Skip to content

Pensar la fe (3): Sören Kierkegaard (1813-1855)

A los 22 años, su padre le confiesa (algo borracho) que, en cierta ocasión se sintió abandonado por Dios, cuando trabajaba de niño en condiciones infrahumanas (pobreza y adversidades). Por ello, subiendo a un monte cercano, maldijo al cielo, maldijo al propio Dios. Más tarde, ya convertido en un rico comerciante, padeció la muerte de su primera esposa y cinco de sus hijos (fruto de un segundo matrimonio). No había duda: Dios castigaba su rechazo.

Pero la confesión paterna continuó. Había un segundo secreto. Antes de fallecer su primera pareja (sin tener hijos), Michael Pedersen Kierkegaard (padre de Sören), inició una relación con la criada (Anne), de la que nacerían el propio Sören, junto con sus seis hermanos. Cuando cinco de ellos fallecieron, no cabía más que una misma e idéntica explicación: Dios castigaba esa infidelidad.

Para nuestro autor, conocer estos aspectos supuso un auténtico terremoto (la relación adúltera de sus padres le llevó a creer que su vida sería breve: no más de los 30 años cumplidos por el mismo Jesús) y llegó a ser determinante en su reflexión posterior. A partir de ese momento, los efectos de la libertad humana, la culpabilidad, la angustia y la desesperación, como elementos de nuestra existencia, centrarán su pensamiento.

Así, según Kierkegaard, vivimos decidiendo libremente lo que queremos ser (frente al animal, que es una máquina guiada por sus instintos). Existimos eligiendo entre las distintas posibilidades que tenemos de actuar. Y en ese abanico de opciones, podemos escoger algo que nos perjudique, que nos destruya. Ahí aparece la angustia (distinta del miedo que responde a amenazas concretas)[1]. Parafraseando a San Pablo (“no hago el bien que quiero, sino el mal que detesto” -Romanos 7 :19-)

Kierkegaard identifica esa angustia con la dificultad que experimentamos para usar correctamente nuestra libertad. Tendemos a un egoísmo que se vuelve contra nosotros mismos. Rechazar esta evidencia nos introduce en la desesperación. Pretender usar correctamente nuestra libertad, con nuestro propio esfuerzo, resulta imposible. Por ello, acabamos desesperados. Queremos ser autosuficientes (autónomos), pero, en realidad, somos heterónomos: dependemos de ese egoísmo que nos domina. Eliminarlo no entra dentro de nuestras posibilidades. Sólo cabe superar la desesperación, si descubrimos que nuestras raíces están en Dios, que somos fruto de su amor. Él puede conseguir que podamos usar nuestra libertad de forma constructiva, eligiendo lo que, realmente, queremos ser. Como afirma en su libro titulado La enfermedad mortal(1849), sólo la fe, permite escapar de la desesperación.

Al vivir, todos recorremos tres fases[2]. Inicialmente buscamos disfrutar, gozar, vivir el instante, sentir placer en cada momento. Es lo que él llama estadio estético. Su representante es Don Juan cuyas satisfacciones duran poco, por ello debe continuamente buscar nuevas fuentes de disfrute que tampoco colman su deseo. Y, así, indefinidamente.

Aburridos por perder continuamente ese goce, por tener que buscarlo siempre una y otra vez, intentamos  sentar la cabeza, esforzarnos por asumir relaciones estables, ordenar nuestra vida con el cumplimiento del deber. Es lo que llama el estadio ético. Este respetar la norma auto impuesta es simbolizado por el matrimonio. Se trata de esforzarse en mantener los votos realizados, cumplir con la normativa socialmente exigible. Pero, como ya hemos apuntado, el individuo descubre pronto su incapacidad para respetar cualquier deber. En el citado matrimonio muere la pasión, reina la aburrida repetición de lo idéntico. Fracasa la autonomía autosuficiente que aspira a cumplir esforzadamente cualquier ideal moral. Sin la ayuda de Dios, seguimos condenados a la heteronomía: algo nos impide utilizar correctamente nuestra libertad. Dependemos de un egoísmo que imposibilita todo amor, efectivo, hacia nosotros mismos y hacia los demás.

