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El Cielo

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

Nunca vi un páramo,

nunca vi el mar;

sin embargo, sé que se ve como el brezo,

y lo que debe ser una ola.

Nunca he hablado con Dios,

tampoco visité el cielo,

sin embargo, estoy cierto del lugar

como si tuviera un mapa.1

La realidad de los cielos es una certeza de la fe cristiana. Su existencia fue confirmada por el mismo Jesús, quien dijo, “En la casa de mi Padre muchas moradas hay” (Juan 14:1). En cuanto a su ubicación física, la mayoría de los adventistas han situado el cielo en alguna zona de la Nebulosa de Orión. Los escritores y evangelistas adventistas tienen una larga tradición de equiparar el “espacio abierto” del que habló Elena de White con la Gran Nebulosa de Orión y deducir que la ciudad de Dios y su trono deben existir en un planeta en algún lugar dentro de dicho sistema.

En el siglo XVIII y principios del XIX los astrónomos observaron lo que describieron como un vacío o espacio libre en este lugar de los cielos. En un folleto publicado en mayo de 1846 y titulado “Los Cielos se abren”, Joseph Bates describe este espacio como una “brecha” en el cielo que se abre hacia el trono de Dios. Sin embargo, este supuesto agujero celeste ha sido identificado desde hace mucho tiempo como un área opaca de gas y nubes de polvo. Ahora se sabe que la luz que se ve detrás de estas nubes procede de un grupo de estrellas calientes de formación reciente, cuya ionización provoca el brillo de la nebulosa.

En marzo de 1976, los científicos adventistas Dowell Martz y Merton Sprengel publicaron un artículo de cuatro partes en la Revista Adventista, que examina el uso que hace Elena de White del término “espacio abierto”. Llegaron a la conclusión de que sus declaraciones “parecen sugerir un espacio abierto en el firmamento atmosférico que rodea la tierra”, y no una apertura en la nebulosa distante. Por lo tanto, su descripción de una abertura en las nubes atmosféricas que proporciona una vista hacia la constelación de Orión no es un aval de alguna pasarela astronómica a los tribunales del Cielo.2

En el tiempo de Sir Isaac Newton, la Tierra había dejado de ser considerada el centro del cosmos y se había convertido en un planeta, entre varios que giran en órbitas en torno a una distante estrella—para el disgusto de los teólogos. Con el aumento de los conocimientos en el siglo XX, el clero y los laicos por igual han lidiado con el concepto de que nuestro Sistema Solar es sólo una pequeña área en el borde de una galaxia, la cual existe entre un gran número de otras galaxias, en un universo que está en continua expansión. Hoy en día, la idea de un universo estático e inmutable, que existe eternamente, ha sido reemplazada por la noción de un universo dinámico en expansión, que parece tener un principio y un fin definido.

A diferencia de nuestro vocabulario religioso, en la medida que nuestra comprensión del mundo natural ha cambiado, también lo hicieron nuestras palabras y nuestra forma de pensar y hablar. En 1900, nuestro sistema solar se consideraba fundamental para el cielo estrellado, y la Vía Láctea ni siquiera había sido reconocida como una galaxia. Ahora, nuestra comprensión del cosmos incluye miles de millones de galaxias, y hablamos de conceptos como “horizontes de sucesos”, “singularidades”, y “agujeros negros”. La física cuántica, en la que los objetos pueden estar en más de un lugar al mismo tiempo, ha sustituido a las leyes fijas, donde los objetos concretos son reales y existen en estados definidos.3

En 1950, se describía al átomo como un conjunto de electrones girando en torno a un núcleo de protones y neutrones. Ahora, cuando hablamos de los átomos, usamos palabras tales como los quarks, los neutrinos, y las cuerdas. Una vista determinista de la realidad, en la que la mecánica del universo lo decide todo, ha dado lugar al factor cuántico, que dice, al menos en el nivel atómico, que los acontecimientos se producen espontáneamente, sin una causa previa.4

A diferencia de pensamiento y del lenguaje científicos, que progresan cuando el conocimiento se expande, el pensamiento teológico y el lenguaje correspondiente luchan por mantenerse sin cambios. Durante cientos de años, se creyó que la Tierra era el centro del cosmos y se entendía que éste estaba formado por “dos niveles”. Abajo estaba la tierra y el cielo estaba arriba. Dios era entendido como un Ser “sobrenatural”, es decir, que estaba “por encima” de la naturaleza, y habitaba en el reino celestial de la misma manera como un rey terrenal. Se lo imaginaba sentado en el trono de su palacio, muy por encima del cielo azul, rodeado de su corte de ángeles y seres celestiales.

