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¿Cristianismo en singular? El extraordinario malentendido (1/4)

 PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

Hay una pretensión común a todas las religiones, incluido el cristianismo, y quizá sobre todo él: creen ser la verdadera. Y esto lo asumen de forma sincera, por muy exóticos que parezcan sus planteamientos a los demás, convirtiéndose entonces esa pretensión de verdad, de elección, de predilección, en su propia vocación de ser: Si las demás religiones, aun teniendo retazos, pequeñas parcelas de la verdad, no han conseguido descubrirla al completo, hará falta que se levante un nuevo pueblo, elegido éste sí por Dios, una religión en singular, para que su verdad al completo sea revelada. He de decir, además, que habitualmente este pueblo elegido coincide con el nuestro, entendiendo como nuestro aquél en el que cada cual está.

Así, una religión ha de situarse por encima de las demás. En nuestro caso, el cristianismo por encima del judaísmo, del islam, del budismo o de cualquier otra manifestación religiosa.

Pero hay que ir más allá, porque dentro del cristianismo hay diferentes tradiciones: católicos, ortodoxos, protestantes. En nuestro caso, el protestantismo se erige por encima de las demás tradiciones, por lo que de las tres, católicos y ortodoxos, aun otorgándoles que puedan llegar a la meta, lo hacen obviamente rezagados.

Aquí no acaba la cosa. Porque si seguimos estrechando el lazo, dentro del protestantismo sigue habiendo distintas denominaciones: luteranos, reformados, calvinistas, evangélicos… ¿Cuál de ellas tendrá la razón?

Y aún hay más. Porque dentro de la denominación evangélica hay distintas iglesias, cada una con la pretensión inicial de convertirse en custodio de la verdad divina: evangélicos reformados, pentecostales, adventistas del Séptimo Día… Y aquí estamos nosotros.

Para ser sinceros, esto empieza a ser un poco agobiante y fatigoso, casi claustrofóbico, porque comenzamos a entrever que es un grupo cada vez más reducido de creyentes el que se postula para la elección. Lejos está ya la división entre religiones. Ahora casi diríamos que ojalá se hubiera quedado sólo en eso. Ya no se trata de ver si el cristianismo está por encima del judaísmo, del islam o del budismo. Ni siquiera de si el protestantismo está por encima del catolicismo, o de la tradición ortodoxa. Y ni aun esto: porque hemos llegado al punto de tener que decidir, dentro del protestantismo, si la denominación evangélica está por encima de las demás. Y más todavía: lejos de conformarnos con tanta división, nos planteamos cuál de las denominaciones evangélicas está por encima de las demás. ¿Serán los cristianos adventistas del Séptimo Día…?

En mi opinión, esto se debe a que nos hemos empeñado en descubrir quién está por encima de quién, cuando lo verdaderamente importante, lo nuclear, es descubrir qué esta por debajo de todos estos quiénes. Hemos olvidado el mensaje del “Jesús en plural”, para  perdernos en las discusiones de los “Cristianos en singular”.

Está claro, o al menos eso creo yo, que la solución a tantas divisiones no se percibe mirando desde arriba, para ver quién está por encima de los demás, sino mirando desde abajo, para ver qué está por debajo de todos los quiénes. ¿Hay algo por debajo, que pueda ser el real nexo de unión entre los creyentes, y entre éstos y los no creyentes? ¿Podemos saber, si lo hay, qué es eso que nos une a todos por debajo? Y por último: conocer eso que hay por debajo de todos, ¿podría deshacer este enorme malentendido que tanto nos divide y nos desune? Creo sinceramente que podría y que, además, como cristianos deberíamos ser los primeros en saberlo.

LA BASE DEL MALENTENDIDO

Las religiones tienen como finalidad explicar, justificar y organizar la relación de los seres humanos con Dios. Pues bien, supuesto este planteamiento elemental del hecho religioso, el cristianismo presenta una notable variante respecto de las otras religiones.

La originalidad del cristianismo consiste, entre otras cosas, en que no se limita a hablar de la relación de Dios con el ser humano, sino que, además de eso, establece como punto de partida, por debajo de todo y no por encima, la unión de Dios con el ser humano. Porque eso es, en realidad, lo que representa Jesucristo. Jesús, en efecto, fue humano. Pero no sólo eso. El Nuevo Testamento afirma que además de humano, e incluso antes que humano, Jesús es la encarnación de Dios en este mundo. Este hecho plantea un problema de naturaleza extraordinaria, que se deriva en una importantísima pregunta: La encarnación, entonces, ¿se trata de la divinización de lo humano, o de la humanización de lo divino? Es decir, ¿Jesús fue un ser humano que se convirtió en Dios, o fue Dios convirtiéndose en un ser humano?

