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Para un tiempo como éste: el apóstol Pablo

Textos clave: Hech. 9:1-9; 22:3-5, 25-29; Rom. 7:19-25; 11:1, Fil. 3:5; 2 Ped. 1:3-8.
El apóstol Pablo tuvo un impacto poderoso en el mundo conocido de su tiempo, llevando el cristianismo más allá de los confines geográficos de Israel. Su vida y ministerio es un modelo para nuestra misión actual.
El mensaje cristiano de Pablo es, sin duda, diferente al de Jesús. Y no podía ser de otro modo, porque Pablo no es Jesús. Además, vivió circunstancias diferentes. Jesús se movió en tierras judías y habló principalmente a judíos; Pablo, en cambio, predicó principalmente a gentiles.
Pablo tenía profundas raíces judías y se sentía orgulloso de ello (Filip.3:4-6). Era judío desde el nacimiento, por lo tanto había sido “circuncidado al octavo día”. Podía trazar su árbol genealógico llegando, en sus raíces, hasta el mismo Israel. Era de la tribu de Benjamín, la que había dado a Israel su primer rey. Hablaba hebreo. Era fariseo (el partido más nacionalista y tradicional) e hijo de fariseo. Era perfectamente obediente a la Ley de Moisés, hasta el punto de ser “irreprensible”. Y por si fuera poco, había perseguido a la iglesia de Jesús con un celo feroz y activo.
Pero su encuentro personal con Jesús le había hecho cambiar de paradigma.1 Su cosmovisión cambió. Cambió su fanatismo fariseo. Se convenció de que Jesús era el Mesías que él e Israel habían esperado por siglos. Esto significaba, en primer lugar, que la comunidad hebrea de seguidores de Jesús –de los cuales él era un representante— eran realmente judíos “en lo interior” y no superficialmente (Rom. 2:28-29). En segundo lugar, significaba que los no-judíos que seguían a Jesús habían sido “injertados en el buen olivo” (Rom. 11:17, 24) que era el pueblo de la alianza, Israel.
Creo que el primer aspecto en que deberíamos tomar a Pablo como modelo para nuestra misión actual, es nuestra manera de entender al pueblo judío. Con respecto a esto, los que debemos cambiar de paradigma somos nosotros. Nos hemos acostumbrado a repetir, sin reflexión ni crítica, que Dios ha rechazado a Israel. Esto es totalmente opuesto a lo que enseñaba Pablo. “¿Ha desechado Dios a su pueblo? En ninguna manera, porque yo también soy israelita, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín” (Rom. 11:1). No debería haber duda de que Pablo se refiere aquí a la nación judía, al “Israel étnico” y no al así llamado “Israel espiritual”, como puede advertirse cuando en el versículo anterior habla de “Israel . . . pueblo rebelde y contradictor” (10:21). Para no dejar sombra de duda, se refiere a su nacionalidad israelita según la carne: de la tribu de Benjamín, descendiente de Abraham.
Para Pablo, la iglesia cristiana no es una entidad separada del judaísmo, ni es su reemplazante. Para el apóstol, el Nuevo Pacto fue hecho por Dios con los judíos que creían en Jesús –que eran varios millares (Hechos 2:41; 4:4; 21:20)— y con los “gentiles” que habían sido “injertados” en Israel. Si compartiéramos la visión de Pablo, nuestra misión con respecto a los judíos no sería despectiva ni jactanciosa (ver Rom. 11:18). Aunque no seamos judíos ni sintamos el mismo amor que sentía Pablo por su nación (Rom. 9:3), nuestra actitud hacía los judíos debería ser de humildad y gratitud.
El segundo aspecto en el cual deberíamos tomar a Pablo como modelo, es el que se refiere a su espíritu no sectario. Para los bautizados en Cristo “ya no hay judío ni griego” (Gál. 3:28), dice Pablo. Obviamente quiere decir que las diferencias étnicas existen, pero no importan. Tampoco importan las diferencias de género: “no hay varón ni mujer”. Los privilegios de cualquier naturaleza que pongan al varón por sobre la mujer –en la sociedad y en la iglesia— violan este principio. Lo mismo ocurre con las diferencias sociales: “No hay esclavo ni libre”, todos somos uno en Cristo Jesús.
Las implicaciones misioneras de esta enseñanza paulina son de central importancia. La “igualdad, la fraternidad y la libertad” deberían haber movido a la Iglesia a transformar el mundo mucho antes de que lo empezara a hacer la Revolución Francesa. Y el cambio podría haberse hecho sobre la base de principios cristianos, con fundamento en el amor a la Humanidad y a su Creador.
Para adquirir esta perspectiva no sectaria, Pablo tuvo que darse cuenta de cuál era el espíritu que movía a Cristo. Cuando entendió que Cristo “murió por todos”, cayó en la cuenta de que no podía seguir teniendo una actitud fanática de exclusivismo denominacional. Su ceguera física producto del encuentro con Jesús, en el camino a Damasco, seguramente le hizo pensar en su terca ceguera espiritual. Entonces dejó sus actividades persecutorias y se dedicó a predicar sólo a Cristo crucificado por nuestros pecados y resucitado para nuestra gloria.
No será fácil que, como adventistas del Séptimo Día, renunciemos a nuestro exclusivismo denominacional. No será fácil que renunciemos a nuestras tradiciones para seguir verdaderamente la enseñanza de la Biblia. Pero si decidimos empezar a seguir el ejemplo de Pablo, tal como está escrito y no como lo interpretamos para favorecer a nuestra tradición, es posible que se nos caigan las escamas de los ojos y produzcamos un impacto poderoso en el mundo de nuestro tiempo. De lo contrario, esta lección de la Escuela Sabática será una más, que acomodaremos a nuestro gusto para alimentar nuestro orgulloso fariseísmo.
NOTAS Y REFERENCIAS:
1 Thomas S. Kuhn publicó en 1962 su ya clásico libro: La estructura de las revoluciones científicas, en el que señala que, de tanto en tanto a lo largo de la Historia, ciertos descubrimientos científicos revolucionan de tal manera al conocimiento sustentado por la comunidad científica, que es necesario realizar un profundo cambio en las presuposiciones, teorías, métodos, lenguaje científico, etc. Este cambio es denominado por Kuhn “cambio de paradigma”. Al descubrir a Jesús, Saulo de Tarso se transformó en Pablo, y cambió también su comprensión de la realidad.
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Carlos Enrique Espinosa, Doctor en Filosofía por la Universidad Andrews, es Profesor de Teología y Filosofía, y escribe desde Argentina.

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