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‘Toda la congregación se regocije’: Culto, unidad y comunidad

 

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

El título de la lección de esta semana es “¡Feliz eres tú, oh Israel!”.  Su tema es la centralidad de la adoración en la experiencia de los antiguos hijos de Israel, y su punto principal parece ser que la adoración debe estar enfocada en Dios y no en nosotros.  Esta última es una opinión que comparto de todo corazón, como los lectores de la edición impresa de Spectrum pueden recordar [1].  Sin embargo, me parece que hay otro punto importante que se puede extraer de los episodios examinados en la lección de esta semana, y que todavía recibe poca atención: la importancia vital de la adoración en la construcción de un sentido de unidad y comunidad entre las doce tribus de Israel.  Esto será mi objetivo en el ensayo-comentario de esta semana.  Pero en el análisis de la adoración que promueve la unidad del pueblo de Dios, encontramos también una visión de cómo nosotros, como individuos, deberíamos adorar. 

Los lectores de la edición impresa mencionada sabrán que yo creo que el culto tiene un papel inmensamente importante en la unidad de la iglesia. Cuando se analiza la función del culto en la Iglesia primitiva, como se lo describe en el libro de los Hechos, y de cómo la adoración funciona sociológicamente, nos damos cuenta de que la adoración comunitaria nos ayuda a “estar más unidos. Nos convertimos más fácilmente en una comunidad” [2].  Vemos exactamente los mismos patrones en el Antiguo Testamento.  Esto sólo refuerza mi convicción general, pero también nos da una visión reveladora de la religión y la sociedad de los antiguos hebreos. 

El santuario y sus servicios fue el tema de la lección de la semana pasada y del comentario de Jim Lorenz.  Sin embargo, vale la pena que recordemos que el Santuario, literalmente, estuvo en el centro de la vida de Israel durante los 40 años en el Desierto; su centralidad era literal y metafórica.  El Tabernáculo, mientras estuvo en Silo, y más tarde el Templo, en Jerusalén, probablemente permanecían “fuera de la vista, fuera de la mente” para la mayoría de los israelitas durante el año, sin embargo los rituales y peregrinajes regulares a Silo y “Sion”, tanto para expiar los pecados como para adorar a Dios, significaban que el Santuario, ya sea el Tabernáculo hecho de lino y pieles, o el Templo construido con piedras, conservaba su importancia y centralidad.  Funcionalmente, el servicio del santuario (que estaba en el corazón de la vida de Israel en sentido figurado, y a menudo realmente) servía para fortalecer la unidad del pueblo de Dios en la tierra, así como para aumentar su sentido de la dignidad de Dios de ser alabado (digno de alabanza o adoración). 

Si bien el enfoque cronológico de la lección está en el período de los israelitas en el Desierto, tal vez el ejemplo más claro del papel de la adoración en la construcción de la comunidad se encuentra cerca del final del período histórico de los reinados hebreos. 

Cuando Ezequías llegó a ser rey de Israel en el reino del sur, Judá, con su capital en la ciudad santa de Jerusalén, la apostasía e idolatría habían estado tan extendidas por muchos años que el templo no era utilizado casi nunca (2 Crón. 29:7).  ¡Y cuando se celebraba una adoración allí, a veces era idólatra!  Por ejemplo, la Nehustán, la imagen de bronce de la serpiente que Moisés había usado en el desierto como foco para la curación de los israelitas mordidos por serpientes, era guardada el Templo, ¡donde la adoraban y le ofrecían incienso como una deidad  menor! (2 Rey. 18,4).  Como sugiere este ejemplo, el templo se había convertido en un vertedero para todo tipo de trastos y chatarra (2 Cron. 29,16).  Ezequías estaba decidido a restablecer el culto del único Dios verdadero, según los ritos prescritos en la ley mosaica.  Con este fin, hizo destruir la Nehustán y puso a los sacerdotes y levitas a limpiar y fregar el templo.  Se necesitaron siete días de limpieza antes de que los sacerdotes se sintieran dispuestos a reconsagrar el santuario y sus vasos sagrados, y otros ocho días antes de que el templo estuviera completamente limpio y listo para el culto público. (2 Reyes 18:4; 2 Crónicas 29:16-19).

Así, lejos de estar en el centro de la vida de Israel o de Judea, el templo se había convertido (para usar una maravillosa expresión del siglo XIX, lumber room en inglés) en un “cuarto trasero”, un lugar donde las cosas no deseadas e inutilizables, aquellas que resultan molestas, son convenientemente puestas a un lado.  El servicio del santuario había llegado a ser irrelevante, tal vez incluso en gran parte desconocido.  Estaba totalmente al margen de la vida de los hebreos en los días de Ezequías. 

