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Pensar la fe (1): Immanuel Kant (1724-1804)

[CAFÉ HISPANO inicia una nueva serie con el propósito de acercar la filosofía y la teología al público adventista a través de algunas de sus figuras más relevantes. “Pensar la fe” está a cargo del profesor de Filosofía José Álvaro Martín y aparecerá el último jueves de cada mes.]

En un periodo histórico donde se enfatiza la necesidad de utilizar la propia razón libremente[1], sin seguir los dictados sugeridos por las autoridades vigentes (poder religioso infalible, poder político absoluto). Kant se atreve: somete sus convicciones religiosas protestantes,[2] al análisis de la lógica racional, para ver si es posible seguir creyendo argumentadamente (“Nuestra época es, de modo especial, la de la crítica. Todo ha de someterse a ella. Pero la religión….pretende de ordinario escapar a la misma…Sin embargo, al hacerlo, despierta contra sí misma sospechas justificadas y no puede exigir un respeto sincero; respeto que la razón sólo concede a lo que es capaz de resistir un examen público y libre”. –Crítica de la razón pura, A XI, nota ‘k’-).

Esto no le impide darse cuenta de que nuestro raciocinio está limitado. Lutero había rechazado las largas demostraciones sobre la existencia de Dios, hilvanadas por los teólogos medievales (que buscaban trasladar el prestigio de la filosofía griega al cristianismo, intentando hacer compatibles sus distintas afirmaciones). Los llamaba “teólogos de la gloria”  pues, a su entender, sólo buscaban la admiración de la plebe, construyendo pruebas incomprensibles y abstractas para llegar a Dios.

Por el contrario, el reformador defendió una “teología de la cruz”: Jesús muere como el peor criminal, para criticar esa obsesión humana por alcanzar el saber, el poder o la admiración absolutas. Además, el mal ha dañado tan gravemente nuestra capacidad de pensar que, para él, esa mente nuestra, se ha prostituido.

En idéntica línea, Kant se propone limitar el uso de lo racional y abrirse a las aportaciones de la fe, para clarificar el problema de Dios (“Me ha sido, pues, preciso, suprimir el saber, para dejar sitio a la fe”. –Crítica de la razón pura, B XXX-). Podemos argumentar con brillantez intelectual pero, si lo que afirmamos no se ve, no resulta conocido. Dios no es una idea que el hombre capte intelectualmente y maneje, después, a su antojo. Nuestro conocimiento se inicia con lo que experimentamos (lo visto, olido, palpado, gustado…) y el cerebro sólo organiza y da sentido a aquello que adquirimos en esa experiencia. No podemos ir más allá.

Por eso, los razonamientos medievales que pretenden afirmar la existencia de Dios, a partir de definiciones mentales, yerran su propósito. Así el argumento ontológico: sabemos que la palabra Diossignifica ‘”ser perfecto”; si es perfecto, debe tener todas las características que podamos imaginar; entre esos caracteres debemos incluir la existencia; pues, si no existiera, le faltaría algo, no sería perfecto, no cumpliría la definición. Estamos ante un argumento que parte de ideas, para, después, considerarlas existentes. El fallo consiste en confundir lo pensado y lo real. Para captar la existencia efectiva de algo, debemos verlo, olerlo, palparlo. Lo contrario equivaldría a no reconocer que podemos pensar cosas fantasiosas o irreales.

La fe protestante de Kant lo convierte en el primer gran crítico de la metafísica (disciplina filosófica que reflexiona sobre elementos que no vemos, olemos, palpamos: ente, sustancia o Dios). Su obra principal se titula Crítica de la razón pura. En una época donde triunfa la diosa razón, Kant plantea la necesidad de analizar las posibilidades y límites de dicha diosa. Confía en ella, pero sin idolatrarla hasta la deificación.[3]

Así pues, si bien no podemos conocer a Dios cuando utilizamos la mente para saber la cosas (razón teórica), sí podemos, en cambio, suponer o postular que existe Dios en el terreno moral, cuando utilizamos la mente para descubrir qué está bien o mal al actuar (razón práctica).

En la vida, todos sabemos de personas solidarias que no reciben más que ingratitud y desprecio como premio a su compromiso por los demás (Salmo 73). Y, de forma contraria, muchos egoístas violentos, tienen una existencia plácida, totalmente alejada de cualquier sinsabor. Un panorama tan injusto quita todo sentido a la vida moral: ¿por qué comportarse solidariamente si el egoísta va a ser más feliz? ¿por qué desaconsejar la violencia, si el agresivo va a imponerse efectivamente sobre sus víctimas inocentes? Un contexto así nos sitúa ante dos opciones: o no vale la pena actuar moralmente (porque les va mejor a quienes no lo son) o parece razonable abrirse a la esperanza de que exista Dios y de que ese Dios evite el triunfo impune de tanta injusticia desgarradora.. Kant se decanta por esta segunda posibilidad, entendiendo que confiar en que lo negativo no va a tener la última palabra, nos permite vivir en un mundo menos empapado de absurdo (es lo que llama una “fe racional práctica”: tiene lógica aspirar a que haya justicia).

