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Unidos por el amor

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“Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todo tu poder” (Deut. 6: 5). Este mandamiento parece fuera de lugar en nuestros días. ¿Acaso es posible amar bajo compulsión? Para nosotros el amor debe ser espontáneo, debe salir de adentro. Es imposible amar por obligación. Entendemos que el amor es básicamente un sentir que sale del alma por razones inexplicables. Como dijera Pascal, el amor tiene razones con las cuales no se puede argumentar. Mandar a otro a amar es provocar una reacción negativa. Es quitarle valor a su persona negándole valor a lo más intimo de su ser. Nosotros entendemos al amor en la tradición romántica que ve en la naturaleza la unidad de todas las cosas, y entiende al amor como la fuerza que une a los que existen separados pero saben que pertenecen a una unidad primordial. El romanticismo considera al ser humano completamente integrado a la naturaleza. El amor romántico tiene sus raíces en la profundidad subjetiva e inmediata que cuando surge a la superficie para expresarse lo hace apasionadamente, aún cuando está controlado por las estructuras estéticas internalizadas en una sociedad.

En el Antiguo Testamento amar es equivalente a elegir o preferir. O sea, es un ejercicio de la voluntad. El vocabulario del hebreo clásico no tiene palabras para describir estados y capacidades de la mente, y mucho menos para estudiar las formas en que la realidad subjetiva es analizada hoy. No contaba con las palabras “mente”, “razón”, “voluntad”, “argumento”, “conciencia”, etc. A las funciones mentales y psicológicas se las localiza en partes del cuerpo, y el corazón es el órgano de la voluntad, no de los sentimientos. Estos están en el estómago y los intestinos, en las entrañas. Tiene sentido, por lo tanto mandar que se ame con todo el corazón, es decir con singularidad de propósito. Esta manera de ver las cosas se refleja, por ejemplo, en la bienaventuranza de los de limpio corazón, los de corazón sencillo o íntegro (Mat. 5: 8). El que no puede ejercer su voluntad, el indeciso, tiene dos corazones, no uno bien integrado.

Si amar es elegir, dar preferencia, el mandamiento de amar a Dios de todo corazón es perfectamente inteligible. Amar a Dios es elegir a Yahvé en vez de a otros dioses. La constante tentación de los hebreos era servir a los dioses de los cananeos. Amar y servir a Yahvé era el requisito con que Moisés confronta al pueblo antes de entrar a la tierra de los cananeos. Por otra parte, Israel es el pueblo elegido o amado de Yahvé. Si bien Amós e Isaías reconocen que Yahvé también se ocupa de otros pueblos, para ellos, sin duda, Israel es el pueblo elegido con el cual Yahvé hizo un pacto. Israel es la niña del ojo de Yahvé. Es el pueblo elegido, preferido, amado.

Lo opuesto de amar, odiar, tampoco tiene las connotaciones de sentimientos poderosos de enemistad o desagrado provocados por prejuicios o deseos de venganza.

Que Isaac amaba a Esaú, pero Rebeca amaba a Jacob (Gen. 25: 28) sólo dice cuál era el preferido de cada uno de los padres. Que Jacob amaba a Raquel (Gen. 29: 18), pero Lea era aborrecida (Gen. 29: 31) nos dice que Jacob amaba a Raquel más que a Lea (Gen. 29: 30). Lea no era su esposa preferida. Tal uso de las palabras está claro en las siguientes declaraciones de Jesús: “El que ama su vida la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (12: 25), y en su descripción de que los que lo aborrecen a él aborrecen a su Padre también (15: 23-24). El narrador explica que esto era el cumplimiento de lo escrito en “su ley”, pero en realidad dicho por el salmista (Pss. 35: 19; 69: 4). Amar y aborrecer contrastan el uso de la voluntad y la necesidad de elegir. En nuestros días el que odia su vida en este mundo es diagnosticado un enfermo mental. Estos textos, sin embargo, hablan en contra de darle preferencia a la religión tradicional o a la vida en este mundo.

Según Juan, como notáramos en una columna anterior, tal vez más que ningún otro documento del Nuevo Testamento, respira la atmósfera del Antiguo Testamento. Aunque refleja un dualismo radical entre la carne y el espíritu, y utiliza el vocabulario griego con evidente sutileza y un amplio sentido de sus connotaciones filosóficas, presupone un buen conocimiento de las tradiciones judías. Esta amplitud cultural se manifiesta en la manera en que presenta el nuevo mandamiento proclamado por Jesús: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros: como os he amado, que también os améis los unos a los otros” (13: 34, cp. 15: 17). Como el mandamiento de lavar los pies unos a otros, este nuevo mandamiento está dirigido a la comunidad de los discípulos. Su cumplimiento es lo que ha de darles identidad: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (13: 35).