Esta pregunta, que puede parecer sin relevancia para nuestra reflexión sobre “Cristianos en singular” es, sin embargo, importantísima. Porque de su respuesta depende nuestra comprensión del proyecto que Dios tiene para los seres humanos, creyentes o no, y, por lo tanto, del descubrimiento de qué es lo nuclear, eso de abajo que a todos es capaz de unirnos. ¿La misión del cristianismo consiste en divinizarnos o, más bien, la cuestión está en que esa misión consiste en humanizarnos? Cuando Jesús nos pide: “Sed perfectos, como vuestro Padre es perfecto”, ¿nos está proponiendo ser tan divinos como Dios, o tan humanos como Dios se hizo en Jesucristo? Es decir: ser de Dios, ser el pueblo de Dios, ser los elegidos por Dios, ¿consiste, antes que nada, en vincularnos con lo religioso, con lo sagrado, con lo de arriba, o más bien en ser cada vez más humanos, más hermanos, más de abajo? ¿Su proyecto para nosotros es ser como Él, o volver a ser como nunca debimos dejar de ser: humanos?

Entre personas radicalmente religiosas, o en ambientes marcados por la religión, el peso y la influencia de lo divino supera con mucho al peso y la influencia de lo humano. Además, lo divino se asocia con “lo religioso” y “lo sagrado”, mientras que lo humano se relaciona espontáneamente con “lo profano” y “lo laico”. Es decir, le dan más importancia a lo celestial que a lo terrenal, aprecian más el espíritu que la carne, valoran más el amor a Dios que el amor a los seres humanos, sienten más respeto por lo sagrado que por lo profano, luchan con más ardor por los derechos divinos que por los derechos humanos, están más preocupados por la vida del más allá que por ésta de más acá…

EL ENFRENTAMIENTO DE JESÚS CON LA RELIGIÓN

1. Dos proyectos incompatibles

Sabemos por los evangelios que la historia de Jesús estuvo marcada por el enfrentamiento con la religión. O al menos con una. O al menos con una forma de entender esa religión que fue el judaísmo del siglo primero. Un enfrentamiento que llegó hasta el extremo de su exclusión total hasta la muerte. Es decir, tanto los dirigentes de la religión como el propio Jesús vieron que ellos y él eran incompatibles.

La cuestión que se plantea está en saber si aquel enfrentamiento fue un incidente coyuntural, que pudo ocurrir o no ocurrir, o por el contrario en el conflicto de Jesús con aquella religión se nos revela algo mucho más profundo y hasta radical. Quiero decir: ¿se trata de que Jesús no se entendió con los sumos sacerdotes, letrados y fariseos, o el problema está en que el proyecto de Jesús y el proyecto de aquella religión como forma de vida excluyente, y como imperativo para la salvación, eran incompatibles? Estamos planteándonos aquí si Jesús vio y entendió aquella religión concreta, o cualquier otra religión en concreto, o incluso cualquier tipo de religión, como la única manera viable de participar en su proyecto. Y podríamos hacernos una pregunta aún más radical: ¿habría que deducir de tal enfrentamiento que Jesús pretendió iniciar un movimiento “no-religioso”?

2. Jesús fue un hombre profundamente religioso

Leyendo los evangelios con la objetividad que nos es posible, resulta evidente que Jesús fue un hombre profundamente religioso. Su relación con el Padre y sus enseñanzas sobre la relación que pueden tener los seres humanos con el Padre ponen de manifiesto la experiencia y el proyecto de un hombre para el que la religiosidad era central en su vida. Pero el problema no está en eso. El problema está en saber qué tipo y qué proyecto de religiosidad es el que quiso Jesús para sí mismo y para sus seguidores. Pues bien, si el problema se plantea desde ese punto de vista, está fuera de duda que la religiosidad de Jesús no sólo no se ajustó a la religiosidad establecida, sino que sobre todo entró en conflicto con ella. Es decir, que Jesús se confrontó con la religión que la sociedad a la que pertenecía aceptaba como verdadera.  Lo cual plantea uno de los problemas más serios que debemos resolver los creyentes, que consiste en saber si, desde las claves de comprensión que lleva consigo “lo religioso” y “lo sagrado”, es posible entender a un hombre que intencionadamente vivió de forma que acabó crucificado por voluntad de los representantes oficiales de lo religioso y lo sagrado; y que además quiso vivir como un laico, en el ámbito de “lo secular” y “lo profano”.

