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Perdidos, encontrados y reconciliados

Uno de los pasajes más maravillosos de los Evangelios es el capítulo 15 de Lucas. Tres parábolas. Tres pérdidas, tres recuperaciones, tres fiestas: la oveja, la moneda y el hijo. Mucho se ha predicado y escrito sobre los humanos perdidos, sobre cómo nuestro Padre Celestial nos busca y nos consigue recuperar para celebrarlo, al fin, con la hueste de ángeles gozosos.

Estudiando la forma cómo Dios nos busca y nos encuentra hasta reconciliarnos con él, me gustaría meditar en un aspecto de las historias: los perdidos no eran extraños para el pastor, el padre o la mujer. La oveja pertenecía al rebaño del pastor, la moneda estaba ya en posesión de la mujer y el hijo se crió en el hogar paterno, pero ahora están perdidos y hay que encontrarlos y traerlos de vuelta.

Partiendo de esta idea me gustaría reflexionar en cómo nosotros, la iglesia, el pueblo de Dios, podemos aprender a tratar uno de los problemas más dolorosos que viven nuestras congregaciones: el alejamiento de los hermanos. Con solo hacer un poco de memoria podemos recordar a hermanos que, por diversas causas, han abandonado la feligresía, otros que aun estado en los registros de la iglesia, hace tiempo que no los vemos, y otros que, estando sentados cada sábado en los bancos de la iglesia, no cumplen o no cumplimos con el compromiso bautismal de apoyar a la iglesia con nuestros esfuerzos, talentos y recursos económicos.

Creo que podemos identificar al hijo menor, a la oveja, y a la dracma como a aquellos hermanos que, por diversas causas, se han alejado de la iglesia. También creo que podemos identificar al padre, al pastor y a la mujer con la iglesia misma, entendida esta tanto como fraternidad (conjunto de hermanos y hermanas) como con la institución.

El objetivo de este estudio es: ¿cómo podemos buscar, encontrar y reconciliar a nuestros hermanos perdidos?

Jesús, en sus parábolas, no plantea a su auditorio cómo se ha llegado a la situación de pérdida. No es el objetivo de su mensaje culpabilizar a nadie. El objetivo de su mensaje es que el pastor, la mujer y el padre hacen lo imposible por recuperar aquello que estaba perdido. El objetivo del mensaje es que tú y yo, nosotros, la iglesia, el pueblo de Dios, independientemente de las causas particulares, debemos hacer lo imposible por encontrar lo que se ha perdido.

Para realizar esta tarea se necesita un plan, un proyecto que no tiene por qué ser uniforme: el pastor simplemente se lanza a la búsqueda dejando a las noventa y nueve en el campo, la mujer organiza toda una estrategia (enciende la luz, barre la casa y busca con diligencia) y el padre espera la oportunidad de mostrar su amor.

Si nosotros, la iglesia, debemos encontrar a nuestros hermanos perdidos deberemos también trazar un plan. Para ello tendremos que saber:

– Cuál es el origen del problema, por qué están perdidos.

– Cuáles son las características del problema, cómo están los perdidos

-Cómo actuar en cada caso, cómo traerlos de vuelta.

¿Por qué están perdidos?

En primer lugar deberemos averiguar por qué están perdidos. El capítulo 15 de Lucas nos da tres posibilidades.

En la parábola del hijo pródigo se deja entrever que la causa de las desavenencias entre padre e hijo es el carácter irresponsable del hijo menor: se desentiende del trabajo en la casa del padre y se marcha, es egoísta, pide su parte de la herencia y dilapida inconscientemente su fortuna. Realmente, simplificando muchísimo, el origen de la situación está en la propia decisión del hijo.

Examinemos la actitud del padre: le ha dado la mejor educación que ha podido, se ha desvivido para que no le faltara de nada, pero, ante la decisión del hijo, no le impide marchar, porque es su libre elección. No moraliza para que se quede, ni le chantajea; respeta, aunque con dolor, las decisiones del hijo. Porque es el hijo el último responsable de su propia vida.

Son muchos los hermanos que toman libremente la decisión de abandonarnos, de abandonar la iglesia, en busca de algo que responda a sus expectativas de la vida. Tú y yo, nosotros, la iglesia no podemos hacer otra cosa que respetar su determinación y esperar a que, algún día, el recuerdo de lo vivido en el seno de la iglesia, le haga desear volver.

