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El pecado

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

Abril es el mes más cruel, escribió T. S. Eliot. Ciertamente parece ser. Han ocurrido cosas terribles en abril. La masacre de Waco, los atentados de Oklahoma City, los disparos de Colombine—todos ocurridos un mes de abril. El Día del Recuerdo del Holocausto suele tener lugar en abril, al igual que el Memorial del Genocidio Armenio (abril 24). Aún no había pasado una semana del mes de abril de este año, cuando tres terribles incidentes ocurrieron en los Estados Unidos. Un hombre armado disparó y mató a trece personas en Binghamton, Nueva York; otro mató a tres agentes de la policía en Pittsburg; y los cuerpos de cinco niños, probablemente víctimas de su propio padre, fueron encontrados en una casa en Graham, Washington.

Si es que no hay nada malo en relación a esta temporada del año, sin duda algo anda mal con nosotros, los seres humanos. Parece que no podemos evitar destruirnos a nosotros mismos. Sin embargo, el hecho de que encontramos que este tipo de cosas son indignantes, también dice algo. Esta no es la forma que se supone que deberíamos ser. Sabemos que fuimos hechos para algo mejor —la vida, la generosidad y la compasión. Y así, hay una enorme grieta que atraviesa el centro de la existencia humana. Existe una trágica discrepancia entre lo que somos y lo que pretendemos ser, entre nuestra humanidad esencial y la forma en que nos comportamos en realidad. Esto nos lleva a lo que muchos creen es el más profundo concepto bíblico, si no el más complejo, a saber, el concepto de pecado.

Según la Biblia, los seres humanos no sólo somos criaturas hechas a la imagen de Dios, también somos pecadores. Somos seres conscientes de lo bueno, somos capaces de hacer el bien, pero nuestro comportamiento siempre cae por debajo de lo ideal. El pecado es, por tanto, inevitable e inexcusable. Y su influencia es irresistible. Como dice Elena de White,

Existe en el corazón no sólo una percepción intelectual, sino también un poder espiritual, una noción de lo recto, un deseo de bondad. Pero en contra de estos principios hay una lucha de poderes antagónicos. El resultado de haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal se manifiesta en la experiencia de cada hombre. Hay en su naturaleza una inclinación al mal, una fuerza que, sin ayuda, no puede ser resistida (La Educación, 29).

Hay algo más inquietante sobre el pecado: sus efectos son amplios. Expresiones como la clásica “depravación total” y el “pecado original” indican, no sólo que el pecado nos afecta a todos, sino que toca todo lo que hay en nosotros—lo físico, lo mental, lo social y lo espiritual. Esto significa que incluso nuestros mejores esfuerzos y nuestros motivos elevados son contaminados por el pecado. No hay nada en nosotros que se escape. Cuando mis hijos crecían, por ejemplo, yo quería sinceramente lo mejor para ellos. Quería que fueran sanos, felices, populares entre sus compañeros, que participaran en actividades que valieran la pena, y que tuvieran recompensa y éxito en todo lo que hicieran. Al mismo tiempo, sin embargo, tuve que admitir que había un elemento de interés propio en todo esto. Tener hijos exitosos, bien adaptados y populares, trae mucha satisfacción personal, y hace mucho en favor de la buena reputación de una persona.

La clave aquí es darse cuenta de que nuestros motivos son siempre desiguales. Que rara vez son puramente buenos o malos; siempre tienen elementos de ambos. De acuerdo con una lectura de la famosa descripción paulina de la situación del pecador en Romanos 7, esto es cierto incluso en el caso de nuestro deseo de guardar la ley. Por supuesto, debemos obedecer los mandamientos de Dios; eso no se discute. Pero ver nuestro éxito en guardar los mandamientos como la base para la salvación, pensar que podemos mejorar nuestra posición ante los ojos de Dios de esta manera—eso es un terrible error. De hecho, es una de las formas más insidiosas de pecado—tener el orgullo de su propia virtud. El problema con el legalismo, entonces, no es que simplemente no funciona, sino que nunca podremos llegar a ser lo suficientemente buenos para ganar la salvación. El problema es que se basa en una falsa hipótesis, a saber, que se supone que alguna vez tendríamos que llegar a serlo. No es de extrañar que Pablo describa a los legalistas como “miserables”.

