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Madre nuestra que estás en los cielos

 

Sión decía: Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías 49, 14-15)

Sin ánimo de construir un Dios femenino, que significaría convertirlo en algo tan controvertido como la teología machista que a la que hoy en día solemos someter aún a las mujeres en la iglesia en general, me gustaría hacer algunas consideraciones sobre la percepción de Dios como únicamente Padre.

Evidentemente, no se trata aquí de decir si Dios es masculino o femenino. Primero, porque seguramente no es ni una cosa ni la otra. Y segundo, porque si ya es inútil, extravagante y hasta sin sentido discutir sobre el sexo de los ángeles, cosa que ya ha comprendido la cultura popular y lo ha incorporado a su acerbo y a sus dichos, ¡cuánto más sería hacerlo sobre el sexo de Dios!

Sin embargo, queda fuera de toda duda que en el mejor de los casos, cuando el creyente quiere referirse a Dios en términos de bondad, lo llama Padre, y no Madre. Frente al Dios todopoderoso, juez implacable, presencia omnímoda que todo lo ve y lo controla, el acercamiento a Dios como Padre devuelve al creyente la esperanza en la misericordia, el afecto y la compasión divinos. Efectivamente, Jesús nos enseñó a llamar Padre a Dios. Pero también nos enseñó a sacarnos el ojo que nos hace caer, y no he visto por aquí a nadie que se haya dejado tuerto a sí mismo; o nos aconsejó que nos cortemos la mano que nos permite pecar, y tampoco he visto que nadie lo haya hecho. Ni he visto a nadie que se tire al mar con una rueda de molino colgando del cuello, por haber escandalizado a alguien. Entendemos que son formas de hablar de Jesús, hipérboles para llamar nuestra atención sobre lo principal. ¿Será también “Padre” una forma de hablar de Jesús, de la que no hemos sabido extraer todo el meollo?

Así las cosas, y de todas formas, a cualquiera se le ocurre que la imagen del padre no es sino un antropomorfismo y, como tal, una figura que apunta a Dios, pero de forma irremediablemente incompleta, y por razones que apuntaré a partir de ahora.

Concebir a Dios como padre significa, en primer lugar, que quien así lo percibe lo hace como hijo/a. En las relaciones familiares la figura paterna, según los más prestigiosos estudios de psicología infantil, aporta desde los primeros años de vida cuatro componentes sociales, educativos y antropológicos muy importantes, sobre todo en sociedades ancestralmente machistas como las nuestras: protección, seguridad, explicación y poder/autoridad.

Protección, por cuanto el niño pequeño se siente indefenso ante el mundo y, por lo tanto, amenazado por él. Cualquier presencia extraña puede convertirse en un peligro para su supervivencia, y en el padre encuentra una presencia cariñosa y fuerte que lo podrá proteger ante cualquier agresión, real o imaginaria. La sensación de desamparo infantil desaparece cuando el pequeño se sabe respaldado por un padre que puede hacer frente a los peligros que lo acechan. Con el padre, el niño se siente más fuerte.

Seguridad, por cuanto esa presencia paterna, cariñosa y protectora reafirma al niño, y lo hace sentirse fuerte de forma empática. La fortaleza del padre “cubre” como un escudo la debilidad del hijo, y le comunica una sensación benéfica, también real o imaginaria, que suple la impotencia y la inseguridad que presiente ante situaciones que es incapaz de dominar. Con el padre, el niño se siente más fuerte.

Explicación, por cuanto hay muchas cosas que el hijo no comprende en esta vida que está estrenando. Todo es nuevo para él, y las incógnitas se acumulan por todas partes. Necesita comprender lo que pasa y por qué le pasa a él. Necesita aprender la razón y la naturaleza de lo que lo rodea, si algo es bueno o es peligroso, si tal animal puede ser acariciado o tiene que alejarse de él, y las explicaciones que le aporta el padre cariñoso y sabio lo informan y lo forman, dándole recursos intelectuales y emocionales para hacer frente a ámbitos de la vida de los que desconocía su funcionamiento y, por lo tanto, aprende a dominarlos. De la inseguridad de la ignorancia pasa a la tranquilidad del saber. Con el padre, el niño se siente más fuerte.