Pero Ezequías lo cambió todo.  Volvió a introducir los sacrificios regulares y los servicios de adoración, incluyendo el canto de los himnos de alabanza por los coros y solistas de talento, y la música interpretada por trompetistas, cimbalistas y arpistas (2 Cron. 29:25, 27-28, 30).  El rey dirigió al pueblo en la adoración al Señor, y fue tal el entusiasmo con que el pueblo respondió a la oportunidad de adorar y pedir perdón por los pecados, que no había suficientes sacerdotes, y los levitas tuvieron que ayudar, a pesar de que normalmente no se suponía que asumieran un papel protagónico en los sacrificios (Vv. 29, 34). 

Habiendo así “puesto en orden el servicio de la casa del Señor” (v. 35), Ezequías estaba decidido a hacer más.  Decidió celebrar la Pascua, pero quiso hacer algo más aún.  Invitó a los habitantes del reino del Norte, Israel, para que vinieran a Jerusalén:

“Ezequías envió por todo Israel y Judá, y también escribió cartas a Efraín y a Manasés, invitándolos a venir a la casa del Señor en Jerusalén, para celebrar la Pascua del Señor, el Dios de Israel. . . .  El rey y toda la asamblea . . . decidieron enviar una proclama por todo Israel, desde Beerseba hasta Dan, llamando al pueblo a venir a Jerusalén y celebrar la Pascua [que] no se había celebrado . . . de acuerdo a lo que estaba escrito” (30:1,4-5).

Políticamente, esto era una provocación, y debe haber ofendido profundamente a Oseas, el rey del Norte –o Israel.  Jeroboam I, fundador del reino del Norte, había instituido el culto de los ídolos, los terneros de oro, precisamente para romper la influencia de Jerusalén sobre sus súbditos, ya que Jerusalén era la sede tanto del templo como también de los principales rivales de los reyes de Israel.  Oseas, sin embargo, probablemente no estaba en condiciones de hacer algo con respecto a la acción de Ezequías.  Había llegado al poder mediante el asesinato del rey anterior y, probablemente, tenía que preocuparse por las disidencias internas y, además, gobernar un reino que se estaba debilitando rápidamente bajo la presión del imperio asirio.  Ya muchos de sus habitantes habían sido deportados, después de la persistente resistencia de Israel a Asiria.  Tres años más tarde, los asirios sitiaron Samaria, la capital de Israel, que, tras un asedio de casi tres años iba ser capturada.  El resto de las diez tribus del reino del Norte iban a ser deportados lejos, más al norte.  Los samaritanos del tiempo de Jesús eran descendientes de extranjeros llevados a Palestina por los asirios; esa era una de las razones por las que los samaritanos eran despreciados por los descendientes de los exiliados de Judea que (adiferencia de sus contrapartes del Norte) volvieron a Jerusalén. 

Sin embargo, si bien podemos reconocer que la acción de Ezequías tenía una dimensión política, lo que es notable en el gesto del rey de Judea es que, a pesar de los largos siglos de religión sincrética y apóstata de Israel, Ezequías no tenía los perjuicios de los judíos de los días de Jesús.  Era un apasionado en la tarea de reunir a todos los descendientes de Jacob para que adoraran juntos al único Dios verdadero.  Y así, como nos dicen las Escrituras, “envió mensajeros por todo Israel y Judá, con cartas del rey y de sus funcionarios, que decían: ‘Pueblo de Israel, volved al Señor, el Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, para que él pueda hacer regresar al remanente, a los que han escapado de la mano de los reyes de Asiria’.” (30:6). 

Ezequías sabía que, a pesar de la historia de Israel, había algunos que “no habían doblado la rodilla ante Baal” o ante otras deidades paganas de su tiempo, así como había sucedido en los días de Elías (I Reyes 19,18).  Y por lo tanto, sus “mensajeros iban de pueblo en pueblo en Efraín y Manasés, hasta Zabulón”.  Como era de esperar, tal vez mucha gente “los despreció y ridiculizó.  No obstante, algunos de Aser, de Manasés y de Zabulón, se humillaron y fueron a Jerusalén” (2 Crón. 30:10-11). 

El resultado final fue una Pascua para recordar, ya que, por primera vez en muchas generaciones, los representantes de por lo menos seis de las doce tribus celebraron la liberación de Egipto que Dios había dado a su pueblo.  Tanto tiempo había pasado desde que los israelitas del Norte habían celebrado por última vez la Pascua en el Templo, de acuerdo con los ritos estipulados, que se nos dice que “la mayoría de la gente que vino de Efraín, de Manasés, de Isacar y de Zabulón, no se habían purificado” –eran eran ritualmente impuros (30:18).  Tan desconocido les resultaba el ritual que debía llevarse a cabo, que “una multitud” de ellos “comió la Pascua, al contrario de lo que estaba escrito” (ibíd.). 

