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“El don de la estima de Dios”

 

Por Joan Hughson
 (Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

 
La autoestima se entiende generalmente como la evaluación general que una persona hace de sus propios atributos y de su valor o dignidad.  Sin embargo, debido a que somos esencialmente seres sociales, nuestra autoestima inevitablemente incluye las opiniones de los demás acerca de nosotros.  Nos comparamos con otros con el fin de discernir quién es más inteligente, más guapo, más sano, más rico, más delgado, más divertido, y así sucesivamente.  Si hiciéramos un gráfico de nuestra autoestima a través del tiempo, habría una tendencia general pero, vista de cerca, la línea aparecería como un patrón sísmico de líneas quebradas con picos hacia arriba y hacia abajo, a intervalos.  La autoestima afecta las relaciones y el desempeño tanto positiva como negativamente.  Las empresas que pagan a celebridades para promocionar sus productos o marcas son propensas a comprar un producto llamado “seguro de desgracia”.  En el caso de que la celebridad se vea envuelta en un escándalo, la empresa querrá distanciar sus productos de cualquier asociación con esa celebridad.

La gente busca ayuda para una baja autoestima en una variedad de formas, que incluyen libros de autoayuda, clases, consejeros profesionales (lo más eficaz), pero lamentablemente muchos optan simplemente por adormecer sus sentimientos de inferioridad con “auto-medicaciones” tales como el alcohol.  La “solución barata y fácil” que se ha utilizado a través del tiempo, sin embargo, ha sido el defecto humano de la crítica.  La gente ha usado durante mucho tiempo las palabras como armas para devaluar a los demás, con el fin de elevar su propia posición social, desviar la culpa, y excusar sus pecados.  Todo comenzó en el Edén con: “Es culpa de la mujer”, y “la culpa es de la serpiente”.

Cuando Cristo estuvo en la Tierra, fue criticado constantemente por los líderes religiosos de la época.  Siempre parecían estar en la periferia de su obra, murmurando desprecio y mirando contenciosamente cómo el Señor se mezclaba con todo tipo de personas y las atendía.  Sus acciones amenazaban sus muros sociales, meticulosamente construidos para mantenerlos separados de los “malvivientes” de la sociedad.  Ellos se tenían en alta estima, porque nunca habían caído en las profundidades de la depravación como los pecadores y publicanos.  Los fariseos y los escribas estaban en lo suyo otra vez cuando dijeron, refiriéndose a Cristo: “¡Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos!” Lucas 15:02.  ¿Cómo podía él, en el nombre de Dios, atreverse a aceptar a tales parias de la sociedad?  Estaba dando la impresión de que Dios no era un verdadero juez del carácter.  ¡Indignante!

Jesús respondió con parábolas, que terminan con una acerca de dos hijos perdidos.  El hijo menor decidió que la vida familiar se había vuelto demasiado restrictiva y que merecía su libertad, por lo que fue a su padre y le exigió su herencia “ahora”.  En esencia, él estaba diciendo que estaba listo para ser independiente de su padre, como si el padre ya hubiera muerto.  La autoestima de este hijo no podría haber sido mayor.  El padre accedió a la solicitud, a sabiendas de que su hijo no estaba en absoluto preparado para las consecuencias de esta decisión, pero también sabía que no tenía otra manera de convencer a su hijo.

El hijo viajó a un país lejano, como para que no fuera fácil seguirlo.  Allí, con el tiempo, dio rienda suelta a todos sus caprichos, y despilfarró toda su herencia con prostitutas y viviendo una vida extravagante.  Abandonado por los “amigos” después de que el dinero había desaparecido, y haciendo frente a una hambruna que azotaba el país, se vio obligado a hacer un trabajo impensable para un judío –alimentar cerdos.  En este estado miserable, tenía más en común con los cerdos que con los seres humanos.  Su autoestima nunca había estado tan baja.  Tenía tiempo de sobra para reflexionar sobre la salud, la riqueza y la valentía con la que había salido de casa, en contraste con su condición actual.  Él, por supuesto, recordó a su padre, cómo había aceptado la elección de su hijo a pesar de que ésta rompió su corazón.  Si la despedida del padre hubiera sido amarga y hostil, el hijo nunca habría vuelto a casa, pero la memoria del padre constreñía al corazón del hijo en dirección al hogar.

Así, comenzó el largo y agotador viaje.  Por fin aparecieron señales familiares y, a la distancia, el hijo vio a alguien corriendo hacia él.  Más cerca, más cerca, el hijo finalmente pudo ver que era su padre.  ¡Fue la carrera de bienvenida!  Nadie más, fuera de papá, estaba tan ansioso de acortar la distancia a su casa.  Y cuando se derrumbaron mutuamente en los brazos del otro, todos los errores quedaron sellados en el pasado.  Sin dudarlo, el padre cubrió a su hijo con el mejor vestido, le puso sandalias nuevas y un anillo, que implica el éxito.  Pero lo más significativo fue la cobertura del perdón del padre, que restauró la autoestima del hijo.  Entonces el padre hizo una celebración con la mejor comida, para ser disfrutada por todos.

La historia parece tener un final feliz, pero no.  Había un hijo mayor que, al regresar a casa, escuchó los sonidos de la celebración y pidió una explicación.  Cuando se le dijo la razón, sus pensamientos brotaron con furia.  ¡Su padre había recibido a un pecador y ahora celebraba con él!  ¡Indignante!  El hijo mayor se negó a ir a la fiesta.  Pero en medio de toda la celebración, el padre se dio cuenta de que el hijo mayor había desaparecido.  Él amaba a sus dos hijos por igual.  El hijo desaparecido durante tanto tiempo había vuelto, pero ahora el mayor había desaparecido.  El padre salió de la fiesta y fue en su busca para extenderle una invitación.  La autoestima orgullosa del hermano mayor se reveló en su negativa a venir.  Sus palabras mostraron su verdadero motivo para quedarse en casa en los últimos años –el deber, no el amor.  Él había trabajado como sirviente, no como hijo.  Creía que sólo la obligación y el esfuerzo merecían una celebración, no el arrepentimiento.  Estaba claro que si él hubiera sido el primero en ver a su hermano de regreso, no le habría permitido entrar en la casa.  El corazón del padre se quebró de nuevo, pero, coherente con su carácter amable, extendió el manto real de la aceptación y el perdón para cubrir la vergonzosa justicia propia del hijo mayor.

La historia termina sin que sepamos lo que el hijo mayor decidió, pero lo más importante es que conocemos el carácter del padre de esta parábola, que representa a nuestro Padre celestial.  Podemos encontrarnos en conductas semejantes a las de los dos hijos, pero en cualquiera de estos roles Dios todavía nos ofrece “vestiduras de salvación” y un “manto de justicia”, Isaías 61:10.  Cuando nuestra vacilante autoestima es sustituida por la seguridad de la estima de Dios, podemos confiar en nuestra posición delante de Dios.  Su amor, su aceptación y su perdón, establecen nuestro valor de una vez por todas.

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