Como la declaración de Elena de White indica, el pecado nos disminuye pero no nos destruye. Incluso en nuestra condición de pecado, todo lo esencial de nuestra humanidad todavía está presente—seguimos siendo criaturas a imagen de Dios, con facultades espirituales y morales. Pero a pesar de que los pecadores somos plenamente humanos, no somos plenamente humanos. Todo nuestro ser está dañado. Al igual que los automóviles en malas condiciones, podemos tener todas nuestras partes, pero ya no trabajan juntas. Las criaturas caídas en el pecado son criaturas en conflicto.

En su nivel más básico, este conflicto afecta a nuestra relación con Dios. Cuando Adán y Eva “escucharon la voz de Jehová Dios que caminaba en el jardín a la brisa de la tarde, el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del jardín” (Gén. 3:8). Aunque los humanos son seres que están esencialmente relacionados con Dios, se encuentran fuera de sintonía con su voluntad. Les gustaría que Dios los dejara solos.

Los conflictos más obvios que nos acosan, tienen que ver con nuestras relaciones con los demás. Como seres sociales, necesitamos compañía. Pero si la vida solos no vale la pena vivirla, la vida juntos es muy difícil. El ejemplo más claro de enfermedad social es la perpetua agitación que envuelve a los pueblos y a las naciones. En el siglo XX, la Humanidad probablemente tuvo más progreso tecnológico que en todos los siglos precedentes, sin embargo, nos matamos unos a otros a una velocidad que desafía la comprensión—por decenas de millones de personas, en dos guerras mundiales y en docenas de otras. De hecho, la destrucción en masa es el legado más notable de nuestro tiempo.

Los conflictos y rivalidades que tienen tan trágicas consecuencias en las guerras, son universales y existen en todas las relaciones humanas. El pecado nos impide ver el verdadero valor de los seres humanos, el nuestro propio o de cualquier otra persona. Normalmente exageramos nuestra importancia personal en detrimento de otros, y, como lo destacan los pensadores feministas, a veces exageramos la importancia de otros en nuestro propio detrimento. De cualquier manera, el pecado nos aísla y aleja. Y debido a que el pecado distorsiona nuestra perspectiva, consideramos a otras personas como amenazas, y actuamos instintivamente para proteger nuestros propios intereses.

La más patética manifestación de nuestra fragilidad puede ser el hecho de que estamos en conflicto con nosotros mismos. En El hombre contra sí mismo, Karl Menninger afirma que existe una auto-destructiva tendencia en todos nosotros, que toma muchas formas diferentes. “Cada hombre tiene su propia manera de destruirse a sí mismo”, dice, “algunas son más convenientes que otras, y algunas son más conscientemente deliberadas que otras”. Esta tendencia puede conducir a la muerte voluntaria, pero también puede llevar a cosas como la auto-mutilación, los accidentes a propósito y enfermedades orgánicas.

El concepto de pecado—su retrato de la existencia humana en conflicto—nos ofrece una manera de responder a quienes rechazan a Dios a causa de las terribles cosas que la gente hace en nombre de la religión. No hay duda de que hay gente que hace mal uso de la religión. Pero en verdad, no hay nada de valor que los seres humanos no hayan abusado. Los alimentos, la familia, el amor, la lealtad—la lista de cosas buenas que algunos usan como pretexto para hacer algo horrible es interminable. Pero es el mal uso lo que está mal, no las cosas mismas. Lo que el concepto de pecado establece, es una base para condenar esta desviación sin condenar el valor en sí.

Las lecciones de este trimestre destacan el aspecto personal de la experiencia religiosa, así que concluyamos esta mirada del pecado a nivel personal. Cuando se trata del pecado, hay dos cosas que debemos recordar. Una de ellas es el hecho de que el pecado siempre estará con nosotros. Hasta que Jesús venga, nunca debemos dejar de orar como nos enseñó el Señor: “Perdónanos”…. La otra es que existe un poder mayor que el pecado. Cristo puede llevarnos lejos de la tentación y librarnos del mal.

Richard Rice enseña en la Escuela de Religión de la Universidad de Loma Linda, en California.

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