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Pensar la fe (2): René Girard (Aviñon, 1923)

Para este antropólogo francés, emigrado a EEUU (lugar donde acepta el cristianismo, aunque manteniéndose muy crítico con la Iglesia Católica como institución), la Biblia aporta una comprensión novedosa respecto al problema de la violencia, que carcome toda nuestra convivencia (11-S;11-M; las revoluciones árabes:  Egipto, Libia, Siria; Afganistán; violencia doméstica, familiar, adolescente, callejera, etc…).

Por eso, los análisis científicos no deben despreciar aquello que las religiones pueden aportar a la hora de explicar fenómenos tan destructivos como éste: “La Biblia y los Evangelios hacen penetrar en el mundo una verdad que, con anterioridad a ellos, no estaba presente…[Tiene enorme interés] mostrar la superioridad de lo bíblico sobre lo mitológico…La Biblia y los Evangelios hacen comprender, y al mismo tiempo corrigen, aquello mismo que los mitos tuercen y falsean sin ni siquiera darse cuenta….” [1]

Analizando los citados mitos o lecturas literarias como el Quijote, Girard sostiene que los humanos somos seres que deseamos continuamente cosas (el protagonista de Cervantes, quiere ser un perfecto caballero andante). Pero esos deseos son el resultado de tomar como modelos a otras personas, imitando aquello que tienen o hacen (D. Quijote admira profundamente a Amadís de Gaula y le copia -es el ‘deseo mimético’ que describe Girard-).

Copiamos los anhelos de otros, porque queremos ser como esos otros: deseamos tener el último todo terreno de ‘Porsche’, porque nos fascina el ejecutivo triunfador que lo tiene en el adosado de enfrente. Esto nos conduce a competir por lo mismo y genera los conflictos que desembocan en violencia (física o mental). Esa comparación continua, esos deseos siempre insatisfechos, acaban en guerras de todos contra todos (como ya insinuaron Hobbes y Schopenhauer).

Los mitos clásicos resuelven la desunión del grupo acusando a un falso culpable y asesinándolo. Se pasa de la situación en que muchos desean lo mismo (lo que les produce división y enfrentamientos) a unirse en el odio hacia un responsable erróneo que debe sacrificarse para que vuelva la armonía. Así, en lugar de ‘todos contra todos’, se pasa al ‘todos contra uno’: el odio contra el diferente une a los antiguos enemigos (el mito griego de Edipo, propone matar al protagonista para que cese la plaga sobre la ciudad).

Pero la Biblia y los Evangelios plantean la cuestión de una forma muy distinta. Denuncian, con originalidad única, esta falsa solución del presunto culpable. Además, subrayan los efectos devastadores a los que impulsa la violencia. Caín y Abel, José y sus hermanos, son narraciones donde aparece el conflicto: se desea lo que tiene o disfruta el otro. Pero tanto Abel, como José, son defendidos de las acusaciones vertidas contra ellos. No resultan culpables. En el sacrificio solicitado a Abraham, no se derrama la sangre de Isaac. En el juicio de Salomón (ante las dos madres que reclaman al mismo niño), la progenitora verdadera renuncia a su maternidad, con tal de que no sacrifiquen al fruto de sus entrañas. Job sufre hasta rozar la aniquilación, pero resulta inocente (Dios no está castigando sus errores).

Finalmente, es Jesús con quien llega el escándalo a una cultura que construye su unidad, asesinando a falsos culpables. Los sacerdotes y el pueblo exigen unánimemente sacrificar  a un inocente. Pero “El Dios del cristianismo…[es] el Dios no-violento que acepta convertirse él mismo en víctima para liberarnos de nuestras violencias.”[2] Esta es la revolución del nazareno, que no encontramos en ninguna otra religión, texto mítico o revelación. Ella  rompe las espirales de la violencia, favorece el surgimiento de nuevas relaciones sociales donde las acusaciones  son sustituidas por el perdón y el deseo abandona las comparaciones conflictivas, para hacerse donación.

Si Satán representa la figura del querer ser igual a Dios, rivalizando con Él (lo cual nos entrega a la continua insatisfacción, pues siempre puede haber alguien mejor que nosotros), Jesús se muestra en la debilidad de la cruz, para romper ese modelo de ansiedades infinitas, esa competencia destructora.

“Jesús dijo: ‘Bienaventurado el que no fuere escandalizado en mí’ -Mt 11:6-. Y una de las formulaciones más bellas de S. Pablo es ésta: ‘Mas nosotros predicamos a Cristo crucificado, a los judíos ciertamente tropezadero…y a los gentiles locura’ -1ª de Cor. 1:23-. La cruz es ‘skandalon’ porque los hombres no entienden un Dios débil, que sufre humildemente todo lo que le hacen sus perseguidores.

Entonces ‘skandalon’ significa incapacidad para escapar al estado mental que lleva a rivalizar por encima de todo, una actitud, de pura servidumbre, ya que nos pone de rodillas ante cualquiera que ‘nos esté ganando la partida’….[Con Jesús] no tenemos que entrar en el juego de alimentar rivalidades miméticas perpetuas. No tenemos que acusar a nuestro vecino, sino que más bien podemos aprender a perdonarle..”[3]

Para Girard, ahí se esconde la liberadora novedad cristiana.                                                  

 



[1]R. Girard, Los orígenes de la cultura. Conversaciones con Perpaolo Antonello y Joao Cezar Castro, Trad. de José Luis San Miguel, Trotta, Madrid, 2006, pp206-207.

[2]Id., p. 96.

[3]Id., pp. 109,110.

 

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