La mayoría de los creyentes cristianos siguen aprovechando esta visión del cosmos como si fuera un hecho. La enseñanza y el lenguaje cristianos tradicionales siguen hablando del Cielo en esta conceptualización de dos niveles. Es el vocabulario que hemos recibido como legado en nuestros himnos, nuestra liturgia y nuestras formas de culto.

En su libro, Una Breve Historia del Tiempo, Stephen Hawking opina que hasta ahora la mayoría de los científicos han estado demasiado ocupados con el desarrollo de nuevas teorías que describen el universo como para preguntarse por el significado de sus descubrimientos. Mientras tanto, dice Hawking, las personas cuya actividad es hacer preguntas serias, es decir los filósofos y los teólogos, no han sido capaces de mantenerse al día con los avances de las teorías científicas.5 Parece que no sólo somos creyentes que no hacemos preguntas, ¡ni siquiera tenemos el idioma o el vocabulario para formularlas!

Dios, que en tiempos pasados habló a nuestros antepasados muchas veces y en muchas formas a través de los profetas, les habló en términos de su propio pensamiento y marco de comprensión cosmológica. Jesús, cuyo vocabulario es el de un palestino judío del primer siglo, hablaba en el lenguaje y según el pensamiento de su época, pero, al igual que los profetas de la Antigüedad, las verdades que enseñaba son atemporales. Él mismo ha reconocido esto. “El vino nuevo no se puede poner en odres viejos”, dijo. “El vino nuevo se debe poner en odres nuevos” (Lucas 5:37, 38).

La expectativa de que en los últimos días nuestros hijos y nuestras hijas profetizarán puede implicar un cambio de paradigma en nuestra cosmología teológica y lenguaje religioso. Al considerar a Dios y al hablar de su reino en el siglo XXI podría exigir “vino nuevo” y el “don de lenguas”—un nuevo vocabulario y una perspectiva cosmológica diferente en comparación con los de nuestros antepasados espirituales.

Un vocabulario contemporáneo y una cosmología científica, sin embargo, no cancelan ni niegan el mensaje del amor de Dios y de su voluntad para nuestras vidas, tal como se encuentran en su Palabra revelada. Cuando Einstein descubrió la teoría de la relatividad, la teoría de Newton de la mecánica del espacio-tiempo no fue descartada, sino que resultó simplemente inadecuada para describir el comportamiento de los cuerpos en movimiento a una velocidad cercana a la de la luz. Así como la física cuántica no invalida a la matemática tradicional, las verdades científicas en relación con la realidad física no invalidan las verdades reveladas con respecto a las realidades espirituales.

Al lidiar con conceptos que nuestros antepasados nunca previeron, como la posibilidad de que existan universos paralelos junto al nuestro—lo que permitiría la comunicación, el acceso y la visita de inteligencias de otros mundos—la verdad revelada nos asegura que “aquí y ahora somos hijos de Dios; y todavía no se ha revelado lo que seremos; pero cuando Él se revelare, seremos semejantes a él” (1 Juan 3:2).

Si bien enfrentamos la idea de que incluso nuestro vasto universo tiene una vida finita y que el cielo estrellado algún día podría dejar de ser—cuando el sol haya gastado toda su energía y se torne oscuro y frío—la verdad revelada nos invita a considerar este apasionante pensamiento: “El cielo es un incesante acercamiento a Dios”.6

Aunque la ciencia puede no ser capaz de decirnos exactamente dónde se encuentra el cielo en un mapa astronómico, la verdad revelada nos conforta con el conocimiento cierto de que “la morada de Dios estará con la humanidad” (Apo. 21:3)

Notas y referencias

1. Emily Dickinson, “Nunca vi un moro,” Poemas de los Grandes del Idioma Inglés (Nueva York: Tudor, 1927), 1000.

2. Merton E. Sprengel y Dowell E. Martz, “Orion Revisited”, Review and Herald, 23 de marzo—8 de abril de 1976.

3. Michio Kaku, Mundos paralelos (Nueva York: Ancla Libros, 2006), 149.

4. Ibíd., 155.

5. Stephen Hawking, A Brief History of Time (Toronto: Bantam, 1988), 174.

6. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View, California: Pacific Press, 1898), 331.

Donna J. Haerich es una Anciana de Iglesia en la iglesia Adventista del Séptimo Día de Forest Lake, en Apopka, Florida, y enseña en una clase de la Escuela Sabática.

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