Que amar sigue siendo entendido como elegir o preferir es evidente en las referencias al “discípulo amado”, o sea el preferido. La noticia de que Lázaro está enfermo llega a Jesús como “He aquí el que amas está enfermo” (11: 3). Esta distinción es entonces relativizada por la explicación “y amaba Jesús a Marta y a su hermana y a Lázaro (11: 5), o sea, eran amigos preferidos. Algo distinto ocurre cuando el narrador dice que yendo al sepulcro de Lázaro “Jesús lloró”, y “los judíos” interpretaron esto diciendo “Mirad cómo le amaba” (11: 35-36). Esta escena es otra de las muchas llenas de ironía en que las cosas no son lo que aparentan ser. La interpretación de “los judíos” revela su falta de entendimiento. Pensar que Jesús lloró porque el que amaba había muerto es negar que Jesús es la resurrección y la vida. Jesús lloró, sin duda, por la frustración de tener que enfrentar la falta de visión de “los judíos” que continúan rechazando su misión. El no lloró para mostrar su humanidad o porque sus sentimientos tomaron posesión de su ser ante la angustia de las dos hermanas que han perdido a un ser querido. El lloró por la incomprensión de quienes no reconocen que están en la presencia del que puede transformar su condición de seres mortales.

En los Discursos de Despedida Jesús hace referencia al amor mutuo del Padre y el Hijo. Este amor manifiesta la gloria que el Padre le ha conferido al Hijo porque lo ha amado desde “antes de la fundación del mundo” (17: 24). Esa gloria está velada durante el peregrinaje del Hijo por la tierra. La crucifixión del Hijo, que es su levantamiento o retorno al Padre, es declarada su glorificación. Es así porque la unidad del Padre y el Hijo fundada en el amor mutuo es restaurada cuando el Hijo es “levantado” a la región de “arriba”. O sea, al retornar dónde él estaba primero, el Hijo es “glorificado” puesto que la unidad que el amor establece ha quedado revelada a toda la humanidad.

Lo que Jesús quiere, y sobre lo cual él insiste en sus Discursos de Despedida, es que la gloria del amor que establece unidad sea una realidad en la comunidad de sus discípulos. El quiere que esa gloria sea también la gloria de sus discípulos (17: 22). El amor que proyecta la gloria de Dios no es el amor romántico basado en la subjetividad que todos los seres creados comparten en la naturaleza. Es el amor de la unidad que el Padre y el Hijo comparten en el ser divino y que, como bien dice Jesús, es evidente en que el Hijo sólo hace la voluntad del Padre (14: 31). Como resultado, el Hijo “mora” en el amor del Padre (15: 10). La unión efectuada por ese amor en sí refleja gloria. La pega que produce una unión que no es gloriosa no es el amor que produce la unidad del ser divino.

Según Juannos da una definición del amor que no es estrictamente preferir o elegir, como en el pensar hebreo, ni es la efusión emotiva de los griegos que se basa en las fuerzas impulsoras de la naturaleza, aún cuando no alcanza la profundidad subjetiva del romanticismo del siglo XIX. Aquí el amor es más que preferencia al elegir o sentimientos subjetivos que desean poseer a otro. Es el agente de la unidad del ser divino. Según Juannos da no sólo una nueva definición del amor como fundamento y agente de unidad, sino también una nueva definición de la gloria de Dios. En vez de ser la emanación del poder, la gloria es la manifestación del amor que efectúa la completa unión de quienes permanecen siendo quienes son. El Padre no es el Hijo, y el Hijo no es el Padre. Los dos, sin embargo, son uno porque los une el verdadero amor.

En Nicea (325 d.C.), en un concilio convocado por Constantino con el propósito de usar al cristianismo como el pegamento con la cual unir a las muy diferentes partes de su imperio, los padres de la iglesia establecieron la unidad del Padre y el Hijo introduciendo un nuevo vocablo al idioma, homoousios[del mismo ser], y le dieron a la unión una base ontológica. Ellos también especificaron, en oposición a Arrio, que el Hijo era “no generado”. Según Juan, que proveyó el fundamento para el desarrollo de una cristología basada en la noción del Logosque era “en el principio” con Dios, describe al Hijo como monogenes[generado solo], y al Padre y al Hijo como unidos por el amor.