Continuando su propuesta moral, nuestro autor traslada al terreno ético las principales aportaciones que plantea la Reforma Protestante. Así, para descubrir cuándo obramos correctamente, hemos de preguntarnos si todo el mundo podría comportarse tal y como lo hemos hecho nosotros (¿pueden todos copiarse en un examen, mentir o engañar a su pareja?, la razón contestará negativamente). Lo que Kant hace, de este modo, es llevar la regla de oro evangélica, a la valoración moral (“no quieras para otros, lo que no quieras para ti’).

Además, en su modelo, no basta con realizar buenas acciones(p. ej., reciclar la basura), sino llevarlas a cabo por motivos solidarios o no-egoístas(hacerlo para que los demás me consideren un buen ecologista, sin serlo, resultaría un motivo inadecuado). Es lo que Kant llama la “buena voluntad”: no debemos valorar solo las acciones, sino la motivación que las desencadena (“todas vuestras buenas obras son como un trapo sucio sin valor” -Isaías 64:6b-).

Incluso en su libro titulado La religión dentro de los límites de la mera razón, habla de una tendencia humana a realizar el mal(Pablo: “no hago el bien que quiero, sino el mal que rechazo…” -Romanos 7:19-) denominándola “mal radical”.[4] Evita, así, entender ingenuamente al hombre (oponiéndose a autores como Rousseau, para quien hay una bondad humana original) y se compromete por combatir o disminuir ese mal (también en línea, por ejemplo, con la tradición política reformada proclive a no fiarse de quien asume el poder, sino a crear siempre suficientes contrapoderes, que denuncien las corruptelas).

Por último, en este terreno “moral”, resulta fundamental su apuesta por la dignidad humana. Si las cosas tienen precio (es decir, hay algo equivalente por el que las podemos intercambiar), las personas son únicas, nada resulta igual a ellas. Detrás de este valor humano fundamental (no podemos ser utilizados o utilizar a los demás como simples “medios”), aletea la noción del Génesis, según la cual el hombre es “imagen de Dios”.

Además, esa dignidad se basa igualmente en que somos los únicos seres (no pueden compartirlo los animales o plantas) que actúan según unas normas consideradas válidas por nosotros mismos (autonomía: nos damos nuestras propias leyes).

De esta forma, Kant recoge la propuesta de Lutero según la cual el creyente no debe obedecer ciegamente la autoridades de la iglesia, la tradición o la jerarquía, sino leer directamente la Biblia (siguiendo unas mínimas reglas de interpretación). Por ello acoge el ideal reformado de autonomía: no se trata de aceptar lo que nos imponen, sino lo que descubrimos por nosotros mismos.

Finalmente, en su obra titulada La crítica del juicio, nuestro autor señala que, al observar la naturaleza, descubrimos cómo cada organismo parece bien diseñado para cumplir una función. Podríamos, pues, investigar ese mundo natural, como si hubiera sido proyectado por una causa inteligente (Dios), dotada de una intención definida al crear.

Aunque no podamos comprobar la existencia de dicha causa en la experiencia, sí podemos analizar el mundo natural, suponiendo este tipo de orden causal. De este modo, en pleno siglo XVIII, encontramos ya anticipado el actual Diseño Inteligente.

Quizá por todo ello, la figura de Kant sigue desafiándonos a dar razón de nuestra esperanza, a creer sin prescindir de nuestra capacidad crítica, a redescubrir una fe que no renuncie jamás al gozo de argumentar.

 

Foto de Reckon



[1]El siglo XVIII es la época de la ‘Ilustración’. Se confía en iluminar el mundo pensando sin cortapisas y desafiando lo impuesto por los distintos ámbitos de poder.

[2]Gracias a la influencia de su madre, nuestro autor estudia en centros pietistas (rama del protestantismo que pretende redescubrir el amor de Jesús, en el trato con los demás).

[3]El protestantismo siempre invita a esta desacralización. En Lutero, las obras, la Iglesia, los dogmas, la jerarquía eclesiástica, etc…pierden su carácter absoluto.

[4]Hannah Arendt reflexionará sobre esta noción, para explicar el holocausto judío.

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