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Cómo reconocer un Profeta cuando vea uno

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

Mientras escribo esto, los Estados Unidos de América han jurado a su nuevo Presidente, Barack Obama, un afroamericano, autor y abogado, autor y padre, que ganó el voto popular en las elecciones nacionales y ha llegado a Washington a través de “la autopista de la libertad” para reclamar su premio en el Salón Oval de la Casa Blanca.

No piensen por un momento que esto podría haber sido posible sin una profecía nacional transformadora: que un día todos los estadounidenses, blancos y negros, ricos y pobres, hombres y mujeres, del norte y del sur, reharían el “sueño americano” como una posibilidad para cada persona. Sin cientos de años de esclavitud, sin William Lloyd Garrison, Frederick Douglass, y Lincoln, sin Marcus Garvey, Rosa Parks y Martin Luther King, sin Bill Cosby, Michael Jordan, y Oprah, ¿podría la nación haber cumplido con esta promesa y doblar “el arco de justicia” hacia la tierra de una manera seria? ¿Quién puede negar que en las canciones espirituales [escuche al Dr. Oral Moses cantar mientras lee este comentario] de las plantaciones de los esclavos, en la ardiente retórica de los abolicionistas, en marchas por los derechos civiles de los 60’s, y en los sermones de la desobediencia civil, hemos visto el trabajo del Espíritu y escuchado la verdadera voz de la profecía? Quiero afirmar aquí, “¡Sí, lo hemos visto!”, y que la gama más amplia de la profecía judeo-cristiana, en especial la experiencia de Estados Unidos de América, nos ayuda a entender el significado de la profecía en nuestra propia comunidad religiosa.

Permítame preguntarle, ¿cómo reconocer a un profeta cuando encontramos uno? Como la categoría y la labor de Profeta es inductivamente derivada de muchos ejemplos que llaman nuestra atención, no es posible restringir la definición solamente a “alguien que vaticina” o que “anuncia de antemano un mensaje divino”, como si fuera una única voz clamando a las colinas desiertas (como en la popular caricatura de Juan el Bautista). Las funciones asumidas por los profetas varían con el tiempo: reformador, revolucionario, fundador, guardián, instigador, visionario, escritor, y portavoz. Tal vez hoy, en parte debido al movimiento de derechos civiles, también podemos ver profetas actuando como administradores del cambio; son hombres y mujeres que traen los preceptos de la justicia divina y la esperanza a su propia situación, y que usan sus talentos y personalidades para los más altos fines—que se pueda concebir y dar a luz una nueva comunidad para reflejar estos ideales divinos.

¿Quién puede ser un profeta? ¿Se necesita una clase especial de mente? La idea de que la mente del profeta está en blanco o es intrascendente, es una ficción propagada por algunos profetas y sus seguidores para añadir credibilidad y misterio a sus pretensiones. Igualmente ilusoria es la idea de que los profetas verdaderos y sus movimientos están en cierto modo exentos de los procesos sociológicos normales que dan forma a las comunidades humanas. En cambio, hay mucha evidencia que las cuestiones de género, clase social, nivel de educación, personalidad, historia personal, y estados variables de conciencia, han influenciado las carreras y los mensajes de los profetas, así como la acogida que han recibido de sus seguidores. Pensemos en algunos ejemplos. La visionaria alemana Hildegaard de Bingen (1098–1179) fue muy musical, y sus creaciones litúrgicas y sus ideales de comunidad han inspirado a los cristianos europeos durante el último milenio. Las alegaciones de superioridad de las visiones de la mística inglesa Marjorie Kempe (aprox. 1373–1438) manifiestan su competencia con otras mujeres. George Fox (1624–91), que vivió en un tiempo de adoración regulada y de sacramentalismo forzado, se opuso a las ceremonias innecesarias e instó a los creyentes a seguir su luz interior. Algunos, como José Smith (1805–44), dependieron de su familia y seguidores de manera extraordinaria, mientras que otros profetas huyeron de la familia y la sociedad. Docenas de ejemplos sugieren que, incluso cuando la mente consciente está pasiva, hay imágenes, sentimientos, recuerdos, temores y esperanzas que provienen del mundo interior del profeta para plasmar sus palabras, sueños y visiones. De esta manera, la profecía puede considerarse como una forma religiosa de creatividad, en la que elementos antiguos de una determinada tradición se combinan con nuevas ideas para dar origen a una comunidad fundada en los valores divinos, o para reformarla en ese mismo sentido.