Poder/autoridad, por cuanto el niño pequeño no ha conocido aún las consecuencias de sus actos, y necesita que se le explique lo que está bien y lo que está mal. Y no sólo esto, sino que necesita aprenderlo imperiosamente. No poner la mano en el fuego aunque le atraiga, no cruzar solo la calle aunque se sienta capaz, no soltarse de la mano aunque se crea preparado, no hablar con desconocidos aunque parezcan amables, hacer los deberes aunque no le apetezca, comerse la sopa aunque no le guste, no decir tacos aunque se enfade, lavarse los dientes aunque no le vea la utilidad, venir cuando se le pide que venga aunque non tenga ganas, acostarse temprano aunque no tenga sueño, etc. Este imperio, el gobierno de sus actitudes y actividades, que el niño aún no está capacitado para realizar él mismo, suele ser delegado en el padre, quien es percibido como una presencia de poder y autoridad, alguien que sabe lo que el hijo debe hacer en cualquier momento y circunstancia, he impondrá ese saber con la autoridad de quien puede aconsejar, amenazar, premiar y castigar.

La figura paterna se convierte, así, en una especie de limitación a la libertad del niño. El padre manda lo que el hijo tiene que hacer, y prohíbe lo que no debe hacer. Lo alaba y premia cuando es obedecido, y lo censura y hasta castiga cuando no. Para poder otorgarle su protección, seguridad y explicación, el hijo ha de ceder una buena parte de su autonomía. Seguir los consejos, las órdenes o las prohibiciones de la figura paterna le asegura el despliegue de un poder que es más fuerte que él. Es, por así decirlo, como un súbdito privilegiado, alguien que a costa de una parte de su libertad puede sentirse y saberse protegido y seguro. En comparación con el padre, entonces, él mismo se siente menos fuerte.

Aquí es donde comienzan a aparecer los problemas con la imagen paterna de Dios. Porque Él, además de protección, seguridad, fuerza, bondad y cariño, es percibido como imposición, prohibición, censura, castigo o premio dependiendo de la propia obediencia y, a veces, hasta intimidación. Él es más fuerte y, por lo tanto, capaz de imponer su autoridad y poder, aunque sea para bien del hijo. Y entonces comienzan los conflictos de intereses. Porque si hay algo tanto o más importante para un ser humano que la protección, la seguridad y la explicación, esto es la libertad. ¿Cómo puede hablarse de verdadera libertad humana a quien percibe a Dios como aquél que premia si se lo obedece y que castiga si se lo desobedece?

Pero no sólo esto. La cosa es más grave aún. Porque mientras que el castigo de un padre sensato puede consistir en no llevar al circo a su hijo, o en dejarlo sin postre, o incluso en darle un azote en el trasero, los castigos de Dios, en el imaginario popular, no suelen quedarse ahí. Ni mucho menos. El Dios Padre que a todos nos han enseñado, cuando es desobedecido, puede inundar el mundo entero, hacer explotar ciudades, convertir a la gente en sal, abrir la tierra para que se trague a los transgresores, matar a primogénitos (imagino que algunos de ellos inocentes), ordenar guerras sangrientas en las que no se perdona la vida de ni mujeres indefensas ni de niños pequeños, provocar enfermedades y pestilencias y, lo que es todavía peor, castigar con la muerte eterna a quienes no siguen sus designios.

Y que no se me venga con que cuando Dios actúa así es que ya no es padre sino juez, y que lo hace por un bien superior, porque eso sería admitir una especie de esquizofrenia más propia de humanos desquiciados que de Dios. Por eso decía al principio que incluso la imagen de un Dios paterno es un antropomorfismo que necesita matices. Porque Dios es Padre a su modo, y no al nuestro. Es un padre divino, no humano.

Y si vosotros, que sois malos, no dais una piedra a vuestro hijo cuando os pide pan, o una serpiente cuando os pide un pez, o si le pide un huevo le dará un escorpión, cuánto más vuestro Padre del Cielo os dará cosas buenas cuando se las pidáis…” (Mateo 7, 9-12)

No podemos transpolar, así como así, nuestra forma de ser padres a la de Dios. Y así como reconocemos que, por su forma trascendente de ser, no podemos nombrarlo sin encasillarlo entre las cuatro paredes de nuestra corta inteligencia, tampoco sabemos llamarlo Padre sin adjudicarle algunas características paternas que son nuestras, pero no suyas.

