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En cuanto a la Palabra de Vida

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

El texto tradicionalmente identificado como la Primera Epístola de Juan no es realmente una epístola. Carece del saludo epistolar y agradecimiento, y del último detalle autobiográfico y saludo. Es, más bien, un folleto escrito para advertir a los miembros de la comunidad acerca de los anticristos que han salido de la misma comunidad y que están tratando de engañar a los miembros para hacerlos dudar en cuanto a qué grupo pertenecen.

El anónimo autor de este panfleto ha escrito una introducción clara y repetitiva declarando su tema central. Desea que sus lectores sepan que “la vida eterna que estaba con el Padre nos ha sido manifestada”. A su debido tiempo, él les dirá que es muy importante proclamar que se ha manifestado “en la carne”, que vino no sólo “mediante el agua”, sino “mediante el agua y la sangre” (5:6). En otras palabras, la vida que se manifestó está plenamente integrada a la realidad humana. No vino como un extraño, un transeúnte, un turista, un espía. Vino en carne y huesos, como un ser humano, no como un mensajero divino o sobrenatural.

Tratando de precisar la manifestación de la vida eterna entre los seres humanos, el autor afirma que Jesús es el Cristo, y que Cristo Jesús es el Hijo de Dios. Esto es un poco confuso porque, en el primer caso, “Cristo” es un título (el Mesías), mientras que en el segundo caso “Cristo” se ha convertido en el apellido de Jesús. Sin embargo, es evidente que la intención del autor es que sus lectores no crean que la vida de Jesús era sólo la vida de un hombre más. Pero también deben creer que la vida eterna que se manifiesta es plenamente humana. Así que llama a este fenómeno que es visto, contemplado, oído y tocado, el Cristo, el Hijo, el Hijo de Dios, el Hijo Jesucristo, y finaliza el folleto proclamando: “Este es el Dios verdadero y la vida eterna”.

Los primeros cristianos proclamaron la verdad de su fe en Jesucristo utilizando muchos títulos. Además de los que se encuentran en este folleto: Cristo (Mesías), Hijo, Hijo de Dios, se refirieron a él como el Hijo del Hombre, el Siervo del Señor, el Cordero de Dios, el Hijo de David, el Primogénito de los muertos, el Primogénito de toda criatura, el Salvador, el Señor. El título que es típico de los escritos de Juan, y que se convirtió en el fundamento de todos los demás intentos teológicos de entender la persona de Jesucristo, en vista de la riqueza de sus posibilidades filosóficas, es el “Verbo”. Tanto los antiguos como nosotros hoy, a veces, soslayamos las palabras como intrascendentes y baratas. Así pues, nuestro autor advierte a sus lectores: “Hijitos, no nos amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y de verdad” (3:18). Pero eso no era la norma.

Uno de los mayores avances de la teología del Antiguo Testamento es el concepto de que Dios y el mundo están relacionados por una palabra, una palabra hablada. Esta fue una ruptura con todas las concepciones de la relación como algo material. En la mayoría de las historias de la creación, el mundo se produjo como resultado de un nacimiento o una muerte. El cuerpo de un dios derrotado proveyó el material para la construcción del universo. O bien, todo comenzó a partir de un huevo.

Las dos historias de la creación del Génesis entienden que Dios vino a una realidad que ya existía. En Génesis 2 Dios llega a un lugar desierto, donde pone cuatro ríos y, a continuación, planta un jardín. Con el polvo de la tierra y el agua, moldea el cuerpo de un hombre y le da la vida por medio de la respiración en su boca. Entonces hace una operación al hombre para extraerle una costilla y crear una mujer. Al hacer todo este trabajo, Dios es presentado como una realidad objetiva en el mundo. Esta historia de la creación tiene elementos comunes con otras historias antiguas.

Génesis 1, sin embargo, dice que Dios rondaba sobre las aguas envuelto en la oscuridad. Entonces Dios dijo: “Hágase la luz”. Esa palabra de Dios trajo la luz a la existencia, y la luz triunfó naturalmente sobre la oscuridad para crear un día. A lo largo de esta historia, Dios nunca toca nada, nunca se introduce en el mundo. La esencia de esta historia de la creación es la noción de la Palabra. Las palabras no son realidades físicas. No son cosas materiales, pero son concretas y poderosas.