¿Por qué se pierde la oveja? La oveja no se pierde intencionadamente. No podemos atribuir a un animal la voluntad de perderse. Tal vez se alejó distraídamente, tal vez se quedó atrapada en un arbusto. Pero ¿por qué el pastor no se dio cuenta de que su oveja se había alejado o se había quedado atrapada?

Parece que nos enfrentamos a una responsabilidad compartida. Son muchos los hermanos que se han alejado distraídamente, que se han enredado en problemas, y nosotros, la iglesia, no nos hemos dado cuenta hasta que era demasiado tarde, hasta que han pasado meses sin reunirse con el resto del rebaño.

¿Quién es el responsable de la pérdida de la moneda? La moneda, como me decía mi madre, “no tiene pies” para esconderse o para salir de casa. La única que estaba en la casa es la mujer que no ha tenido cuidado al guardarla o que ha hecho un mal uso de ella, seguramente de forma inconsciente. La responsable de la pérdida, en este caso, es la mujer. Nosotros, la iglesia, tenemos entre nosotros a muchos hermanos perdidos, inactivos, desmotivados, por no haberlos tratado con el debido cuidado. Pero el hecho más lamentable es que la moneda no ha salido de la casa. La moneda está perdida, pero sigue dentro de la casa. ¿Cuántos hermanos y hermanas que se sientan a tu lado en la iglesia están perdidos, sin fuerzas, desmotivados, sin ganas de trabajar? ¿Acaso yo no me siento un poco perdido también?

¿Cómo están los perdidos?

En la parábola del hijo pródigo, el joven, en un primer momento, no se siente perdido. Es más, se siente feliz. Pero su vida evoluciona hasta que se encuentra solo, humillado, sucio, herido y hambriento. La soledad, la humillación, la suciedad, las heridas y el hambre son frutos de la vida que ha elegido, son frutos de sus errores. Pero levanta la vista al cielo y recuerda la vida en casa de su padre. Por primera vez valora lo que ha dejado atrás y sabe que, si vuelve, va a encontrar refugio.

Tú y yo, nosotros, la iglesia ¿somos ese padre-esperanza? Las personas que se han alejado ¿saben que pueden contar con nosotros para lo que haga falta? ¿Estamos dejando en nuestros niños el dulce recuerdo del hogar para que, si alguna vez deciden irse lejos, puedan regresar confiados a nuestro lado?

La oveja perdida se da cuenta enseguida de que el rebaño está lejos y que su pastor la ha olvidado. Pide ayuda, pero la ayuda no llega. Se encuentra sola, sucia, herida y sedienta. Y tiene miedo porque no sabe si va a poder volver al redil. Reconoce su error y desea volver pero no encuentra ni a sus compañeras ni a su pastor.

El pastor, por otro lado, se desespera cuando se da cuenta de que falta su oveja. Deja a las noventa y nueve y sale a buscarla. El pastor también tiene miedo por esa oveja. Sabe que sin su ayuda está sola y se la imagina herida y sedienta. No le importa que se haga de noche o si tiene que trepar por barrancos hasta llegar a ella, pero no se rinde.

«La oveja que se ha descarriado del redil es la más impotente de todas las criaturas. El pastor debe buscarla, pues ella no puede encontrar el camino de regreso. Así también el alma que se ha apartado de Dios, es tan impotente como la oveja perdida, y si el amor divino no hubiera ido en su rescate, nunca habría encontrado su camino hacia Dios.» (WHITE, E. G. Palabras de vida del Gran Maestro, pág. 147

Tú y yo, nosotros, la iglesia ¿somos ese pastor-refugio? ¿Conocemos a nuestros hermanos de rebaño hasta el punto de darnos cuenta de que algo no anda bien en su vida, antes de que los perdamos de vista? ¿Estamos haciendo todo lo posible para encontrar a los hermanos que nos piden ayuda?

La moneda está en la casa. Siempre ha estado en la casa. Siempre ha tenido un lugar de honor junto a las otras monedas.

