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Escuela sabática: Etnia y discipulado

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

La historia de cómo llegamos a llamarnos cristianos en Antioquía, marcó un hito en el crecimiento de la cristiandad. (Hipertexto: Hechos 11:19–26). Nuestros antepasados espirituales creían haber recibido la misión de “anunciar el mensaje sólo a los judíos” (v. 19), es decir, a personas que compartían el mismo texto sagrado, la misma historia, las mismas costumbres de alimentación, y la misma cultura. De lo contrario se pondría en peligro la identidad del grupo. Sin embargo, algunos de los creyentes más jóvenes se convirtieron en personas inquietas y, al igual que los estudiantes revoltosos en el internado de un colegio cristiano, salieron del recinto para hacer algo prohibido.

“¡Vayamos a predicar el evangelio a los no judíos!”

“¡De ninguna manera! Eso está en contra de las reglas”.

“Pero estas reglas son egoístas. ¡Nadie puede hacerse cargo de Dios! ¿Recuerdan cómo Cristo rompió esas reglas?”

“Bien, pero, ¡hombre!, los rabinos en Jerusalén tendrán una vaca”.

Y para Antioquia partieron. Como capital de Siria, Antioquía, la tercera ciudad en tamaño en el mundo romano, como Chicago en los Estados Unidos, era de quince a veinte veces más grande que Jerusalén. Era un centro urbano, pluralista, multiétnico. Seleuco, uno de los cuatro generales de Alejandro Magno y fundador de la ciudad, no sólo construyó un muro alrededor de la ciudad, sino que también los levantó dentro de la ciudad. Razonó que toda cultura, toda raza, toda nación, todo grupo, si tiene alguna identidad, se siente superior a los demás. En los mercados y en las calles, la violencia podía ocurrir frente a la más mínima provocación. Así, Seleuco construyó fortalezas en el interior de la fortaleza, con dieciocho barrios, por lo menos, para los principales grupos étnicos.

Al entrar en contacto con esta realidad social, los desinhibidos aventureros del evangelio no estaban preparados para hacer frente a la situación que iban generar. No tenían ni idea de la repercusión que tendrían la vida y el mensaje de Cristo en una ciudad como Antioquía. Bernabé llegó para intervenir, seguido por otros hermanos de Jerusalén, y finalmente llegó Pablo. ¿Cuál era el problema? Que personas enormemente diferentes entre sí estaban cruzando las fronteras para estar con los demás. Aunque judíos, griegos, chinos, africanos, indios, bárbaros, y otros, acostumbraban estar encerrados en sí mismos—cada uno en su propio gueto, preocupado de sus propios intereses—al escuchar las enseñanzas dulces y radicalmente incluyentes de Cristo, comenzaron a escalar los muros, haciendo nuevos amigos, y convirtiéndose en un solo organismo.

Pero lo más desconcertante para los observadores fue que ¡no se informó de disturbios entre ellos! Cuando se les preguntaba, “¿Quiénes son ustedes?”, los miembros de esta nueva comunidad no sabían cómo responder. Su nueva identidad era más profunda que el ser griegos, judíos, chinos o africanos. Se convirtieron en un enigma dentro del imperio; eran un nuevo tipo de personas, lo que Pedro llamó más tarde “una nación santa”. Se convirtieron en una comunidad atractiva, sin murallas de separación, pero debido a que esta descripción era muy larga, y ya que decían que la vida y enseñanzas de Cristo eran su mayor tesoro comunitario, la gente empezó a llamarlos “Crist-ianos”.