Considerando los más de 3000 años de historia judeo-cristiana, tenemos el privilegio de ver el Espíritu de profecía vivo y activo “en diversas maneras y lugares”. Los muchos ejemplos que podemos recoger de la Biblia y de la historia argumentan a favor de una pluralidad de manifestaciones, cada una adaptada a las diferentes ocasiones y preocupaciones. Un biblicismo estrecho que no vea los varios cumplimientos de la profecía, o que limite los dones espirituales a las épocas pasadas, se pierde por completo la labor que está realizando el Espíritu en el día de hoy. En lugar de creer, por ejemplo, que el Espíritu dejó a la nación judía poco después del regreso del exilio, podemos ver que actuó en la resistencia anti-romana, o entre las comunidades esenias que celebraban a un “maestro de rectitud”. Incluso en la historia de los Estados Unidos, las voces de mujeres (y también de hombres) visionarias, como Ann Hutchinson (1591–1643), Sarah Edwards (1710–58), y Rebecca Jackson (1795–1871) presentaron una brújula moral divina y orientación a sus comunidades. La visión a largo plazo también permite ver al Espíritu de la profecía actuando en los corazones y en las mentes de muchos, y también como la posesión de una comunidad, no sólo en una persona religiosa talentosa.

¿Hay una pasión profética? Creo que sí. El hilo dorado que corre a través de los profetas judeo-cristianos es la preocupación por la justicia y la misericordia en el hogar, en la comunidad, en la nación, y en el mundo. El grito por la justicia se plantea, en la mayoría de los casos, a causa de una situación de injusticia que debe ser cambiada. Para lograr este objetivo, algunos profetas intentaron reformar el sistema vigente para devolver a la comunidad los valores fundamentales, otros denunciaron el pasado y convocaron a producir algo nuevo. La labor de reforma o revolución, sin embargo, requiere más que una personalidad, entusiasmo, o ideas populares. Se necesita alguien o algo especial para administrar y equilibrar tanto la estructura como el espíritu–que son los componentes esenciales de la comunidad–o toda la empresa se desintegrará. En términos comunes adventistas, se requiere inspiración y organización.

La función básica de un profeta es retórica: para proclamar que el cambio es necesario y para convencer a una comunidad de que éste es casi inevitable. Los profetas no sólo provocan sino que ayudan a administrar estas transiciones, desde Egipto hasta la Tierra Prometida, desde el exilio a la Restauración, de la Ley al Evangelio, desde Europa al Nuevo Mundo, mediante la presentación de nuevas revelaciones de la voluntad divina especialmente adaptadas a los tiempos. Por supuesto, la cuestión de cómo coordinar lo nuevo con lo antiguo—es decir, con la tradición—es siempre un problema para las nuevas religiones, como lo fue para el cristianismo en su relación con su matriz, el judaísmo. Muchos movimientos religiosos emergentes, sin embargo, se dividen entre aquellos que quieren desvincularse de lo antiguo y liberar al niño de sus padres, y los que quieren presentar lo nuevo como una extensión de lo antiguo o como su cumplimiento. Estos dos modelos, de separación/purificación y de compromiso/transformación, están en la base de la retórica de la mayoría de los movimientos proféticos. Los profetas más exitosos—Moisés, Jeremías, Jesús, Mahoma—fueron innovadores, así como restauradores. Cuando la relación entre lo antiguo y lo nuevo se mantiene en tensión creativa, una nueva tradición de síntesis se desarrolla a menudo. Aquí es donde brillan los profetas, y esto explica por qué las religiones proféticas son las más eficaces en la ganancia de nuevos conversos.

En el caso de Elena de White, de quien tenemos información histórica sustancial, sus dones son en muchos sentidos continuos con la tradición de liderazgo inspirado en el Nuevo Mundo—pensemos en las muchas mujeres que, aunque carecen de capacitación formal, encuentran su inspiración y energía en los sueños, visiones, e imaginación santificada. Pero también escribió para la nueva preocupación de América por el cuerpo y los sentimientos humanos. Desde mi punto de vista, sus primeros trabajos (1845 hasta principios de 1850) validaron la cosmología Millerita frente a las reiteradas decepciones, y alentaron la cohesión social y emocional existente entre los creyentes. A principios de los años 1850, ella experimentó un hiato en su don profético, pero más tarde las visiones regresaron con ideas nuevas y más amplias. Elena y Jaime White invirtieron años en la construcción de la comunidad antes de iniciar la mudanza hacia la fundación legal de la denominación en los primeros años de la década de 1860. Al estallar la Guerra Civil, el componente estructural (“el orden evangélico”) y el de la inspiración (“el Espíritu de profecía”) se encontraban en el lugar adecuado y una nueva denominación nació con éxito.

Para quienes tienen ojos para ver, el surgimiento del movimiento adventista y los prolongados acontecimientos del movimiento de derechos civiles en Norte América, son dos expresiones del Espíritu de profecía, cada uno arrojando luz sobre el otro. Arder con una real pasión por la justicia divina y por la justicia social—en los tribunales y en las calles, de los cielos o en la tierra— puede que un día nos permita descubrir que se trata de una sola cosa.

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