Pero de repente se encuentra separada de ellas y no entiende la razón, porque sigue teniendo el mismo valor, sigue siendo de plata. Un pisotón, un empujón y acaba en un rincón sucio y polvoriento. Y nadie se da cuenta. Se siente sola y olvidada. Se siente humillada y herida porque no puede hacer su trabajo: brillar junto a las otras para que la mujer se sienta orgullosa de su tesoro. Se siente sucia por la cantidad de polvo que ha ido cayendo sobre ella y su brillo se convierte en una pátina negra. Se siente sucia en medio de la suciedad y pierde su dignidad. Pero está dentro de la casa.

Tú y yo, nosotros, la iglesia ¿somos esa mujer-buscadora? ¿Somos conscientes de que tenemos un tesoro perdido bajo el polvo de nuestra iglesia? ¿Somos conscientes de que necesitamos encontrar ese tesoro y que debemos esforzarnos en hacerlo?

Y ahora, ¿cómo los recuperamos?

Volvamos al texto de Lucas y aprendamos qué hacer en cada uno de los casos.

En el caso del hijo menor que se marcha de casa por su propia voluntad, consciente de la decisión que toma, la única posibilidad es esperar. Esperar con los brazos abiertos. Esperar la mínima ocasión para salir a su encuentro en cuanto lo veamos acercarse. Notad cómo el padre no espera a que el hijo llegue hasta la puerta de su casa y llame a ella. En cuanto lo ve, el padre sale a su encuentro, lo busca en el camino.

Sin esperar nada a cambio lo abraza, lo alimenta, lo viste y le devuelve la dignidad filial perdida entre los cerdos. El padre dice a sus siervos:

«¡Pronto! Sacad el mejor vestido, y vestidle. Poned un anillo en su mano, y sandalias en sus pies. Traed el becerro grueso, y matadlo Y comamos, y hagamos fiesta. Porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado. Y comenzaron a regocijarse.»

«En la parábola no se vitupera al pródigo ni se le echa en cara su mal proceder. El hijo siente que el pasado es perdonado y olvidado, borrado para siempre.» (WHITE, E. G. Palabras de vida del Gran Maestro, pág. 162).

Pero para que el hijo se sienta perdonado, el padre tiene que dar el primer paso: organizar la fiesta. El padre debe demostrar a su hijo perdido que realmente se alegra de tenerlo de nuevo a su lado.

Me gusta particularmente el detalle de que el padre pone de nuevo un anillo en su mano. Con el anillo, el hijo recupera no solo todos los derechos como hijo sino también todas las responsabilidades. El padre vuelve a confiar en el hijo menor.

Tú y yo, nosotros, la iglesia, el pueblo de Dios, ¿somos capaces de aceptar sin más que el que se había perdido ha vuelto? ¿Somos capaces de integrar en nuestro seno a aquellos que reconocen su error y quieren volver junto a nosotros?

El pastor, por fin, después de una larga búsqueda encuentra a su oveja.

«Al fin es recompensado su esfuerzo; encuentra la perdida. Entonces no la reprende porque le ha causado tanta molestia. No la arrea con un látigo. Ni aun intenta conducirla al redil. En su gozo pone la temblorosa criatura sobre sus hombros; si está magullada y herida, la toma en sus brazos, la aprieta contra su pecho, para que le dé vida el calor de su corazón. Agradecido porque su búsqueda no ha sido vana, la lleva de vuelta al redil.

»Gracias a Dios, él no ha presentado a nuestra imaginación el cuadro de un pastor que regresa dolorido sin la oveja. La parábola no habla de fracaso, sino de éxito y gozo en la recuperación.» (WHITE, E. G. Palabras de vida del Gran Maestro, pág. 148).

El pastor mima a su oveja. La oveja puede lamerse las heridas, pero solo el pastor puede curarlas. El pastor reconoce que su oveja está cansada pero que él es el responsable de su cuidado. Tal vez la oveja tenga fuerzas para caminar, pero el pastor la cuida y la coge en sus brazos para que la oveja sienta seguridad. De esa forma le dice, «no temas, yo estoy a tu lado, yo te cuidaré».

