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Creciendo en Cristo

El séptimo capítulo de Romanos es una continuación del discurso de Pablo respecto a la relación de los cristianos con ley, la realidad del pecado y la gracia de Dios. En el judaísmo del primer siglo, todos estaban familiarizados con la ley que, para muchos, se había convertido en un nudo corredizo alrededor de su cuello, un conjunto de reglas inflexibles que sólo puso de relieve cuán lejos una persona podía estar de los santos preceptos de Dios. ¡Qué diferente era ese cuadro de nuestra propia sociedad occidental! Hace unos años, un artículo en el periódico The Guardian de Gran Bretaña señalaba que “el pecado es tan ajeno a la mente contemporánea como ir a buscar agua de un pozo, [o] como zurcir los calcetines propios”. El artículo también sugería que el pecado es “obsoleto”, “algo que la gente joven no conoce ni le interesa”. [1]

Vemos a nuestra sociedad postmoderna, que ignora los principios absolutos de la ley de Dios, caída en el más profundo vacío moral, donde casi todo es permisible. Sin embargo, a pesar de los excesos de nuestra sociedad, los cristianos en la post-modernidad estamos llamados a observar la ley de Dios, pero no somos objeto de sus sanciones (Rom. 6:23) –todo el tiempo, por la gracia de Dios, tratando de hacer lo correcto.

Pablo comienza el capítulo explicando a sus lectores que ahora están muertos a la ley, Romanos 7: 4. “Por tanto, hermanos míos, vosotros también habéis muerto a la ley por el cuerpo de Cristo para que os caséis con otro, es decir con aquél que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios”. Esta era la buena noticia del sacrificio expiatorio de Jesús, a través del cual la humanidad podría ser liberada de la penalidad de la ley y vivir en Cristo. El Comentario de la Biblia del Púlpito afirma que “la ley, entonces, al dar a conocer el pecado al hombre, lo somete a su culpabilidad y a las consecuencias de su condena. Pero esto es todo lo que la ley hace; es todo lo que, en sí misma, puede hacer”.[2] En verdad, nunca fue el plan que la salvación se obtuviera por medio del guardar la ley en sí misma. Si así fuera, el joven rico se hubiera salvado, porque dijo respecto a los mandamientos: “todo esto lo he guardado desde mi juventud”, pero aún así se volvió muy triste (Mateo 19:20).

Hace unos años volví a mi auto estacionado para encontrar a dos hombres fornidos, claramente contratados por el aspecto impresionantemente intimidatorio de sus miradas, de pie junto a mi coche, que tenía una de sus ruedas trabada con abrazaderas. Se me informó de que a menos que yo pagara, tendría que recuperar mi vehículo en una ciudad distante. Tuve que pagar la multa para liberarlo, y el costo del remolque, aunque nunca fue remolcado. Todo esto ascendió a £ 340, las que pagué, y me fui no tan alegre. La sensación de que me habían robado no desapareció, y, durante un año denuncié a la empresa controladora de los estacionamientos a través de los tribunales, hasta que finalmente gané mi caso. El juez decidió que la empresa no había dejado claro que era ilegal estacionar en esa zona, ya que sus señales estaban mal colocadas, lo que era equivalente a una trampa.

La ley ha sido dada para que podamos saber cómo vivir una vida digna de la gracia que nos es dada. Pablo dice que “la ley es santa, y el mandamiento es santo, y justo, y bueno” (Romanos 7:12). Doy gracias a Dios que Él nos ha dejado en claro cuáles son sus requerimientos. No me gustan las leyes secretas y poco claras, cuya finalidad es garantizar que paguemos una multa. David mostró la parte integral que la ley ocupaba en su relación con Dios, cuando dijo: “tu palabra he guardado en mi corazón, para no pecar contra ti” (Salmo 119:11).

En el siglo XVI, Martín Lutero descubrió que las leyes de Dios y el hombre, por sí mismos, eran incapaces de salvar, lo que causó una revolución en su época. La iglesia de sus días hacía casi imposible servir a Dios. Sin embargo, en el adventismo del siglo 21, ¿podría ser que también nos sintamos incómodos al aceptar que ya no estamos bajo la condenación de la ley? Como adventista de tercera generación, yo tenía más de veinte años cuando me di cuenta de que realmente necesitaba la gracia. Al comer productos vegetales, estudiar la lección trimestral, y asistir a reuniones de la iglesia, podemos engañarnos y pensar que estamos guardando la ley, y que eso nos asegura un lugar en el reino. Hemos incursionado en la bigamia: nos casamos con Cristo y con la ley, creyendo que la ley debe tener, seguramente, algún poder para salvar. En el peor de los casos, hemos tenido la parafernalia del cristianismo, pero negamos a Cristo. Observar la Ley sin tener al Legislador, es mortal.