El versículo más repetido de toda la Biblia probablemente es el que dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (3: 16). Normalmente se asume que el que ama quiere incorporar a otro en sí mismo. Lo primero que notamos en estas palabras es que Dios demostró su amor al mundo dando, desprendiéndose de su Hijo. No lo dio, sin embargo indiscriminadamente. Lo dio con un propósito bien definido. Lo dio para ensanchar el círculo de quienes están unidos. Dios dio al Hijo para que una vez levantado, glorificado, fuera el objeto de fe que debe ser visto por todos los seres humanos. Lo dio para que los que lo ven levantado, los que creen en él tengan vida eterna. En este evangelio tanto creer como amar aparecen, casi exclusivamente, como verbos o como participios. Los que creen son los que aman. Creer, como amar, es un poder que une. La glorificación del Hijo, que revela la unión del Padre y el Hijo en su amor, es el agente del amor que une a los creyentes en una comunidad que revela la gloria de Dios y atrae a otros al amor de Dios.

La gloria manifestada por el Padre en la glorificación del Hijo en la cruz debe también manifestarse en la comunidad cristiana que está unida por el amor, no por el poder, el conocimiento o la autoridad. En esa comunidad los mandamientos de Jesús, no la ley de Moisés que Jesús describe como “vuestra ley”, son los que se toman en cuenta: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, aquel es el que me ama, será amado de mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (14: 21). El cumplimiento de los mandamientos de Jesús está ligado al amor del Padre y del Hijo y hace que el Hijo se manifieste en quienes los guardan. El mandamiento de Jesús es que sus discípulos se amen mutuamente. Esto hará que él se manifieste en ellos y el mundo los reconozca como sus discípulos

En la primera Carta de Juan, un documento que refleja circunstancias unos años más tarde en la historia de la comunidad juanina, se da la definición final a esta manera de ver las cosas: “Dios es amor” (1 Jn. 4: 8). Los que son nacidos de Dios (1: 13; 1 Jn. 4: 7) no pueden ser otra cosa que la manifestación del amor que produce unidad tanto en el Padre y el Hijo como en la comunidad de los discípulos. La comunidad cristiana que está unida manifiesta la gloria del Padre y el Hijo (17: 26). El amor que la une está basado en la realidad última del ser divino: “Para que todos sean una cosa, como tu, Oh Padre, en mi y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una cosa: para que el mundo crea que tu me enviaste” (17: 21).

La doctrina esencial de Jesús es un desafío a la única doctrina fundamental de los judíos: Dios es Uno. Cuando “los judíos” detectan que Jesús reclama tener las prerrogativas exclusivas de Dios, ellos tienen aún más deseos de matarle (5: 18). Cuando Jesús declara, “Yo y el Padre una cosa somos” (10: 30), ellos otra vez tomaron piedras para matarle (10: 31). Cuando Jesús amplía esta declaración diciendo: “El Padre está en mi, y yo en el Padre”, ellos otra vez tratan de prenderle (10: 38 – 39). Estas declaraciones fueron hechas ante el público, y despertaron acusaciones de blasfemia, “siendo hombre, te haces Dios” (10: 33). Estando a solas con sus discípulos, Jesús enfatiza que la unidad que tiene con el Padre está fundada en el amor, y despliega una alternativa a la doctrina de Dios de “los judíos”: El Padre, el Hijo y todos sus discípulos son “Uno”. Analizando las palabras de Caifás, el narrador explica que lo dicho por el sumo sacerdote de aquel año era, en realidad, una profecía del significado de la crucifixión: “Jesús había de morir por la nación: y no solamente por aquella nación, mas también para que juntase en uno los hijos de Dios que estaban derramados” (11: 51-52). La unión por el amor del Padre y del Hijo no incluye sólo a los discípulos, sino también “junta en uno” a todos los hijos de Dios aún dispersos por el mundo.

Este es el método de evangelización que el Padre endorsa. El “mundo” ha de creer en el Hijo como el Enviado del Padre sólo cuando vea a la comunidad cristiana unida por el amor y cumpliendo el mandamiento de amarse mutuamente (17: 21, 23). Esto ha de darle a la comunidad de los que creen y aman la gloria que emana del Padre: “Y yo la gloria que me diste les he dado; para que sean una cosa, como también nosotros somos una cosa” (17: 22), puesto que en tal comunidad Jesús no sólo se manifiesta (14: 21), sino que está “en ellos” (17: 26). El Cristo Glorificado no está ausente. El mora en medio de los que moran en el amor del Padre y el Hijo. “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos en él morada” (14: 23). Dios no mora en templos (4: 21), sino en los que le aman. Es por eso que Jesús nos insta: “Morad en mi amor” (15: 9).

Foto de Earendil Collectibles.

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