Ante el fracaso de ambos estadios, Kierkegaard propone una etapa religiosa. Sus características son simbolizadas por Abraham, cuando se le invita al sacrificio de su hijo (Isaac)[3]. Pero, ¿cómo puede el Dios del ‘no matarás’, promover un sacrificio humano? ¿Es realmente, Yahvé quien exige ese asesinato? Para nuestro autor, Abraham descubre a un Dios que rompe, inicialmente, con todas las reglas de la lógica. Y lo hace así para indicarnos que Él resulta siempre diferente a lo que podamos decir o pensar sobre su Persona. Si fuera un invento nuestro, no nos sorprenderían tanto sus sugerencias (como demostró más tarde el teólogo Karl Barth -1886-1968-). La prueba de que no hemos creado a Dios mediante nuestra imaginación, es que no nos pide lo que esperaríamos lógicamente que solicitara.

En segundo lugar, esto indica que no podemos demostrarlo con nuestra razón. Tenemos un conocimiento limitado de las cosas. Dios escapa a nuestra lógica. No podemos dominarlo todo, comprendiéndolo con nuestra super intelectualidad omnisapiente. Ningún conocimiento humano demuestra todas sus afirmaciones. Siempre debemos elegir, confiar, esperar que (por ejemplo en ciencias experimentales), las leyes naturales sigan comportándose del mismo modo que lo han hecho hasta ahora. Todavía no hemos comprobado el futuro (como demostró David Hume). Sólo nos queda confiar en que todo seguirá sin el más mínimo cambio.

Para Kierkegaard, a Dios se llega por la fe. No se trata tanto de aceptar la afirmación según la cual un Ser Trascendente existe, sino de confiar en Él. Esa confianza es la que nos transforma (pues, para nuestro autor, resulta verdadero lo que cambia nuestras vidas). Sólo si somos renovados podremos utilizar adecuadamente nuestra libertad. Esto es lo que, finalmente indica el sacrificio de Isaac. Abraham no debe acabar con la vida de su hijo. Su esfuerzo sería inútil. Hay un sustituto que muere en lugar de Isaac. La ley moral del Éxodo no puede ser cumplida. Sólo el amor de Dios encuentra una solución que se sitúa más allá de esos deberes morales (representados en el estadio ético). Jesús, paga por nuestro incumplimiento. Con la fe abandonamos la desesperación a la que nos condena nuestra incapacidad para comportarnos moralmente. Hay una salida más allá de todas nuestras carencias.

La fe le sirve a Kierkegaard, para criticar la omnipotencia de la razón, para sospechar de sus falsas seguridades o anticipar sus límites, tal y como lo ha hecho, recientemente, el pensamiento postmoderno.

Pero también le lleva a criticar hasta su propia religión. Cuando el cristianismo busca aliarse con el poder político (persiguiendo sus honores y brillo); cuando deifica al intelecto para demostrar lo convincentes que son sus creencias (olvidando los muchos límites que presenta esa lógica); cuando se queda en angustiosas o desesperantes exigencias éticas, que no conducen más que a nuevas hipocresías y descuidan la oferta de transformación hecha por Dios… En todos esos casos, la fe nos invita a dudar…

 Porque como muy bien supo ver Barth, hasta lo más esencial de las religiones debe ponerse en cuestión. Y, para ello, nada mejor que empezar a hacerlo desde la gratuidad con la que la fe nos sorprende e incomoda…


[1]Desarrolla esta noción en su libro titulado El concepto de angustia(1844).

[2]Lo explica dentro del texto titulado Etapas en el camino de la vida  (1845).

[3]El relato aparece en Génesis 22: 1-14. Su análisis se detalla en Temor y Temblor (1843).

Subscribe to our newsletter
Spectrum Newsletter: The latest Adventist news at your fingertips.
This field is for validation purposes and should be left unchanged.