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Escuela sabática: Una vida de alabanza

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

“. . . Pero . . . sabemos que no deberíamos cuestionar a Dios”. Me sorprendo cada vez que alguien trata de no expresar su angustia e intenta una auto-censura por medio de esta perogrullada. Como capellana novata, me sorprendí la primera vez que lo escuché, y sigo sorprendiéndome de la frecuencia con que aparece.

Desde luego, conlleva un piadoso indicio de sumisión a la voluntad de Dios. El problema que tengo con tal aseveración es lo hiriente que puede ser; es decir: si una tragedia llega a golpearnos, tenga cuidado con la manera como reacciona porque será castigado. Dios es, así, rebajado al grupo indigno de padres que amenazan, “¡Si no dejas de llorar, te pegaré para que llores con razón!” ¿Cómo puede ser que buenos cristianos tengan tan mala idea?

El punto focal de esta semana, y los textos referentes a una “vida de alabanza” , en el contexto de El fuego del Refinador, podrían ser algunos de los culpables. Si me permite, detesto acusar a Filipenses 4:4, porque es un versículo favorito y amado, memorable y digno de la más profunda reflexión. “Alégrense siempre en el Señor. Insisto: ¡Alégrense!” (NVI). Regocijaos siempre. Sí, es hermoso. También es inspirador. Pero no estoy seguro si es realizable. ¿Regocijarse cuando un francotirador mata a niños en una escuela? ¿O en el momento en que ocurre una injusticia? ¿O cuando un tornado azota su vecindario?

Me he encontrado con cristianos que creen que no deben llorar cuando muere su cónyuge, sino que deben demostrar gozo. Hacer esto es dar testimonio de nuestra fe en que Dios dirige todas las cosas, de que tenemos la esperanza de vida eterna, de que Dios no nos probará más allá de lo que podamos soportar, de que confiamos en Dios cuando no somos capaces de comprender, de que todo pertenece a Dios y no tenemos nada. El Señor da y el Señor quita; bendito sea el nombre del Señor.

Algunos pueden pensar que la clave está en la dificultad del desafío, o sea, que Dios nos pide que nos regocijemos precisamente porque hacerlo no es razonable ni natural. Esta forma de pensar considera que debemos sacrificarnos con el propósito de honrar a Dios. Supone que debemos regocijarnos para demostrar cuánto necesita Dios transformarnos, a fin de que en verdad podamos estar siempre alegres.

Estas alegaciones son imposibles de rebatir si uno se queda en el nivel del texto probatorio. “Alegraos siempre; el Señor lo dijo y yo lo creo”, aseveran algunos. La aceptación de este punto de vista corre el riesgo de producir fingimiento y negación. Tampoco me siento cómoda con la creencia de que podemos cambiar las emociones que no son aceptables en nosotros, tratando de actuar con sus opuestos. Sin embargo, mi mayor objeción a tales maneras de pensar se reduce a su falsedad intrínseca de que Dios no desea nuestra honestidad. Simplemente no puedo aceptar dicha sugerencia. No creo que Dios espera que reprimamos el dolor de nuestro corazón y las preguntas que atormentan nuestra mente en los mementos de agonía. Simplemente hay demasiada honestidad en las Escrituras como para creer que Dios espera eso.

En los últimos años los adventistas han avanzado mucho más allá del uso del simple texto probatorio, reconociendo cuán maleable es la Biblia cuando se la saca de contexto para apoyar cualquier pretexto. Siempre el contexto es crucial. La exhortación de San Pablo (Filip. 4:4) existe dentro de un corpus que considera al sufrimiento humano como lo que es –algo malo. Dios no aminora nuestras experiencias negativas con una palmadita, diciéndonos “No te preocupes, sé feliz”.

Pensemos que los lamentos constituyen la mitad de los Salmos. En ellos, David está nada menos que diciéndole a Dios, con un dolor honesto, cuáles son sus miserias. Jesucristo, que no tenía pecado, cita el Salmo 22 en su desgarrador lamento de abandono, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mat. 27; Mar. 15). En la misma epístola a los Filipenses, Pablo dice que él envía a Epafrodito de regreso a Filipos para que conforte a la iglesia, que ha estado angustiada por su enfermedad. También dice que él mismo tendrá “menos preocupación” (Filip. 2:26-28, NVI).

Una vez que nos hemos despojado de las telarañas de expectativas inútiles, podemos ver que una vida de alabanza es realmente posible si la vivimos de manera concienzuda y humilde.

Alabamos a Dios cuando le presentamos nuestras necesidades. El cuestionamiento sólido de David a Dios destaca su profunda convicción de que Dios es compasivo y le importan sus sufrimientos, y que tiene poder para hacer algo al respecto. Eso es alabanza. Sentir aprensión de que Dios sea demasiado pequeño para manejar nuestros verdaderos sentimientos, no es verdadera alabanza. Tampoco lo es el temor de que Dios no nos acompañe en nuestros sufrimientos. No solemos tocar a una puerta que estamos convencidos que nadie abrirá.

Una vida de alabanza florece cuando dejamos de pensar en el pasado y agradecemos a Dios por las bendiciones que tenemos en nuestras vidas en el presente, aunque estemos pasando por alguna aflicción. Cuando vivimos momentos difíciles, nuestro dolor puede ser tan grande que obscurezca el horizonte. Así, dejamos de darnos cuenta de las nuevas misericordias de cada mañana (Lam. 3:22-24). En realidad, siempre tenemos buenas razones para la alabanza.

Podemos alabar el poder redentor de Dios que puede traer nueva vida cuando sólo vemos pérdidas, y podemos alabar el amor de Dios que quiere lo mejor para nosotros cuando ni siquiera podemos imaginarlo.

Una vida de alabanza es el resultado de preguntarnos qué es lo que Dios quiere de nosotros en las buenas y en las malas. Siempre hay lecciones que aprender, siempre está la posibilidad de crecer en benignidad, de aumentar nuestra gratitud, y de profundizar el amor a Dios y entre nosotros.

Alabamos a Dios cuando procuramos estar contentos. El Budismo obtiene el crédito popular por enseñar a no aferrarnos a las cosas, pero mi héroe es Pablo (Filip. 4:2, NVI). El nos dice que aprendió el secreto de no luchar en toda ocasión para cambiar sus circunstancias, o desear que las cosas sean diferentes. El contentamiento de Pablo no era complaciente ni pasivo, de lo contrario no habría sido el Pablo que hizo cambiar al mundo para Cristo. Sus necesidades llegaron a ser una sola, la necesidad de Dios, y esa necesidad siempre es suplida. ¡Alabado sea él!

Carmen Seibold es capellana y escribe desde Worthington, Ohio.

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