El camino de vuelta es duro para el pastor. Para encontrar a su oveja ha tenido que caminar mucho, ha tenido que trepar y posiblemente él también esté herido. Pero su amor por la oveja, su responsabilidad, le empujan a tomar en brazos a la oveja a pesar de su propio cansancio y llevarla de vuelta. No quiere arriesgarse a perderla de nuevo.

Tú y yo, nosotros, la iglesia, el pueblo de Dios, ¿somos capaces de olvidar nuestras propias heridas con tal de traer de vuelta al redil al hermano que dejamos por el camino? ¿Cuánto esfuerzo ponemos en encontrar al hermano al que hemos olvidado? ¿Cuánta energía y voluntad ponemos para que el hermano encontrado se sienta seguro en nuestros brazos?

Llega un día especial, tal vez una fiesta. La mujer necesita lucir sus monedas y es entonces, y solo entonces, cuando se da cuenta de la pérdida.

«La dote matrimonial de la esposa consistía por lo general en monedas, que ella preservaba cuidadosamente como su posesión más querida, para transmitirla a sus hijas. La pérdida de una de esas monedas era considerada como una grave calamidad, y el recobrarla causaba un gran regocijo que compartían de buen grado las vecinas.» (WHITE, E. G. Palabras de vida del Gran Maestro, pág. 153).

La mujer es consciente de su error y pone todos los medios para encontrar la moneda. La mujer está preocupada porque su reputación depende de que TODAS sus monedas estén juntas y brillantes.

Primero enciende una luz que le permita ver bien en la oscuridad todos los rincones olvidados de la casa. Luego barre la casa, quita la suciedad acumulada por el tiempo. Barre la casa con suavidad porque si lo hace enérgicamente puede golpear la moneda y volverla a esconder entre la basura, pero debe quitar toda la tierra y el polvo que cubren el suelo para descubrir su tesoro perdido.

«Quita todo lo que pueda obstruir su búsqueda. Aunque solo ha perdido una dracma, no cesará en sus esfuerzos hasta encontrarla. Así también en la familia, si uno de los miembros se pierde para Dios, deben usarse todos los medios para rescatarlo. Practiquen todos los demás un diligente y cuidadoso examen propio. Investíguese el proceder diario. Véase si no hay alguna falta o error en la dirección del hogar, por el cual esa alma se empecina en su impenitencia.» WHITE, E. G. Palabras de vida del Gran Maestro, pág. 154)

La mujer por fin encuentra la moneda. La mujer coge en sus manos la moneda pero su aspecto no es el de una dracma de plata. El tiempo que ha pasado en el olvido, debajo del polvo, en la oscuridad y en la humedad le han dado un aspecto negruzco. Mucha de la basura acumulada en el suelo de la casa se ha adherido a su relieve. En esas condiciones, la mujer no puede colocar la moneda junto a las otras.

La mujer debe limpiar la moneda con mucha paciencia, pero también con rapidez porque necesita mostrar su moneda junto a las otras. El trabajo es delicado porque tiene que quitar la suciedad acumulada, eliminar la pátina negra y frotarla suavemente hasta recuperar el brillo. Solo entonces puede colocarla junto a las otras y sentirse orgullosa de sí misma.

Tú y yo, nosotros, la iglesia, el pueblo de Dios, ¿podemos sentirnos orgullosos cuando tenemos hermanos perdidos en el olvido dentro de nuestra propia casa? ¿Estamos dispuestos a encender todas las luces y a quitar toda la basura hasta encontrarlos? ¿Estamos dispuestos a limpiar y devolver el brillo a aquellos hermanos que permanecen ocultos bajo el polvo de la casa?

Reconciliando

Notad que el título de esta reflexión es «Perdidos, encontrados y reconciliados». Hasta ahora hemos visto cómo se han perdido nuestros hermanos y cómo podemos encontrarlos. Pero me gustaría ir un poco más allá.

Antes de la fiesta que el pastor, la mujer y el padre hacen por haber encontrado lo que habían perdido ¿qué ha ocurrido? Ha habido RECONCILIACIÓN.

¿Qué es la reconciliación? Reconciliar, según el Diccionario de la Real Academia Española es «volver a las amistades, o atraer y acordar los ánimos desunidos». También, «restituir al gremio de la iglesia a alguien que se había separado». Restituir significa «volver algo a quien lo tenía antes, restablecer o poner algo en el estado que antes tenía».

