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Testamento y últimas voluntades de Jesús de Nazaret

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Últimamente me he estado preguntando sobre la pertenencia a un determinado grupo social llamado “iglesia”.

¿Qué nos atrae? ¿Por qué sábado tras sábado seguimos reuniéndonos y colaborando con la iglesia? La respuesta es o debería ser obvia: porque una vez creímos y todavía seguimos creyendo que éste es un grupo especial con una misión especial, independientemente de las razones concretas que cada uno de nosotros guarde en su corazón.

Pero, ¿qué nos caracteriza como grupo? ¿Qué nos da cohesión? ¿Qué nos amalgama?

No tenemos más que mirar a nuestros vecinos de banco, delante o detrás, y yo, a primera vista no veo más que diferencias.

Tenemos diferentes sexos, diferentes edades. Hemos nacido y nos hemos educado en lugares diferentes, en culturas distintas. Nuestros niveles de educación formal, de escolarización, no son iguales. Hablamos diferentes lenguas, tenemos preferencias políticas distintas, tenemos sensibilidades diferentes y distintas ideas de lo que es divertido o aburrido. Demasiado “distinto” y “diferente” para ser un grupo unido ¿no os parece?

Entonces, ¿qué es lo que nos impulsa a unirnos a un grupo social tan variopinto?

Me vais a permitir que hable en el nombre de todos cuando digo que una vez todos conocimos a Alguien, que nos miró a los ojos, que nos extendió su mano y nos dijo a todos exactamente la misma palabra: “Sígueme”. Y me vais a permitir también que diga que todos nos enamoramos de Jesús de Nazareth.

El amor que sentimos hacia el Maestro es tan poderoso que sólo eso basta para que un grupo de personas puedan sentirse a gusto juntas. El amor que recibimos de nuestro Salvador es tan fuerte que se convierte en la única amalgama, en el único cemento que nos hace permanecer juntos. El amor que Cristo nos da es tan eficaz, tan intenso que nos desborda y hace que otros quieran parecerse a nosotros y, siguiendo nuestros pasos, puedan descubrir al verdadero Camino, al que lleva a la Vida.

Esta es la doble misión de la iglesia:

  • Que los que estamos enamorados del Señor seamos un apoyo, los unos en los otros, construyendo ese cuerpo que describe 1ª de Corintios 12 y que todos conocemos bien, haciéndonos discípulos cada vez más maduros, más penetrantes, más avanzados.

  • Que otros conozcan al Ser Supremo que nos regala ese amor capaz de transformar lo viejo en nuevo, lo inservible en útil, lo triste en alegría.

Con este pensamiento en mente os invito a reflexionar en los capítulos 13 al 17 del Evangelio de Juan.

Todos conocemos el contexto. Es jueves de Pascua. Jesús y sus discípulos están cenando o han cenado ya. En pocas horas Jesús va a ser traicionado, arrestado y ejecutado injustamente.

Son las últimas horas de Jesús con sus discípulos más allegados, los más queridos, los más íntimos. Creo que podemos considerar estos capítulos de Juan como el “Testamento y últimas voluntades de Jesús”. Y ¿sabéis cual es la preocupación de Jesús? ¿Cuál era el deseo de Jesús?

Casi al final de este “Testamento” podemos leer:

“Te pido que todos ellos estén unidos; que como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Les he dado la misma gloria que tú me diste, para que sean una sola cosa, así como tú y yo somos una sola cosa:  yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a ser perfectamente uno, y que así el mundo pueda darse cuenta de que tú me enviaste, y que los amas como me amas a mí.” (Juan 17: 21-23 DHH)

Fijémonos en la repetición: “que estén unidos… para que el mundo crea, … para que el mundo se de cuenta de que tú me enviaste”.

Jesús ora por sus discípulos, un grupo tan dispar y tan poco homogéneo como podemos ser nosotros hoy en la iglesia local, nacional o mundial: cada uno con sus problemas, sus ilusiones, su forma de pensar, sus prioridades, su temperamento…

Pero Jesús insiste durante todos estos capítulos en el concepto de unidad con una finalidad concreta: para que el mundo conozca a Jesús.

¿Les está pidiendo que fueran iguales, que vistan con la misma ropa, que prediquen los mismos sermones o que les guste la misma comida? Algunas veces pienso que en nuestra iglesia eso es lo que entendemos por unidad: nos sentimos orgullosos cuando se nos reconoce por nuestro aspecto físico, por la dieta que seguimos o cuando se predican los mismos sermones llegados de las instituciones. En realidad eso sería uniformidad, todos iguales, con el mismo carácter, con los mismos gustos. Pero Jesús no está pidiendo “clones”, está pidiendo unidad, pide que estén unidos, no que sean iguales, solo (que ya es bastante difícil) que estén unidos, interactuando los unos con los otros, enriqueciéndonos mutuamente, haciéndonos más completos.

No es lo mismo pasear por un bosque de reforestación que por un bosque de verdad. (Ver “Para encontrarse en el bosque”)

El bosque de reforestación son los mismos árboles situados todos a la misma distancia, todos de la misma altura porque todos fueron plantados a la vez. Apenas crece nada entre ellos porque son especies no autóctonas, que cumplen con el cometido de retener el agua y el suelo pero poco más. Además se quema con mucha facilidad.