Una lectura de los evangelios que prescinda de la condición secular y laica de Jesús no podrá comprender ni lo que Jesús vivió, ni cómo vivió su relación con Dios, ni qué modelo de religiosidad nos quiso enseñar.

 

3. La religión que Jesús enseñó

Todas las iglesias cristianas, sin excepción, concluyen que Jesús es Salvador y Mediador entre Dios y los seres humanos. Yo, evidentemente, creo en esto con toda mi alma. Pero creo también que hemos extraído de esta verdad una conclusión como mínimo arriesgada, y es que, entonces, el cristianismo, y más particularmente el protestantismo, y más todavía el movimiento evangélico, y por último la iglesia cristiana adventista del Séptimo Día es el “nuevo pueblo de Dios”, el “nuevo pueblo elegido”, preferido sobre todos los demás pueblos y, desde luego, sobre las demás religiones. Ahora bien, está claro que desde el momento en que a Jesús se lo vincula con una religión que se sitúa por encima de las demás, existe el peligro de que el Evangelio, en lugar de unir a los seres humanos, con sus diversas culturas y tradiciones religiosas, sirva para dividir, separar, alejar y enfrentar a los humanos entre sí, que es la penosa realidad que ha manchado la historia del cristianismo. Y que sigue siendo motivo de incesantes confrontaciones, incluso entre los mismos creyentes en Jesucristo. Así las cosas, a cualquiera se le ocurre que un Jesús excluyente y causa de enfrentamientos no puede ser el verdadero Jesús.

Debemos ser sumamente cuidadosos y, más aún, respetuosos con la memoria de Jesús. En los recuerdos de la vida de Jesús, que son los evangelios, no se dice en ninguna parte que él excluyera a nadie ni de su amistad, ni de la esperanza, ni del sentido de la vida y de la salvación que él anunció y prometió. Jesús fue intolerante e intransigente sólo con los intolerantes e intransigentes, es decir, con aquellos que pretendían tener la exclusividad de la sonrisa de Dios y de su salvación, y querían con ello dominar y someter las conciencias de los demás, porque también contaban con la exclusividad de la ira y el ardor divinos. No dio juego a los hipócritas fariseos, que no faltan en ninguna denominación cristiana hoy en día, ni a los leguleyos y autoritarios, que tampoco faltan hoy. Jamás excluyó a paganos, ni a romanos o samaritanos, ni a gentes de los pueblos limítrofes a las fronteras de Israel. Tampoco a pecadores públicos, con los que comía y convivía habitualmente. Ni a las mujeres sometidas por una cultura machista, fuera cual fuera su conducta o reconocimiento social. Ni rechazó a los publicanos injustos y colaboradores con el poder opresor del imperio. Ni siquiera excluyó a Judas de su grupo más íntimo. Según Lucas 15 Jesús rompió barreras, derribó fronteras de separación, unió a las ovejas dispersas, a todos los perdidos. Aquel judío bueno y singular, Jesús de Nazaret, fue lugar de encuentro, de unión, de acogida para todos.

Pero muy pronto, sin embargo, poco tiempo después del inicio del cristianismo primitivo, la defensa de la sana doctrina, la supuesta fidelidad a Jesús ya no unía a los cristianos entre sí, ni a éstos con los demás creyentes o no creyentes, sino que los dividía. ¿Qué ocurrió, qué les pasó a los cristianos, que perdura hasta nuestros días?

4. La religión de Jesús vs. la religión del dogma: Un poco de historia

A mi humilde entender, les pasó “la doctrina”, el dogma. Los innumerables y aterradores concilios eclesiásticos de los primeros siglos son la crónica de esta deriva. El cristianismo pasó de ser una religión perseguida a convertirse en la religión del imperio. Y de todos es sabido que para el poder, que es lo nuclear de un imperio, no sirven aquellas palabras de Jesús ya tan antiguas y perdidas en lo más recóndito de la memoria: “Quienes no están contra mí, conmigo están”, sino al contrario, aquellas que sirvieron de excusa para el azote y la persecución: “Quienes no están conmigo, contra mí están”. Y así, en concilios pagados por los propios emperadores, mucho más preocupados por la supervivencia política del imperio que por el recuerdo de la persona y de las enseñanzas de Jesús, y viendo en el cristianismo la forma de aglutinar voluntades de poder, se fueron delimitando las fronteras de la sana doctrina y, como consecuencia, se pasó a la persecución y a la exterminación de la disidencia.

