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“Dando testimonio: la retórica de la influencia”

Cualquiera que haya leído los Evangelios sabe que Jesús conocía el poder de la retórica.  Sin embargo, la retórica de Cristo (a diferencia de la retórica griega) contribuye muy poco al arte de la persuasión formal.  Jesús a menudo hablaba en enigmas, en parábolas e imponderables que re-organizaban el alma humana, y hablaba con una “espada”, que hacía la última pregunta a todas nuestras artísticas evasiones.  Para decirlo de otro modo, Jesús no trataba de ganar debates culturales o religiosos, ni de apuntalar regímenes, y de acuerdo con la misma lógica, tampoco trataba de “ganar” almas por medio de un compromiso puramente ideológico.  El punto focal de sus muchas conversaciones con otras personas parece haber sido las mismas personas; nada interfería con esa realidad relevante cuando Jesús daba testimonio de la Verdad.  Él atraía y repelía a la gente, no porque ganaba las argumentaciones, sino porque iluminaba los corazones oscuros.

Cuando Jesús hablaba con un hombre o una mujer, no lo hacía con segundas intenciones: hablaba con las personas para su propio bien, no por el bien de la “causa” (aunque su “causa” era el único y verdadero “bien”) ni por la necesidad egoísta de atraer seguidores.  Él nunca permitió que su interés en una persona disminuyera si ésta no respondía de la manera correcta (sin embargo, no perdía tiempo en discusiones y palabrerías).  Jesús nunca se refirió a las personas con las que hablaba como “contactos”; no formuló métodos probados para “llegar a las almas”.  Jesús no suavizaba la Verdad con el fin de ganar adeptos (“dejad que los muertos entierren a los muertos”’), pero, por la misma razón, se negaba a permitir que un falso estándar de la verdad mantuviera a una persona fuera del Reino de los cielos.

Como ha observado Elton Trueblood, Jesús empleó un agudo ingenio con más frecuencia de lo que nosotros permitimos (imagine a un rico tratando de pasar por el ojo de una clavija), y rara vez perdió una oportunidad para desconcertar al statu quo (burlándose del diezmo de la menta, por ejemplo).  Con toda seguridad, Jesús perfeccionó sus habilidades retóricas en gran manera, pero no exclusivamente al servicio de los debates o de un conjunto discreto de doctrinas desvinculadas de la vida real e impuestas a los demás sin criterio.  La retórica de Jesús abrazaba la totalidad de la vida –la totalidad de la existencia del hombre.  Jesús no hablaba sólo a una cultura determinada, sino a todo el mundo; estructuraba sus conversaciones con el propósito de cambiar las vidas individuales y, al mismo tiempo, el curso de la historia de la humanidad.  Para hacer esto, Jesús encarnaba y enseñaba una manera profunda de vivir, no era un proveedor de clichés necios, mantras poco profundos, polémicas estridentes, sermones rebuscados, o explosiones de superioridad triunfal.

Jesús no sacrificaba la Verdad por el bien de una neurosis personal o colectiva (“¡Será mejor que gane algunos conversos, o no podré ser salvo!”), y nunca usó la Verdad para someter a una persona.  Jesús no se encerraba en un aislamiento egoísta ni se exhibía con la necesidad de probarse a sí mismo –no mostraba la timidez pusilánime ni, alternativamente, la frágil agresión de los espiritualmente absortos en sí mismos.  Jesús nunca llamó a la puerta de una persona sólo para repetir el paralizante parlamento: “Hola, soy cristiano, ¿estás salvado?”

Hace años, mi esposa Heidi y yo pasamos nuestra luna de miel de tres meses escalando paredes de roca en Yosemite.  Mientras vivíamos en el “Campo 4” (el tradicional campamento para la abigarrada población de escaladores) nos encontramos con dos recién graduados de una universidad de la Ivy League.  Pronto unimos fuerzas y los cuatro disfrutamos de algunas semanas escalando grandes paredes de granito y picos altos.  La actividad de escalar forja alianzas fuertes, debido a que el factor de la confianza debe ser alto, en vista de los riesgos inherentes.  Una tarde de agosto, después de un duro día de escalada, uno de nuestros nuevos amigos hizo la siguiente pregunta: “Karl, ¿usted es un cristiano fundamentalista?”  Esta misma persona había anunciado durante esa semana que él también se haría vegano (como nosotros), y aunque eso nos sorprendió (porque en un primer momento él nos había hecho bromas sobre nuestro estilo de vida vegano), yo no esperaba una pregunta acerca de mi fe, ya que no había dicho prácticamente nada al respecto.  Luego de un momento de reflexión (después de todo, no soy “fundamentalista”, porque no creo en la doctrina de la “inspiración verbal” de la Bilia) sólo se me ocurrió decir: “Sí, soy un cristiano fundamentalista; creo que la Biblia es la Palabra misma de Dios”.  Hubo una pausa bastante larga, hasta que por fin mi nuevo amigo murmuró la siguiente respuesta: “¡Bueno, tú eres el único cristiano fundamentalista que he querido!”

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

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