Si Dios quiere que los seres humanos actuemos con tanta bondad (hasta el extremo de llegar a amar incluso a nuestros enemigos), la razón última de tal exigencia radica en que Dios, no sólo actúa con esa bondad, sino que es la bondad más incondicional que cualquiera se pueda imaginar. Porque lo más claro que hay en las palabras de Jesús es que Dios es bueno. Y es siempre bueno. Además, es bueno con todos, lo mismo con los buenos que con los malos. Eso exactamente es lo que quiere decir el evangelio cuando afirma que Dios “hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). Al decir esto, Jesús echa mano de una cosa evidente: cada mañana, cuando sale el sol, ese sol le da luz, calor y vida lo mismo a la gente mala que a la gente buena, lo mismo al sinvergüenza que al honrado, lo mismo al que se porta mal que al que se porta bien. Y de la misma manera, cuando vienen las lluvias, el agua que cae del cielo riega lo mismo la finca del ladrón que la tierra que trabaja honradamente el hombre que se gana cada día el pan con el sudor de su frente.

Sin duda alguna, Jesús propuso este razonamiento tan elemental, y hasta tan simple, para que nos convenzamos, de una vez para siempre, de que el cariño que Dios nos tiene, seamos buenos o seamos malos, es tan fuerte y tan seguro, que dudar de eso nos debería resultar tan estrambótico como el que se pusiera a pensar que, si se porta mal, a la mañana siguiente el sol no le va a dar a su casa o a su finca. Como a nadie se le pasa por la cabeza que, si comete una barbaridad (por muy grande que sea semejante barbaridad), cuando se ponga a llover, el agua no va a caer en su jardín o en sus tierras.

La cosa, por tanto, está clara. Dios no reacciona ante el mal o ante el bien como reaccionamos nosotros. Dios es bueno siempre. Porque está por encima del bien y del mal. Naturalmente, esto significa que Dios nos quiere siempre. Es decir, siempre tenemos asegurado el cariño de Dios, sea cual sea nuestro comportamiento. En este sentido, es evidente que lo primero y lo más elemental, para comprender a Dios, es modificar radicalmente la imagen usual que se suele tener de cómo es Dios y de cómo se comporta Dios.

Lo queramos o no, lo pensemos o no, en el conocimiento que nosotros tenemos de Dios se mezclan inevitablemente nuestras experiencias y nuestras maneras de reaccionar ante lo que nos ocurre cada día, y en cada situación concreta. Y así, como nosotros reaccionamos bien cuando se nos hace algo bueno, y solemos reaccionar mal cuando se nos ofende, inevitablemente proyectamos sobre Dios esa experiencia tan natural en cualquier persona. De donde resulta el Dios que se indigna ante la ofensa y que premia al que se porta bien con Él.

Por eso nos es tan difícil aceptar, sin titubeos, la idea de un Dios que siempre es bueno. Y que es bueno con todos. De la misma manera que nosotros no siempre somos buenos con todos, el Dios que nos imaginamos no es, no puede ser, bueno con todos. Nos resistimos instintivamente (y sin darnos cuenta) a aceptar semejante Dios. El Dios que es bueno y reacciona con bondad, a prueba de cualquier ofensa, nos resulta intolerable. No nos damos cuenta de esto. Pero, de hecho, nos resulta inaguantable. Parece que necesitemos a un Dios que haga diferencias porque nosotros las hacemos. Como necesitamos a un Dios que castiga porque nosotros castigamos. Estas oscuras conductas nuestras necesitan una “justificación” o, si se quiere, una “legitimación”. Los que nos pasamos la vida juzgando, acusando y condenando a todo el que no coincide con nuestra manera de ser o de pensar, con nuestros gustos y nuestros rechazos, tenemos la inconsciente y apremiante necesidad del Dios que juzga, acusa y condena. Con semejante Dios, parece que nos quedamos más tranquilos. Y en cualquier caso, ese Dios hace que tengamos la impresión de ser “como hay que ser” cuando nos ofendemos y reaccionamos ante las ofensas de los demás. Exactamente, como Dios.

Es seguro que Jesús de Nazaret consideró a Dios como Padre. Los evangelios dan fiel testimonio de ello. Lo llamó así, y así lo explicó a quienes lo escucharon y siguieron. Esto está fuera de duda. Y, por lo que sabemos, Jesús nunca llamó a Dios Madre, y nunca enseñó a sus discípulos a dirigirse así a Dios. Esto está claro también. Sin embargo, hay que reconocer, del mismo modo, que el nazareno fue también un hombre de su tiempo, insertado en una cultura en la que hubiera sido poco eficaz añadir vocabulario femenino a la percepción que se tenía de Dios. Y que cada vez que lo llamó Padre fue para destacar sólo su bondad, su ternura, su ánimo protector, su abrazo que otorga seguridad, y jamás para presentarlo con una forma de ser autoritaria, celoso de su honor y del respeto debido, preparado y dispuesto a castigar a quienes se equivocan y premiar a los que aciertan. Al contrario, el Padre de Jesús hace llover sobre justos e injustos y alumbra y da calor a los buenos y a los malos. Además, es presencia benéfica para los pecadores incluso antes de que se arrepientan de sus pecados. Ama a todos, y a todos quiere salvar y dar la vida eterna.