¿Quién debe reconciliar? Jesús propone una idea. Tal vez porque en su experiencia como Dios Creador y Redentor de la raza humana-perdida el proceso ha sido este: Cristo se hizo hombre, nos buscó y nos reconcilió a través de su vida y su muerte.

«Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el MINISTERIO DE RECONCILIACIÓN; que Dios estaba con Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación.» (2 Corintios 5: 18-19).

En las parábolas, como en el plan de salvación, la iniciativa reconciliadora no está en los perdidos. El hijo menor, la oveja y la moneda están tan humillados, sucios y heridos que no tienen fuerzas para actuar.

El padre espera el regreso de su hijo y cuando lo ve llegar sale a su encuentro, lo limpia, lo viste, le organiza una fiesta y le devuelve su anillo. El padre reconcilia a su hijo.

El pastor es el que sale a buscar a su oveja, la limpia de matojos, le cura sus heridas y la trae de vuelta. El pastor reconcilia a su oveja.

La mujer es la que organiza toda la estrategia de búsqueda, la que enciende la luz para ver si busca en el sitio correcto, la que limpia el suelo de la casa, la que limpia la moneda para darle todo su esplendor y la que la coloca de nuevo entre las otras monedas.

Tú y yo, nosotros, la iglesia, el pueblo de Dios, ¿tenemos en cuenta este ministerio de reconciliación cuando se trata de nuestros hermanos?

Mi experiencia en la iglesia ha sido que cuando nos damos cuenta de que los hermanos no “funcionamos” bien, enseguida echamos mano de llamadas al REAVIVAMIENTO, a encontrarnos a nosotros mismos y a volver por nuestros propios medios al hogar, al redil o al tesoro.

Pero, según las parábolas, los perdidos están demasiado débiles, demasiado heridos o demasiado sucios. Por eso el padre sale al encuentro del hijo para hacer con él el último tramo del camino; por eso el pastor toma en brazos a su oveja y camina cargado con ella; por eso la mujer limpia todo el polvo acumulado.

En vez de exigirle a mi hermano que se reavive, ¿me he preguntado por qué el hermano que se sienta a mi lado en la iglesia se siente sin fuerzas? Un problema personal, familiar, de relación con los hermanos, puede estar en el fondo de una conducta poco activa. En ese caso, el reavivamiento debería dejar paso a un MINISTERIO DE RECONCILIACIÓN, un trabajo que comienza por diagnosticar el problema del hermano.

Luego, continúa con un acercamiento a él con amor, no con reproches ni culpabilizando a nadie. Cuando esté preparado lo abrazaremos, lo llevaremos en nuestros brazos, le curaremos las heridas, lo limpiaremos y le daremos brillo. Entonces y solo entonces estará listo para unirse de nuevo a la familia, al rebaño o al tesoro de dracmas. Entonces y solo entonces actuaremos como verdaderos hijos responsables, como ovejas dulces y dóciles o como monedas que den prestigio y honor a la mujer.

«Si estáis en comunión con Cristo, estimaréis a cada ser humano como él lo estima. Sentiréis hacia otros el mismo amor profundo que Cristo ha sentido por nosotros. Entonces podréis ganar y no ahuyentar, atraer y no repeler a aquellos por quienes él murió. Nadie podría haber sido llevado de vuelta a Dios si Cristo no hubiese hecho un esfuerzo personal por él; y mediante esa obra personal podemos rescatar las almas. Cuando veáis a los que van a la muerte, no descansaréis en completa indiferencia y tranquilidad. Cuanto mayor sea su pecado y más profunda su miseria, más fervientes y tiernos serán vuestros esfuerzos por curarlos. Comprenderéis la necesidad de los que sufren, los que han pecado contra Dios y están oprimidos por una carga de culpabilidad. Vuestro corazón sentirá simpatía por ellos y les extenderéis una mano ayudadora. Los llevaréis a Cristo en los brazos de vuestra fe y amor. Velaréis sobre ellos y los animaréis, y vuestra simpatía y confianza hará que les sea difícil perder su constancia.» (WHITE, E. G. Palabras de vida del Gran Maestro, pág. 156).

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