A medida que fueron pasando los años, tales divisiones y enfrentamientos fueron en aumento. Por eso se vio la necesidad de crear cargos de mando, con autoridad para imponerse y así evitar desviaciones doctrinales, que lo único que harían sería debilitar al imperio. Un estado de cosas que ya resultaba lejano a lo que los discípulos vivieron con Jesús en la primera hora. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: La relación con Jesús, que nos debe unir a los demás, sean cuales sean sus creencias, su origen, su conducta o su nacionalidad, se convirtió en relación con un orden sagrado de creencias, normas y leyes que nos distinguen, nos dividen y, a veces incluso, nos enfrentan.

Así, la adhesión original a Jesús, que fue motivo y espacio de encuentro entre seres humanos, empezó a ser causa de enfrentamiento de los creyentes entre sí por la defensa de doctrinas y observancias religiosas, y de éstos con los no creyentes. El encuentro con Jesús, que comenzó siendo un encuentro con un ser humano entrañable, que unía a todos los que se acercaban a él, empezó a degenerar en un sometimiento a verdades, normas y cultos religiosos que había que defender. El centro de la vida de los cristianos ya no estaba en Jesús, sino en la doctrina sobre Jesús. Y apareció la división, el enfrentamiento y las mil fracturas que ha generado el autoritarismo de quienes, con la rígida argumentación de mantener unida a la comunidad, lo que realmente hicieron, y hacen, es dividir y provocar heridas y fracturas que nunca curan ni tienen solución.

5. De la religión del dogma al olvido del mensaje de Jesús: El fanatismo

¿Qué nos pasó? Nos pasó que comenzamos a relegar al pequeño rincón de lo accesorio a la persona y las enseñanzas de Jesús de Nazaret, que acogía como bueno y como útil cualquier acercamiento humanitario y humanizante, viniera de donde viniera, y nos decidimos por lo sagrado y pseudoreligioso de la defensa a ultranza de los dogmas, y del trono que representaban. De ahí a la guerra santa ya sólo hay un paso. Y así ocurrió. Hasta nuestros días.

Por eso, la religión del dogma, que separa y excluye, puede dar la razón a Richard Dawkins, biólogo y azote moderno de creyentes, que en su libro “El Espejismo de Dios” llega a decir que “La religión puede ser una fuerza del mal en el mundo”. Fuerza del mal porque quien se considera en posesión de la verdad absoluta, del bien absoluto, de normas absolutas, lógicamente no admite dudas, ni diálogo, ni menos aún una opinión contraria a la suya. De ahí la intolerancia, la intransigencia, la rigidez extrema en todo cuanto pueda atentar a “lo absoluto”. Una postura, en definitiva, que lleva abiertamente al fanatismo y, normalmente, a la religión de confrontación. Si mi Dios, o la idea de Dios que me he hecho, o el nombre que le he dado, es el único verdadero, todos los demás son falsos. Esto, que ya es peligroso humanamente hablando, lo es más si pasamos al siguiente estadio: Si mi Dios es el único verdadero, y todos los demás son falsos, son además enemigos. Y sus seguidores, enemigos también a los que hay que combatir y abatir. Y llega la intolerancia, que no admite ni soporta lo diverso, y mucho menos lo opuesto o lo contrario. Por eso cualquiera entiende que cuando esto se “diviniza”, de la manera que sea y por el motivo que sea, semejante actitud puede degenerar en posturas aberrantes y sumamente peligrosas para la convivencia.

Es un hecho que hoy las religiones asustan a mucha gente. Porque de gentes muy religiosas brotan los fanáticos suicidas que se matan matando. O los que, sin llegar tan lejos, por motivos religiosos imponen obligaciones que son causa directa del contagio de enfermedades (caso del sida en África), del desprecio de colectivos enteros, como los homosexuales, a los que se ve como enfermos o pecadores, de la muerte de niños inocentes por no recibir una transfusión de sangre, o de la miseria de familias que pierden su sostén económico por no trabajar algún sábado, cuando la iglesia que les empuja a ello no es capaz ni siquiera de pasar una colecta para ayudarles. Todo esto es violencia. A veces, demasiada violencia, que tiene como matriz una religión mal entendida. La religión de lo absoluto de la verdad, que no tolera objeción. Y es precisamente aquí donde empiezan los problemas. Porque la validez absoluta de las propias convicciones puede convertirse, y la historia de fe de ello, en violencia para todo aquél que no comparte tales convicciones.

[Continuará…]

 

Foto de Nesher Guy

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