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Escuela sabática: El enigma de su conducta

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)
No hay absolutamente ninguna duda de que Jesús fue una constante fuente de perplejidad para sus contemporáneos. Esto parece muy extraño a los modernos lectores de los Evangelios, que se preguntan sobre la ceguera colectiva de Israel. De hecho, la teología cristiana nos ha acostumbrado a ver en Jesús al Mesías prometido, que da cumplimiento a numerosos textos del Antiguo Testamento, y nos asombramos ante la evidente incredulidad de los judíos. La razón de nuestra perplejidad se encuentra en el hecho de que Israel no entendió las profecías como nosotros. ¿Cómo se puede explicar eso?
Hagamos un alto por un momento y situémonos dentro del contexto que prevalecía en ese momento. Palestina estaba bajo el control de Roma y, como demuestra la historia, el control era rígido, por no decir brutal. La aspiración profunda de cualquier nación sometida, es la libertad. Pero en el caso de Israel, la aspiración era mucho más profunda debido a su conciencia de larga data de ser el pueblo elegido de Dios, que en diferentes momentos había sido liberado de los egipcios, de los filisteos, de los sirios, de los asirios y de los babilonios, respectivamente. La mayoría de las intervenciones de Dios consistieron en extraordinarias hazañas de poder. ¡Que Dios también liberaría a la nación del yugo Romano era un hecho! Por otra parte, la expectativa se había acrecentado debido a las innumerables promesas de un Mesías, que al igual que Moisés y Elías en la Antigüedad, vendría y expulsaría a los odiados conquistadores con una exhibición de gran poder. Esta era la conciencia nacional que existía cuando apareció Jesús.
Unos treinta años antes, habían circulado extraños rumores de un bebé nacido en circunstancias insólitas. Habían ocurrido milagros que hacían recordar antiguos sucesos históricos. Los pastores habían visto y oído a los ángeles cantando: “. . . en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. Un sacerdote muy respetado había quedado mudo, pero luego, al recuperar el habla, sus primeras palabras fueron: “. . . Nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David, . . . salvación de nuestros enemigos y de las manos de aquellos que nos aborrecieron” (Luc. 1:69-71). Además, se dijo que un ángel había anunciado a la madre embarazada que su hijo debería ser llamado Emmanuel, Dios con nosotros. ¡Una gran emoción!
Pasan treinta años y la emoción ha disminuido un poco. Entonces aparece un hombre vestido a la usanza de los antiguos profetas, e invita a la gente a prepararse para la venida de uno que es más poderoso que él. Es cierto que su llamado era para arrepentimiento, pero no es en absoluto difícil ver cómo la emoción causada por el anuncio de la venida de aquel “que es más poderoso”, desplazó a la idea de un arrepentimiento moral. Poco después, el hombre conocido como “Jeshua” comienza a predicar que, en efecto, el Reino ha llegado, y procede a transformar el agua en vino, echar fuera demonios, sanar a los enfermos, alimentar a las multitudes, y resucitar a los muertos. Marcos resume así la emoción producida: “Muy pronto se extendió su fama por todas partes, en toda la región de Galilea” (1:28). En poco tiempo, la fiebre también llegaría al sur, a Judea. En todas las mentes se estampó la idea de que el héroe había llegado.
Pero entonces, Jesús comienza a hacer algunas declaraciones bastante inesperadas, por no decir extrañas, tales como: “Amad a vuestros enemigos, . . . si os piden algo, haced aún más”.
Las declaraciones son acompañadas por acciones que causan mayor preocupación. Jesús sana al siervo de un centurión romano; pasa tiempo con los samaritanos; alimenta a cuatro mil paganos en la región oriental del Mar de Galilea. Las palabras y las acciones no anuncian el tipo de liberación que la nación está esperando con impaciencia: principalmente liberación política. Tres largos años de espera se van. Al final, la esperanza parpadea y muere. Bajo la instigación de los líderes religiosos, que determinan que es conveniente que el pseudo Mesías muera, se enturbia el estado de ánimo de la nación y el drama, en lo que respecta al pueblo, culmina en violencia en el monte Gólgota.
En el momento en que Jesús es asesinado, los mismos discípulos aún no han entendido la verdadera naturaleza de la libertad ofrecida por su Maestro.
Con este contexto en mente, no es difícil ver por qué la conducta de Jesús fue tan desconcertante para sus contemporáneos. Sólo un ejemplo de ello: la higuera maldita y los vendedores expulsados del templo. La narración de Marcos (11:12-23) es muy interesante, porque es el único evangelista que relaciona ambos eventos, como si hubiesen ocurrido en una secuencia: en primer lugar la maldición de la higuera, luego de la expulsión de los mercaderes, y en seguida la interpretación del incidente de la higuera. Marcos cita a Isaías y a Jeremías para explicar las acciones de Jesús. Isaías 56:1-8 había identificado el templo como el lugar que Dios destinó para que fuera una casa de oración para todas las naciones. Dios había diseñado el templo como una invitación suya a los extranjeros (los no judíos) y a los eunucos (“Yo soy un árbol seco”). Los judíos restringían el acceso de esas personas, que sólo podían ingresar al patio exterior del templo. Y entonces los judíos convirtieron la Casa de Oración de Dios en un mercado, impidiendo de manera efectiva que los gentiles tuvieran la posibilidad de adorar.
Marcos también cita a Jeremías 7: 11, que dice que el templo se había convertido en una cueva de ladrones. Una cueva es un lugar que ofrece refugio, seguridad y confort. Los judíos habían llegado a creer que podían comportarse como quisieran, y venir, a continuación, al templo diciendo: “estoy seguro”. Al expulsar a los vendedores (siervos de los sacerdotes), Jesús reincorpora el patio al templo, permitiendo que los no-judíos y los marginados tengan libre acceso a Dios. En cuanto al sentido de seguridad espiritual que tenían los judíos, es reducido a la nada. La nación era simbolizada por la higuera cubierta con follaje de color verde (el cual representaba a las bendiciones de Dios); Jesús la maldijo y se secó, es decir, dejó de tener vida y de ser productiva. Marcos utiliza la ironía. El árbol seco ya no es el eunuco, sino Israel. Israel ha de ser sustituido por un nuevo pueblo. ¡Hablemos de conducta desconcertante; chocante es quizás más preciso!
Tal vez la lección para los adventistas del Séptimo Día es que deben estar siempre conscientes de que el mismo peligro acecha. Los que confiamos en nuestro “supuesto” conocimiento de las profecías de los días finales, ¿será posible que hayamos puesto a Dios en una caja y que seamos tomados por sorpresa si Él no actuara de acuerdo a nuestros bien diseñados escenarios, con gráficos y todo?
Eddy Johnson es pastor de la iglesia Adventista del Séptimo día, en Sidney, Australia.

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