Luego Pablo continúa con lo que es, sin duda, la sección más conocida de este capítulo: la lucha entre el yo y el pecado. Explica que está “vendido al pecado” (Romanos 7:14), que es “cautivo de la ley del pecado” (7:23), que ha sido engañado por el pecado y muerto por él (7:11), siempre queriendo hacer lo bueno, pero con el resultado de hacer el mal (7: 19). En el clásico libro El progreso del peregrino, después del encuentro con un “villano”, Cristiano canta:

La pruebas que esos hombres encuentran,

los que son obedientes al llamado Celestial,

son múltiples y adecuadas a la carne,

y vienen, y vienen, y vienen, una y otra vez. [3]

Pablo estaba muy familiarizado con las pruebas que el cristiano enfrenta, y por eso dice:

Yo sé que nada bueno habita en mí, es decir, nada bueno mora en la parte de mí que es terrenal y pecaminosa. Quiero hacer las cosas que son buenas, pero no puedo hacerlas. Yo no hago las cosas buenas que quiero hacer, sino las cosas malas que no quiero hacer, eso hago; entonces no soy yo el que las hace, sino el pecado que mora en mí; él hace esas cosas (Romanos 7:18-20).

¿Está el cristianismo condenado a ser un vacilante proceso de fallas crónicas? ¿Un sometimiento constante a la “ley del pecado”, pero sirviendo a Dios en nuestra mente? Todo cristiano practicante, en algún momento, si no continuamente, ha podido identificarse con los sentimientos expresados por Pablo en estos versículos. La manera circular en la que estos versos están escritos, expresa la frustración de los pecadores salvados por gracia pero atraídos por el pecado. Incluso mientras escribo, estoy convencida de lo lejos que puedo estar de la marca, de que el pecado mora en mí y muy a menudo produce sus frutos.

Todavía más, es posible que muchos de nosotros, incluida yo misma, miremos las diversas situaciones de nuestra vida y, a veces, débilmente digamos “porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” –y luego continuemos nuestro camino pecaminoso, resignados a la miseria de nuestra situación. Sin embargo, el discurso de Pablo no es una apología de los cristianos apáticos y derrotados. Pablo dice en Romanos 6:14-15: “vamos pues, que el pecado no reine en vuestros cuerpos mortales, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias […] Porque el pecado no tendrá dominio sobre vosotros, pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”.

Pablo también dice en Romanos 8:13: “Porque si vivís según la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”. Por lo tanto, la vida en el Espíritu ayudará a matar a nuestra naturaleza carnal. No vamos a continuar en el estado que Pablo describe en Rom. 7:7-25. Me inclino a creer que Pablo estaba hablando de su anterior relación con el pecado cuando escribió este pasaje.

Si Pablo se refería a sus luchas pasadas o presentes, es algo que se puede discutir. De cualquier forma, no debemos olvidar que dondequiera que Pablo iba, la gente se convertía, o bien trataban de encarcelarlo o matarlo. En otras palabras, nadie quedaba indiferente. Aunque fuera un hombre “miserable”, dejó un poderoso testimonio de cómo el poder de Dios puede transformar la vida de un pecador. A pesar de nuestros muchos tropiezos, tenemos que seguir “extendiéndonos a lo que está delante” (Filipenses 3:12). Edward Schillebeeckx lo dijo bien: “en términos de crecimiento espiritual, la fe-convicción de que Dios me acepta como soy, es una gran ayuda para ser mejores. Para el cristiano, siempre tiene que haber progresión”.[4]

El crecimiento es la clave para el hombre y la mujer de Romanos capítulo 7. El gran poeta Alfred Tennyson lo expresó mejor:

Sólo tenemos la fe: no podemos saber;

Porque el conocimiento es de las cosas que vemos;

Y sin embargo, confiamos en que viene de ti

un rayo en la oscuridad: déjalo crecer.

In Memoriam

NOTAS:

1. Julian Baggini, The Guardian, 9 de mayo de 2006

2. Hechos y Romanos, vol. 18 de El Comentario del Púlpito, ed. H. M D. Spence y Joseph Exell, p. 181.

3. Juan Bunyan, El progreso del peregrino, traducción moderna del rev. Hazel Edward Baker (Bridge Logos: 1988) p. 99.

4. Edward Schillebeeckx, Jesús: Un experimento en Cristología (Nueva York: Seabury Press, 1976), p.165.

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