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“El traje nuevo del hijo pródigo”

 

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

En su clásico libro espiritual, El retorno del hijo pródigo,[i] Henri Nouwen comparte su peregrinaje personal de fe en relación con la parábola bíblica del Hijo Pródigo.  La peregrinación de Nouwen comienza al ver la pintura de Rembrandt en la que aparece el padre abrazando tiernamente a su hijo errante, con el hijo mayor en el fondo.  A medida que entra en relación con la profundidad de este cuadro y de la parábola, Nouwen pasa muchas horas delante de la imagen original, viendo el cambio de luz en la pintura, los diferentes matices que actúan como catalizadores de nuevas percepciones.  El libro de Nouwen se estructura en torno a su identificación con el hermano menor, luego con el hermano mayor, y finalmente con el padre.  El texto central de cada reflexión es Lucas 15:21-24, que describe el momento clave de esta historia, cuando la gracia increíble, el perdón y la aceptación del padre cambian para siempre el futuro de los dos hijos.  El padre deja de lado el discurso que su hijo menor había planeado, en su abrumador deseo de dar una bienvenida total y completa al hijo que regresa a casa, abrazándolo, poniéndole la mejor ropa y haciendo una fiesta. 

Una de las luchas que Nouwen identifica en su peregrinación personal, es el desafío de aceptar que, a pesar de nuestro pecado, la gracia de Dios garantiza su aceptación y perdón.  No hay nada, absolutamente nada, que podemos hacer.  Marcus Clarke, en La duración de su vida natural, presenta una vívida imagen del pecador, el prisionero, al describir la realidad de una nave de condenados, muchos de ellos delincuentes de poca monta, en viaje de Inglaterra a Australia: 

A medida que el ojo se acostumbra a las fétidas tinieblas de la prisión, una imagen extraña se empieza a presentar.  Grupos de hombres en todas las actitudes imaginables, tumbados, de pie, sentados o paseando de arriba a abajo. . . . .  Es imposible describir con palabras una idea de la fantasmagoría horrible de extremidades y rostros que se mueven en la penumbra y el mal olor de esta terrible casa-prisión. . . .  Hay profundidades en la humanidad que no se pueden explorar, ya que hay cavernas mefíticas en las que uno no se atreve a penetrar. (35)[ii]

Si bien es cierto que los entornos de las prisiones del siglo XX pueden ser más humanos que los de esta descripción, la viveza de la descripción de Clarke acertadamente indica la dura realidad de la destrucción de la imagen de Dios en la humanidad por causa del pecado, si no existiera gracia.  Los Salmos también describen a menudo esa realidad.  Y ahí es donde viene el desafío.  Cuando llegamos al punto de reconocer lo que realmente ha hecho el pecado en nosotros y estamos metafóricamente en la inmunda situación del hermano más joven, ¿cómo podemos hacer el viaje a casa desde las profundidades y aceptar las prendas que cubren nuestra indignidad, y aceptar el banquete de celebración y los ilimitados regalos?  Nouwen escribió: “Hay algo en nosotros los seres humanos que nos mantiene aferrados a nuestros pecados y nos impide dejar a Dios borrar nuestro pasado y ofrecernos un comienzo completamente nuevo.  A veces incluso parece como si quisiéramos demostrar a Dios que nuestra oscuridad es demasiado grande como para superarla”.  Pero la teología es clara: todos hemos pecado, todos estamos condenados, el sacrificio de Cristo es por todos nosotros, y somos constituidos justos a través de esta acción (Romanos 5: 12-21).  Sólo tenemos que aceptarlo.  Así es como funciona.  Sin embargo, en la práctica, esto significa aceptar que no podemos hacer nada por nosotros mismos en la obra de restauración, y que debemos permitirnos ser hijos y no siervos.  Hay días en que eso puede ser mucho más difícil que la aceptación de que somos pecadores.  Sin embargo, esta es la conexión vital.  Si no usamos la capa y las sandalias y no comemos el becerro gordo, no hemos comprendido plenamente el sacrificio de Cristo y la gracia del Padre.  Tampoco se trata de la aceptación de un momento —seguir aceptando el abrazo del Padre, seguir usando las vestimentas de justicia, seguir comiendo a la mesa del banquete— esta es la experiencia del reino de los cielos en la tierra. 