Sin embargo, la lección de esta semana nos recuerda que mientras que Dios había destruido a Nadab y Abiú por adorar a Dios según su propio rito, y no según lo indicado por el Señor (Levítico 10:1-11), no hubo castigo para los infortunados israelitas del Norte.  ¿Por qué?  Se nos dice que: “Ezequías oró por ellos, diciendo: ‘Que el Señor, que es bueno, perdone a todos los que ponen su corazón en buscar a Dios . . . incluso si no están limpios de acuerdo con las reglas del santuario’.  Y el Señor escuchó a Ezequías y limpió al pueblo” (2 Cron. 30,18).  En otras palabras, Dios reconoció la intención de la gente y no su ignorancia. 

El castigo de Nadab y Abiú puede parecer draconiano, pero ellos tenían más conocimiento; la gente de Efraín, Manasés, Isacar y Zabulón, que se habían arriesgado a la ira de su gobernante por viajar al Sur, a un reino que en los últimos años había sido su acérrimo enemigo, no tenían ese conocimiento.  Pero buscaban a Dios seria y sinceramente. Y Dios, sabiendo lo que había en sus corazones, les honró por su deseo de adorarle, a pesar de que ignoraban las normas que Dios había establecido para la adoración.  Lo que traemos a la adoración, entonces, es más importante que cómo lo hacemos.  Esto no quiere decir que la forma no importa, pero no es lo que más importa. 

Así fue que todos “los israelitas que se encontraban en Jerusalén celebraron la Fiesta de los Panes sin Levadura, durante siete días con gran alegría, mientras los levitas y los sacerdotes alababan al Señor todos los días con instrumentos resonantes” (2 Cron. 30:21). Tanto israelitas como judíos dieron diezmos y ofrendas generosas (2 Cron. 31:6).  ¡Tan maravillosa fue la experiencia de adoración de la Pascua que, después de que había terminado, los israelitas y los judíos querían celebrarla de nuevo! 

Ahora, no hay ninguna disposición en la Ley de Moisés que permita repetir su celebración.  Pero, de nuevo, Dios estaba al tanto de lo que su pueblo necesitaba y estuvo de acuerdo, en lugar de insistir en la observancia estricta de su Ley, porque la Ley había sido instituida para que el pueblo estuviera más cerca de él.  Querían la cercanía, la unidad con él, lo que también traería la comunidad entre los fieles.  En consecuencia, no se cuestionó si la Ley sería quebrantada si el festival se celebrara de nuevo.  Más bien: “Toda la asamblea determinó celebrar la fiesta por siete días más, de modo que durante otros siete días celebraron con alegría” (2 Crónicas 30:23). 

¿El resultado final?  “Toda la congregación de Judá se alegró” (30:25), como dice la versión King James [en inglés], o, según la Nueva Versión Internacional: “Toda la asamblea de Judá se alegró, junto con . . . los extranjeros que habían venido de Israel, y también aquellos que residían en Judá.  Hubo gran regocijo en Jerusalén, porque desde los días de Salomón hijo de David, rey de Israel, no había habido nada como esto en Jerusalén.  Los sacerdotes y los levitas bendijeron al pueblo, y Dios los escuchó, porque su oración llegó al cielo, a su santa morada” (3:25-27).

Una vez más, Dios honró lo que su pueblo llevó a la adoración: su deseo de honrarle y estar unidos con Él y entre sí. 

Después de cuatro años, la mayoría de los israelitas del Norte que habían estado presentes en esa fiesta en Jerusalén, estaban muertos o habían sido deportados a países más al norte.  Sin embargo, gracias a la voluntad de Ezequías de dejar de lado las cuestiones políticas o étnicas, las hostilidades, y debido a su deseo de que todo el pueblo de Dios lo adorara como él había pedido, la gente estuvo unida, por lo menos hasta cierto punto, una última vez.  Y es importante tener en cuenta que estaban unidos en actos de adoración comunitaria y por causa de ella. 

Para mí, esta es una de las lecciones más importantes de la historia del culto de  Israel.  Tiene una extraordinaria capacidad para unir.  Sin embargo, debido a que la adoración es tan poderosa emocional y espiritualmente, también tiene la capacidad para dividir.  Sugiero que el modelo presentado por las Escrituras es que Dios prefiere que todos se unan para adorar, honrar y alabar, a que lo hagamos por separado.  Si hubiera algún lugar, en cualquier parte del mundo, este sábado, donde los cristianos adventistas del Séptimo Día se nieguen a unirse en la adoración de nuestro Creador y Redentor, la historia de Israel tiene un mensaje poderoso para ellos: reúnanse y que “toda la congregación se regocije”, y Dios se regocijará con nosotros.

NOTAS FINALES 

1. David Trim, “Adventismo litúrgico: hacia una teología de la adoración”, Spectrum 37:4 (Otoño 2009), 18-24 
2. Ibíd

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