El hecho de que obtuvimos nuestro nombre como resultado de esta colisión de identidades, pone el asunto de las identidades en conflicto en el centro de lo que significa ser un seguidor de Cristo, en cualquier época. Entre los cristianos, el respeto por la diversidad se entiende como una virtud, nada más—es un valor deseable—pero no fue así para los primeros seguidores de Cristo. La cuestión de cómo la identidad cristiana se relacionaba con otras identidades no era un apéndice del evangelio sino su corazón. He aquí algunas de las dinámicas que se relacionan con esto:

  1. Dividimos el mundo de un modo que nos valorice. Sin la experiencia de ser queridos y amados en este mundo, vivimos con un sentido de inseguridad fundamental con respecto a nuestra autoestima, y buscamos algo más grande que nosotros mismos para darnos sentido. Como resultado, construimos sistemas de creencias que otorguen un valor especial al grupo al que pertenecemos. Creamos justificaciones de por qué es mejor ser parte de nuestro grupo étnico, raza, género, cultura, partido político, y orientación sexual. Pero Cristo destruyó el muro de separación entre Dios y nosotros, al demostrar cuán profundamente Dios nos ama, y al enseñar que nuestra identidad no depende de cuestiones no esenciales, como el lugar de nacimiento o nuestro desempeño. Eliminó nuestra necesidad de justificar y ensalzar a nuestro grupo por sobre los demás y, de esa manera, echó por tierra los muros de separación existentes entre nosotros. (Hipertexto: Efe. 2:14; 1 Ped. 2:9–10).
  2. El evangelio nos pone a distancia crítica con respecto a nuestra propia cultura. El seguir a Cristo expande nuestra identidad y, en cierto modo, nos pone por encima de nuestra cultura original, uniéndonos con personas muy diferentes a nosotros. Cada cultura tiene normas, valores, y verdades normativas que para nada son religiosamente neutrales. Desde una distancia crítica, proporcionada por nuestra identidad superior como pueblo de Dios, podemos identificar a los ídolos de nuestros grupos. Por ejemplo, los cristianos de las culturas del Este pueden ayudar a los cristianos de las culturas occidentales a identificar a sus ídolos, tales como el consumo desenfrenado, el crudo individualismo, y la complacencia con el statu quo. Por lo tanto, pueden ayudarles a aprender los valores de la sencillez, la conectividad, y el pensamiento reflexivo. A su vez, los cristianos de las culturas del Este pueden aprender acerca de la necesidad de destronar a los ídolos del autoritarismo y la intolerancia, y aprender los valores de la libertad y la individualidad. Es por ello que, en la Biblia hebrea, a menudo vemos a Dios enviando a extranjeros con respuestas, soluciones, y liberación para el pueblo de Dios. En el Nuevo Testamento, Cristo utilizó consistentemente a personas de otros grupos étnicos para enseñar el significado del evangelio. (Hipertexto: Mat. 15:21–28; Lucas 7:1–11; 17:11–16; Juan 4:39–42).
  3. A través de los siglos, hemos encerrado a Cristo en una subcultura cristiana. Los cristianos occidentales han creado su propia subcultura—su propio grupo étnico, por así decirlo—con normas, valores, y verdades principales, que reflejan su cuna cultural occidental, su pasado colonial, y su teología propia de una corte judicial. Para los occidentales, Cristo ha llegado a ser aquél que es definido por los mismos cristianos occidentales, que lo han “capturado” en ciertas enseñanzas cristianas. La identidad cristiana ha sido establecida definitivamente, y la interpretación de Cristo se ha congelado. Esto explica la reacción de algunos cristianos occidentales que se sienten atraídos por la nueva expresión del cristianismo que han descubierto en las religiones orientales en general, y en las enseñanzas de los Ortodoxos Orientales en particular.

    Hoy en día, estamos llamados a reconocer que Dios está también con “los otros” fuera de nuestra subcultura cristiana. Cristo es “todo y en todos”. (Hipertexto: Col. 3:11; compárese con Juan 1:3, Hechos 17: 26–28). Si no somos capaces de encontrar a Dios allí, entre “los otros”, vamos a tener un Dios confinado por nosotros y, por lo tanto, difícilmente un Dios digno de ser adorado. El misionólogo Vicente Donovan escribe: “El área en la que la iglesia debe encontrar ahora su sentido, y desarrollar su vida es, en efecto, por primera vez, el mundo entero. Ya no podemos pensar en nada menos que todo el mundo”.1 Y reflexiona, además:

    [A través de los siglos] los teólogos occidentales no han buscado más revelación, y no han esperado ninguna, que esté fuera de la cultura [cristiana]. Comenzaron a pensar como los judeo-cristianos del primer siglo. ¿Qué revelación puede haber fuera de la cristiandad?…El crecimiento y el desarrollo de la comprensión de Cristo fue cada vez más estrecho y más débil, hasta que se detuvo completamente. El cristianismo y la cristiandad han monopolizado completamente a Cristo.…La iglesia debería tener conciencia de que ningún grupo tiene el monopolio de Cristo o de la verdad”.2

  4. La bendición de Abraham es para “todos los pueblos”, y eso va mucho, mucho más allá de lo que pensábamos. Dios llamó a Abraham a salir de su ciudad, de su nación, y de su cosmovisión–lo llamó a ser un extraño, uno “de afuera”. Pero no con el fin de crear un nuevo anillo interior. Por el contrario, Dios le dijo: “Deja tu país, tu pueblo y la casa de tu padre…y te bendeciré…y todos los pueblos de la tierra serán bendecidos por medio de ti” (Gén. 12:1–3). En otras palabras, “tu religión se medirá por las bendiciones que lleve a los de afuera”. Pero hay más.

    El monoteísmo en su mejor forma es aún mejor que esto. No sólo somos llamados a ser una bendición para los demás. También se nos llama a amar a los demás como Dios nos ha amado y, por tanto, permitirles a ellos ser una bendición. El valor de la religión debe medirse no sólo por lo mucho que da a los “de afuera”. “Nosotros” deberíamos aprender no sólo a ser una bendición para “ellos”, ¡sino también cómo “nosotros” podemos ser bendecidos por “ellos”! Nuestro trabajo no es solamente hacer el bien, sino permitir a otras naciones, culturas, y religiones, que sean también portadoras de la bendición de Dios. El ser bendición para los otros solamente, nos pone en una posición de control sobre Dios, y también sobre el Otro. Recibir la bendición de parte del Otro, nos hace reconocer a Dios y lo sagrado en el Otro, y nos hace interdependientes con Dios y la humanidad. Por eso, Dios ha estado enviando a extraños tales como el sacerdote Melquisedec y los sabios de Oriente que siguieron la estrella para bendecirnos. El monoteísmo que ha de ser significativo en el futuro será humilde, no pretenderá encerrar a Dios limitándolo como exclusividad, podrá reconocer nuestra propia naturaleza creada, y, por consiguiente, reconocerá las limitaciones de las propias perspectivas.

En el siglo XXI, la comunidad atractiva de Dios será la que atraviese no sólo las barreras étnicas, sino también las religiosas. Tendrá generosidad de espíritu para localizar al Dios propio, al bien y a la gracia en el Otro, y aprenderá a recibir con gratitud, como una criatura.

La globalización contemporánea está cambiando las cuestiones de las minorías étnicas, raciales, tribales, nacionales, culturales, y de identidad religiosa, poniéndolas nuevamente en el centro de la escena. Nuestro planeta es cada vez más pequeño y nuestras vidas se están tejiendo junto con las de los otros de una manera cada vez más estrecha. La tensión entre la identidad de ser seguidores de Jesucristo y las identidades que se han dado en virtud de haber nacido en una determinada comunidad étnica o religiosa, disminuirá, o bien profundizará nuestra espiritualidad. Al igual que la iglesia primitiva, ahora tenemos una nueva oportunidad de ser sorprendidos por Dios. Las normas que nosotros hemos creado nos han establecido a nosotros mismos como los representantes de Dios para el mundo, han limitado el evangelio al lenguaje cristiano, y han transformado el misterio de Dios en una camisa teológica estrecha. ¿Deberíamos, tal vez, romper las reglas otra vez? ¿Quizás deberíamos declarar que nuestro Dios es “aquél del cual no podemos hacernos cargo”?

Notas y referencias

1. Vicente Donovan, La Iglesia en medio de la Creación (Maryknoll, N.Y.: Orbis, 1989), 128.

2. Ibíd., 52, 53.

Samir Selmanovic es un miembro ministerial fundador de la Casa de la Fe de Manhattan, en la ciudad de Nueva York.

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