Esta forma de ser Padre le otorga una característica que no nos gusta demasiado a los seres humanos, y menos a los creyentes: la debilidad. Por ser un Padre así, Dios se debilita, se expone. Como la gallina que rodea a sus polluelos con sus alas para protegerlos, aun a riesgo de su propia vida (aquí tenemos, por cierto, una expresión maternal, femenina, de la visión que Jesús tenía de Dios). Nuestro Padre del Cielo no hace valer sus derechos, no ejecuta las sentencias como lo haríamos nosotros. Dios no es así, ni quiere serlo. Y si no, ¿qué merecía la oveja descarriada, a la que el ejercicio de su libertad había condenado a ser pasto de las alimañas? ¿Qué merecía, en justo derecho (algo que nos gusta mucho a los padres, a los varones), el hijo que vuelve a su casa después de abandonar al padre, llevar una vida disoluta y dilapidar su fortuna?

El hijo mayor de la parábola, y no el padre, es quien compendia a la perfección las formas de ser familia que tenemos los varones. No soporta que se le haya faltado al respeto, ni que su hermano vuelva como si nada hubiera ocurrido. Para él, todo debe ser pesado y medido (“ni un cabrito me diste, y a él le matas el cordero más gordo”), y dar a cada uno lo que merece. Pero Dios no es así. Casi podría decirse que el padre de esta historia es mucho más madre que padre porque, ante los hijos, los padres solemos anteponer la fuerza, la autoridad, la justicia, el derecho, mientras que las madres son más capaces de renunciar a sus derechos y hacerse débiles a favor de sus hijos. No se trata de consentirlos, ni de dejarles hacer lo que les dé la gana, sino de amarlos de forma incondicional y hasta el extremo. El honor y el respeto no puede anteponerse, para ellas, a la compasión y a la ternura. Nuestro Padre del Cielo es Abba (papá) pero también Imma (mamá):

¡Si es mi hijo Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que lo reprendo, me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (Jeremías 31, 20)

Y aquí debe entrar en consideración, por derecho propio, la imagen materna de Dios, que durante tanto tiempo ha olvidado el cristianismo. Ya el Antiguo Testamento describía la relación que Dios tiene con sus hijos a través de una palabra que hace saltar las alarmas a los defensores de una teología machista: rahamim. Esta palabra hebrea significa “entrañas”. Pero no sólo eso. Es el término que se emplea para definir el útero materno, el lugar donde el ser humano mantiene con su madre una conexión tan profunda que jamás volverá a producirse en toda su vida. El lugar donde se siente más protegido, más seguro. La mayor experiencia de gratuidad y don inmerecido. Estar dentro, alimentado y resguardado, para que la vida crezca y se prepare para el más allá. Nunca más se dará una intimidad tan profunda entre dos seres humanos y de la que, además, el hijo ni siquiera es consciente. En el útero materno, la presencia de la madre es, para él, algo que ocurre pero que no es capaz de percibir hasta sus últimos extremos. Y así, para algunos profetas Dios es madre:

Sión decía: Me ha abandonado Dios, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Isaías 49, 14-15)

Si el creyente quiere aprender a mantener con Dios lazos familiares, tendrá que empezar a percibirlo no sólo como Abba sino también como Imma. Los seres humanos tenemos padre y madre. A los dos necesitamos para venir al mundo, y nuestra educación es mejor si podemos aprender de ellos las formas de ser masculinos y femeninos. Es más, por lo general un hijo suele criarse mejor cuando le falta el padre que cuando quien le falta es la madre. Así son las cosas. Parece como si las madres estuviesen más preparadas para ser también padres que al contrario. Saben ser estrictas cuando conviene, pero toda su relación está impregnada de la experiencia del útero materno, de la calidez y la ternura incondicional. En último extremo, siempre les podrá la compasión. Así es Dios:

Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo (…). Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos. Con cuerdas de ternura, con lazos de amor, los atraía; fui para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina hasta él para darle de comer (…) El corazón me da un vuelco, todo mi útero se estremece.” (Oseas 11, 1-8)

Cuando un hijo se hace daño, generalmente es a la madre a quien llama antes. Ella lo consuela y hasta parece tener el imaginario poder de curar sus heridas. Una vez leí que uno sabe que ha dejado de ser un niño cuando se da cuenta de que los besos de mamá ya no curan las heridas. Así es Dios: “Como consuela la propia madre, así os consolaré yo.” (Isaías 66, 13)

Es muy importante recuperar esta imagen materna de Dios, que fortalece, matiza y purifica su imagen paterna. No cabe una interpretación machista de la divinidad, en la que prevalezcan la fuerza, el poder y la autoridad del varón. La fuerza, el poder y la autoridad de Dios provienen de su ternura, de su compasión y de su amor incondicional, dispuesto a correr todos los riesgos necesarios para salvar a sus hijos. Por eso creo que Dios, si hay que decirlo de algún modo, si hubiera que elegir, es más madre que padre.

Lo materno, lo femenino, es una parte insustituible de nuestra experiencia vital. Lo es en la vida secular, y debe serlo también en la vida religiosa. Es posible que esto se haya ido olvidando porque, por lo general, el discurso eclesiástico ha ido siendo elaborado por muchos varones y por muy pocas mujeres. Y así como es cierto que lo propio del varón es la fuerza, la atracción por el poder, y a veces la violencia, es cierto también que esta impronta se ha ido marcando a fuego en nuestro discurso religioso y en nuestra forma de percibir a Dios. Dios es el poderoso, el todopoderoso, el omnipotente (la fuerza). Es el legislador que impone las normas y las hace cumplir (la atracción por el poder). Y es el que, si es necesario, ejecuta los castigos (la violencia). Percepciones de este tipo pueden hacer la experiencia religiosa muy confusa y hasta perjudicial.

En una religión así, la carencia de lo femenino puede hacerse insoportable. No se trata, evidentemente, de “matar al padre” por una especie de complejo de Edipo. Consiste, más bien, en que el Padre del Cielo pueda ser percibido de otra forma, como una respuesta también maternal a nuestras legítimas aspiraciones de compasión y ternura femeninas.

El lenguaje humano, con sus muchas e inevitables limitaciones, le ha puesto a Dios el nombre de Padre. Sabemos que ese nombre implica, inevitablemente, como todo lo que tiene que ver con lo humano, complicaciones y carencias. En cualquier caso, al ponerle a Dios el nombre de Padre, el Nuevo Testamento ha querido expresar que Dios es, para los seres humanos, para todos ellos, buenos o malos, justos o injustos, lo mejor, lo más noble y lo más pleno, que cualquier ser humano puede apetecer, lo más grande que puede esperar, y la fuente de la felicidad plena a la que todos aspiramos. Dios no es indiferente a nuestra felicidad y a cuanto nos hace felices. Menos aún puede ser el obstáculo insalvable para el logro de nuestros deseos de felicidad. Todo lo contrario. Lo único que Dios quiere de verdad es que sus hijos, todos los seres humanos, seamos plenamente felices. En esta vida, y en la otra vida. Un Dios que no sea así, no puede ser el verdadero Dios.

Y en cualquier caso, que quede claro que el mensaje central de Jesús no se refiere al castigo y la amenaza, tan fundidos y confundidos con lo varonil, sino a la gestación de un ser nuevo nacido de arriba, a la vida y la esperanza, tan propias de lo femenino. Porque el Dios que nos enseñó Jesús no es el Dios que nos complica la vida, sino el Dios que se humanizó para humanizar nuestra vida. Y así nos enseñó que sólo en la medida en que nos hacemos más humanos, en esa misma medida nos hacemos más semejantes a aquel Jesús. Sabiendo, por la fe, que esta vida y la muerte que acaba con ella no son ni el final ni el fracaso, sino el tránsito inevitable, el periodo de gestación tras del cual, por fin, nuestro Dios Madre del Cielo podrá darnos a luz a un mundo nuevo y eterno, lleno de vida, y vida en abundancia:

 

Porque así dice el Eterno: He aquí que yo extiendo sobre ella paz como un río, y la gloria de las naciones como torrente que se desborda; y mamaréis, y en los brazos seréis traídos, y sobre las rodillas seréis mimados” (Isaías 66, 12).

 

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