Cuando alguien pronuncia una palabra, es como una flecha que ha sido disparada de su arco y cumple su tarea, no importa cuál sea. Cuando alguien te da una palabra, puedes descartarla, rechazarla, o guardarla—no en tu bolsillo o bolso, por supuesto, sino en tu corazón. Vivir por la palabra hablada por Dios es “recordar”. La luz y la vida existieron no por algo que Dios hizo con la materia, ni salieron del sol, de la luna o las estrellas, sino por la palabra del Señor. Tal como dice el Salmista en forma concisa: “Por la palabra del Señor se hicieron los cielos, la tierra y lo que hay en ellos”.

Cuando los textos del Antiguo Testamento fueron traducidos al griego, a partir de mediados del siglo III a C, la palabra hebrea dabar se convirtió en la palabra griega Logos, que puede significar el pensamiento, la razón, palabra, o discurso. Los filósofos judíos de inmediato comenzaron a explotar la rica gama de significados de la palabra logos en sus intentos de entender la creación del mundo. Los filósofos griegos ya habían diferenciado entre los pensamientos que tienen lugar en la mente, para los que no todavía no se ha encontrado una palabra, y el pensamiento de la mente para el cual ya se ha encontrado una palabra o nombre.

A menudo me encuentro a mí mismo teniendo un pensamiento para el cual necesito encontrar una palabra. Pienso en una palabra y la tengo que rechazar porque no es correcta. Pienso en otra y me encuentro rechazándola también. Tengo una satisfacción real cuando siento que he encontrado exactamente la palabra que necesitaba para expresar mi pensamiento. Los filósofos griegos, al parecer, también tenían estas experiencias y, por lo tanto, distinguían entre el “logos inexpresado” y el “logos expresado”. De esta manera, logos se convirtió en un puente sobre el abismo filosófico más difícil, que es el que hay entre la realidad subjetiva y objetiva.

El autor del Evangelio de Juan encontró aquí la herramienta con la cual pudo entender cómo Dios, que es Sujeto absoluto y de ningún modo un objeto del mundo, podría convertirse en objeto en la persona de Jesucristo. Esto fue posible debido a que era el Logos, el Ser divino subjetivo que se había convertido en un ser humano para expresarse de ese modo. El autor del panfleto que estamos estudiando recogió la idea a partir de ahí. Que él apreciaba el aspecto subjetivo del Logos se desprende de su consejo: “No nos amemos de logos [de palabra, es decir, pensamiento subjetivo] ni de lengua [pensamiento objetivado]”.

Lo que es realmente interesante acerca de este autor, sin embargo, es que él no dice que el objetivo de la manifestación del Logos a los seres humanos sea conceder información que dé un “conocimiento que salva”. No, en absoluto; para él el Logos no está relacionado con el pensamiento, el lenguaje, el discurso, la información o las doctrinas. A lo largo de su panfleto, el autor contrasta marcadamente el ser testigos de la verdad con ser mentirosos. Para él, sin embargo, la verdad que cuenta no es la que da información sino la que da la vida.

El escrito en el que está trabajando, que hará que su gozo sea completo, es “en relación con el Logos de Vida”. El objetivo de la venida del Hijo en la carne, no sólo mediante el agua sino mediante el agua y la sangre, es crear en la Palabra la comunidad de la vida eterna. Ese es el vínculo entre Dios y la humanidad. La Palabra de la verdad (subjetiva) es la Palabra de vida (objetiva). La objetivación de la Palabra trae la vida, no mera información. Cuando Dios revela, lo que se manifiesta que no es Su Conocimiento sino Su Vida. Lo que reciben los creyentes en realidad, cuando permanecen en la verdad del Hijo, es la vida eterna.

Herold Weiss es profesor emérito de Saint Mary’s College, Notre Dame, Indiana. Por veinte años fue profesor de Nuevo Testamento en una filial d el Seminario Bautista del Norte, en un suburbio de Chicago Occidental. Él es el autor de “Un día de alegría: El Sábado entre los judíos y los cristianos en la Antigüedad”.

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