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Una historia improbable, o no.

 

La siguiente historia podría encuadrarse dentro del género de Biblia-ficción: utilizar el contexto bíblico para contar una historia que puede que no ocurriera jamás, o sí. Los nombres de los dos protagonistas no son recogidos en las Escrituras.

 

Salma entró en el aposento con una vasija llena de pan recién horneado. Dentro, algunos hombres repartían los alimentos a las más de cien personas que se habían reunido. Las mujeres sentadas en grupitos recibían también su ración en la misma sala que comían los hombres, algo impensable en cualquier otro rincón de Jerusalén donde la mujeres celebraban el Shavuot o Pentecostés en la cocina.

Las conversaciones giraban en torno al tema principal de la fiesta, la Ley dada en Sinaí y cómo Jesús había enseñado y vivido esa Ley. Los recuerdos agridulces se mezclaban con la esperanza de volver a ver pronto al querido Maestro.

Tomás recibió la vasija de Salma con una sonrisa y la colocó sobre la mesa. Salma se dirigió a un grupo de mujeres que la esperaban entre risas y se sentó con ellas. Saludó con un beso en la mejilla a María quien le ofreció su ración de pan y aceitunas. Salma solo sentía paz entre aquella gente que, después de dos años, se había convertido en su verdadera familia.

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Dos años atrás, un hombre había entrado en su casa. Era verdad que muchos hombres entraban y salían de su casa. Pero aquel hombre de ojos negros y barba cerrada entró gritando, empujando violentamente todo lo que estaba al alcance de sus puños hasta que la encontró hecha un ovillo en un rincón de la alcoba. La agarró furiosamente del cabello y levantándola la abofeteó. La arrastró fuera de la casa donde lo esperaban otro grupo de hombres que la insultaban y se reían de ella. ¿Qué estaba pasando? Reconocía en algunos de sus increpadores a disimulados clientes.

Entre gritos, empujones y escupitajos había sido conducida a una plaza donde predicaba Jesús de Nazaret. Aquel hombre de ojos negros y barba cerrada la arrojó a los pies de Jesús y estrelló su cabeza contra el suelo. Aquel hombre de ojos negros y barba cerrada pedía a gritos la justicia divina en forma de piedras.

Pero el Maestro de Nazaret guardó silencio. Escribió algo en el polvo del suelo y uno tras otro dejaron de gritar. Y uno tras otro abandonaron la plaza.

El “Vete y no  peques más” se repetía una y otra vez en la cabeza de Salma. ¡Como si fuera tan fácil! ¿De qué iba a vivir ella sin un marido, sin unos hijos que trajeran alimento a casa? Pero el “Vete y no peques más” se acompañó del cuidado y la ayuda de las discípulas de Jesús que la acogieron, le curaron las heridas y le consiguieron un nuevo manto.

A partir de entonces se convirtió en una más del grupo, testigo del mayor acto de amor que el universo jamás haya visto.

Y dos años después, allí estaba ella, sentada junto a la madre de Jesús, compartiendo el alimento, las experiencias vividas junto al Salvador  y el calor de la seguridad de que una vida mejor era posible.

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Cuando todos estuvieron servidos,  Santiago se puso en pie. Todos guardaron silencio mientras el hermano de Jesús bendecía la mesa.

Pronto las risas y las conversaciones volvieron a llenar el aposento.

Muchas de las personas que se habían reunido en aquella sala eran desconocidas para Salma. A la izquierda, junto a la escalera que subía a la azotea, había un grupo de galileos, de los que habían estado con Jesús tras la resurrección que, con emoción contaban su experiencia a otro grupo de cuatro hombres.

María reconoció a los galileos. Le explicó que eran vecinos de Capernaúm y le puso al corriente de los extensos lazos familiares que los unían. A los hombres del otro grupo no los conocía. Estaban de espaldas. Salma observó sus mantos y dedujo que debían ser de Jerusalén porque no eran ropas de campesinos.

En ese momento uno de ellos, riendo, se giró para alcanzar algunas aceitunas.

Eran los mismos ojos negros y la misma barba cerrada de sus pesadillas.

María pidió ayuda a las otras mujeres. Salma estaba paralizada, con los ojos fijos en aquel hombre, con la mano temblorosa sujeta con fuerza al brazo de María y pálida como un paño de lino.

Pronto la atención de la sala recayó en sus ojos extraviados y llenos de lágrimas.

También la del hombre de ojos negros y barba cerrada que dejó de reír.

Salma no podía articular palabra. Volvía a vivir el terror de aquella tarde, los gritos, las bofetadas, el sabor de la sangre y la tierra en su boca.

Pedro reconoció enseguida al hombre. Se abrió paso entre los comensales mientras le hacía un gesto a su hermano Andrés y se acercó rápidamente a Salma. Su ancha espalda se interponía a modo de muralla entre la mirada de pánico de la mujer y aquel hombre, mientras Andrés lo invitaba a salir de la sala. Los susurros lo identificaron rápidamente y las miradas de los concurrentes se solidarizaron con Salma.

Pedro agarró firmemente las manos de la mujer,

–       No te preocupes, ahora mismo se va de aquí.

Pero aquel hombre de ojos negros y barba cerrada, apartando a Andrés, intentó acercarse a Salma.

Pedro se giró amenazante echando de menos su espada y el hombre retrocedió.

–       Por favor, decidle que lo siento. No la culpo si me odia, pero decidle que lo siento.

El hombre con la mirada perdida en el suelo se dirigió hacia la puerta. Mientras la abría, la voz de Salma le hizo girarse.

–       Jesús me perdonó.

–       Lo sé –respondió el hombre.

–       Escribió algo en el suelo –dijo apartando a Pedro y enfrentándose a su agresor- y tú te fuiste.

El hombre levantó la vista del suelo. Sus ojos eran negros y su barba cerrada, pero su profunda mirada estaba limpia.

–       Escribió: “Vete y no peques más”.

Un intenso silencio llenó la estancia. Salma cerró los ojos y respiró tan hondo que se oyó hasta en el último rincón. Su cuerpo se relajó. Apoyó su mano en el brazo de Pedro transmitiéndole la calma y la paz de saber que sus pesadillas no se repetirían.

–       ¿Cómo te llamas?

–       Josías, hijo de Leví.

–       Sé bienvenido, Josías, en el nombre de Jesús –anunció antes de volver a su asiento junto a María.

Andrés fue el primero en reaccionar. Con una sonrisa abrazó el hombro de Josías y ofreciéndole unas aceitunas lo volvió a integrar en el grupo.

Poco a poco las conversaciones sobre el Shavuot continuaron, pero ahora la Ley se había convertido en perdón. El cumplimiento de la Ley se había convertido en liberación. Las enseñanzas del Maestro se habían convertido en vivencias.

En ese momento vino del cielo un estruendo como de un viento impetuoso, y llenó la casa donde estaban. Y les aparecieron lenguas como de fuego, que se repartieron, y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo. (Hechos 2: 2-4)

Todos. También Salma, la perdonada, y Josías, el perdonado.

 

[Ilustración: Eikonik]

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