El bosque de verdad, el autóctono, es un hervidero de vida. Hay distintas especies de árboles, arbustos y hierbas. Hasta hay zarzas y especies parásitas. Los animales buscan refugio en estos lugares donde el alimento no escasea. El ambiente es fresco y húmedo y si se produce un incendio se recupera con mucha más facilidad.

Esa es la unidad que Cristo quiere para su iglesia. Cada uno con sus manías y sus rarezas, cada uno con sus dones y talentos al servicio unos de los otros.

Pero éste no es un trabajo fácil. ¿Cómo pretende Jesús que permanezcamos unidos? ¿Cómo pretende Jesús que lo consigamos?

Volvamos otra vez al “Testamento de Jesús” en Juan.

En el capítulo 15 nos encontramos con la Parábola de la vid verdadera que nos habla de permanecer bien unidos a la vid, ya que separados de él nada podemos hacer. Conocemos de sobra el pasaje. Pero Jesús sigue su discurso y nos da la clave para permanecer unidos a él.

“Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Juan 15: 10)

Si guardamos sus mandamientos permaneceremos unidos a él, y por lo tanto unidos los unos a los otros. Todo correcto. Y yo me pregunto, ¿cuáles son los mandamientos que nos hacen permanecer unidos a él?

No hay nada como seguir la misma argumentación de Juan unos versículos más abajo.

“Este es mi Mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Juan 15: 12)

“Éste es mi Mandamiento”. Éste es el secreto, ésta es la última voluntad de Jesús: “que os améis los unos a los otros”, pero no cualquier manera. Amaos “como yo os he amado”.

Pensemos los unos en los otros. No hace falta que pensemos en personas que estén muy lejos, en nuestra casa, en nuestra iglesia local. ¿Somos capaces de amarnos como Jesús nos amó, sin condiciones, sin excusas, sin demostraciones de buena voluntad, y a pesar del daño que nos hemos hecho? ¿Es amar como Cristo me ha amado cuando tengo una mala contestación, me muestro condescendiente o simplemente ignoro a mi hermano?

En la pareja, en la familia discutimos, nos enfadamos, tenemos puntos de vista que muchas veces no compartimos, pero nos amamos por encima de todo y eso nos hace permanecer unidos. ¿Por qué no con nuestra gran familia de la iglesia?

Tres veces, en este “Testamento” Jesús repite la frase “Amaos lo unos a los otros”. Las tres veces como un mandamiento, como una orden. (Juan 13: 34; 15: 12; 15: 17¿Por qué tanta insistencia, tanta importancia? ¿Por qué repite esta orden en este discurso de “última voluntad”?

El siguiente texto fue escrito por Tertuliano, un escritor cristiano romano que vivió alrededor del año 200. En su libro Apologético escribe a los gobernadores romanos para defender la inocencia de los cristianos de los delitos de los que falsamente se les acusaba.

De esta manera explica Tertuliano el odio de los romanos paganos hacia los cristianos:

“Pero es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo que nos atrae el odio de algunos que dicen: mirad cómo se aman, mientras ellos se odian entre sí. Mira cómo están dispuestos a morir el uno por el otro, mientras ellos están dispuestos, más bien, a matarse unos a otros.

Con cuánta mayor razón se llaman y son verdaderamente hermanos los que reconocen a un único Dios como Padre, los que bebieron un mismo Espíritu de santificación, los que de un mismo seno de ignorancia salieron a una misma luz de verdad (…), los que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, los que no vacilamos en comunicar todas las cosas.”

(CAPITULO 39, de la enseñanza y ejercicios que tienen los cristianos en su iglesia o congregación. El énfasis es mío.)

Ese amor que sintieron los cristianos primitivos, que sintieron los cristianos sinceros de todas las épocas de la historia, es el que ha permitido que el cristianismo llegue hasta nosotros. Somos herederos de generaciones de cristianos que amaban a Dios y que amaban a sus hermanos.

Cuando los demás ven en nosotros ese “Mirad cómo aman” es cuando quieren conocernos y quieren conocer la fuente del Amor. No les importa que hablemos en lenguas, que tengamos el don de profecía, que tengamos respuestas para todos los misterios y toda ciencia. No les importa que tengamos una fe que pueda mover montañas ni que repartamos nuestros bienes entre los pobres (ver 1 Corintios 13: 1-3) Lo que importa es que hagamos lo que hagamos, poseamos las virtudes, dones y buenas acciones con las que Dios nos ha bendecido, todo lo hagamos con Amor.

Cuando nos amamos los unos a los otros con el amor de Cristo, se crean esos vínculos de unión que nada, “ni la muerte ni la vida, ni ángeles ni demonios, ni lo presente ni lo porvenir, nada nos podrá separar del amor de Dios.” (Romanos 8: 39)

Fijémonos cómo empieza el “Testamento de Jesús” en Juan 13: 34 y 35. Comparémoslo a cómo termina en Juan 17: 21-23.

Discutamos, enfadémonos y hagamos las paces, intercambiemos nuestros puntos de vista con respeto y confianza, pero sobre todas las cosas, amémonos para que el mundo vea en nosotros a Jesús de Nazareth. 

 

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Foto de Loci Lenar

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