Lo desesperado de la situación del hermano menor, inevitablemente le animó en su decisión de volver a casa.  Sin embargo, el del hermano mayor fue un caso diferente.  Había estado en casa de su padre todo el tiempo y sin embargo, al igual que otros hermanos mayores, como Caín y Esaú, tuvo celos por el trato de su padre con el hermano menor.  Henri Nouwen se sorprendió cuando después de identificarse con el hermano más joven, un amigo le dijo que lo veía más parecido al hermano mayor.  En una reflexión más profunda, aceptó el comentario y escribió con honestidad acerca de sí mismo y de otros: “Mirándome profundamente a mí mismo, y luego a mi alrededor, mirando la vida de otras personas, me pregunto qué hace más daño: la lujuria o el resentimiento.  ¡Hay tanto resentimiento entre los “justos” y los “buenos”!  ¡Hay muchos juicios, condenas y prejuicios entre los “santos”!  Hay mucho enojo congelado entre las personas que están preocupadas por evitar el ‘pecado’ ” (71).  Nouwen pone el dedo en una incómoda realidad, de la que Jesús habló a menudo: en términos mordaces a los fariseos y firmemente a sus discípulos, que querían que cayera fuego sobre los obviamente menos justos (Lucas 9:51-55).  Todos tenemos la misma necesidad de la gracia, del perdón y del manto de la justicia.  Algunos vienen a trabajar al final del día y reciben la misma paga que los que han trabajado todo el día.  Así es como funciona el reino de Dios, porque nuestro trabajo es en verdad irrelevante.  Y sí, los que han trabajado todo el día pueden estar resentidos, al igual que el hermano mayor.  ¿Cuál es la solución?  Sabemos cuál es la respuesta, sin embargo, es mucho más difícil vivir de acuerdo a lo que sabemos.  Quedarse en casa con el padre es una respuesta de amor a sus múltiples dones diarios, no una manera de ganar los dones.  Su manto nos cubre constantemente, su banquete consiste en su presencia entre nosotros.  Lo que Dios hace por los demás debe ayudarnos a entender mejor su amor, aceptación y capacidad de perdonar.  Esto nos debe hacer aún más seguros en nuestra relación con Dios.  Cada vez que, directa o indirectamente, condenamos a los demás como indignos del amor de Dios, o nos ofendemos por las bendiciones que parecen recibir, mostramos sólo la oscuridad que hay en nosotros mismos. En términos simples, el hermano mayor pudo haber vivido siempre en la casa de su padre y haber comido en su mesa todos los días, pero todavía no sabía plenamente cómo era su padre ni lo que significaba ser su hijo.  ¿Qué implicaciones tiene esto para nosotros en una comunidad de fe? 

Por último, la parábola del hijo pródigo es en realidad una parábola sobre el padre.  Él es el que está a la espera de su hijo, el que lo abraza, le da las sandalias y un manto, el que ofrece la fiesta y el que anhela que su hijo mayor también se sume a la celebración.  Cuando nos miramos a nosotros mismos, a nuestros errores, nuestra naturaleza humana, no podemos dejar de desalentarnos y preguntarnos acerca de nuestra dignidad.  Cuando miramos a los demás, a sus errores, su naturaleza, no podemos dejar de juzgar.  Cuando miramos a Dios y crecemos en la comprensión de su amor y naturaleza, sólo podemos permitir que nos abrace y entonces nos deleitamos en sus dones.   Esto es fácil de decir, pero mucho más difícil de lograr. 


[i]Doubleday: New York, 1994.

[ii]Macmillan and Co: London, 1907.

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