió a entrar en el pretorio, y llamó a Jesús.

Pilato: ¿Eres tú el Rey de los judíos?

Jesús: ¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?

Pilato: ¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?

Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.

Pilato: ¿Entonces, tú eres rey?

Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz.

Pilato: ¿Qué es la verdad?

Narrador: Salió otra vez a los judíos y la locura inundó toda la estancia.

Vivimos tiempos de luces equivocadas, de luces reflejadas, de luces de neón. Por ello, no está de moda ser sabio sino erudito, intelectual, docto, instruido, letrado, especialista, técnico, competente. Son tiempos de verdades pequeñas y a media voz, verdades mutables, verdades alteradas y extravagantes. Por ello no está de moda ser sabio sino friki, paradójico, estrambótico, sorprendente. Tiempos de incertidumbres, de confusiones asimiladas y asimilantes, de relativismos y otras tolerancias. Por ello no está de moda ser sabio sino eternos repetidores de la misma y equivocada pregunta: ¿qué es la verdad?

Algún día lo entenderemos, la cuestión adecuada es: ¿quién es la verdad?

Libertador S. Martín, en los lluviosos días, menuda Niña, de febrero del 2011


[1] Se divide el capítulo, a la usanza de Calderón de la Barca, en tres actos porque se nos antoja que la realidad de este mundo es, entre otras cosas, como una tarde de teatro donde la ficción y la certeza se entrecruzan.

[2] Cf. David Stern, “Ancient Jewish Interpretation of th Song of Songs in a Comparative Context” en Nathalie B. Dohrmann y David Stern, (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2008), 86-107.

[3] Richard M. Davidson, Flame of Yahweh: sexuality in the Old Testament (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 2008), 632.

[4] Sí, me contradigo a mí mismo (Cf. nota 1) pero… no podemos alcanzar la sabiduría ignorando este cuarto acto y, además, ¿cómo mencionar a Segismundo sin un ejercicio de libre albedrío?

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