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Nadie ha ascendido al cielo

 

Los profetas de Israel le legaron a la civilización occidental su orientación hacia el futuro. Ellos fueron los que diagnosticaron que debía ocurrir un cambio radical en el estado de las cosas y que ese cambio vendría en un futuro no muy lejano. Hasta entonces las sociedades tradicionales estaban atadas al ciclo anual que ocurre en la naturaleza. La vida de los seres humanos debía adaptarse a la constante repetición del ciclo vital. Los profetas desligaron la vida humana de la naturaleza y su continuo retorno al principio y estiraron el tiempo en una línea horizontal hacia el futuro. El futuro traería el Día del Señor, el reino de Dios. Vivir es ansiar con esperanza ese Gran Día.

            Platón postuló que vivir en el devenir de los cambios en el tiempo es vivir ansioso, sin contacto con lo real. Vivir no es devenir sino ser. Vivir sabiamente es anclar la vida en las cosas que son, que no cambian. Es escapar el mundo de los cambios en el tiempo y ascender a las cosas permanentes que habitan en la eternidad. Es necesario ascender a niveles más altos de existencia en las esferas celestiales. De las cosas que existen en un continuo devenir se puede tener opiniones que pueden también ser pasajeras. Saber es haber entendido lo que realmente es. La verdad no debe ser confundida con las opiniones acerca de las cosas materiales. La verdad sólo existe en las realidades eternas.  

            Esa manera de ver las cosas hizo que surgieran las religiones que enseñaban cómo ascender místicamente la cadena del ser. El judaísmo también adoptó esta forma de ver las cosas y el carro de Elías se convirtió en el mejor vehículo que transporta a los seres humanos a las regiones celestiales. Así era posible escapar el devenir de las cosas materiales, incluyendo al cuerpo humano, y entrar a los misterios de las realidades espirituales. El apóstol Pablo confiesa haber ascendido al tercer cielo y no tener conocimiento si su cuerpo le acompañó en tal aventura (2 Cor. 12: 2 – 4).

            El evangelio Según Juan tiene algunas referencias pasajeras a la necesidad de esperar por el futuro y sus drásticos cambios. Como adventistas conocemos bien la promesa “vendré otra vez y os tomaré a mí mismo” (14: 3). También hay en él cinco referencias a la “resurrección en el día postrero” (6: 39, 40, 44, 54; 11:24). La perspectiva predominante en este evangelio, sin embargo, no es temporal; es vertical y desafiante: “Nadie ha ascendido al cielo, excepto el que descendió del cielo” (3: 13). No se trata de “velar y esperar” sino de “ascender”. Dada la condición humana, el anhelo de ascender es difícil de concretar. Hasta aquí, nos dice Según Juan, los seres humanos no han logrado ascender al mundo de arriba.

            Esta manera de ver la realidad hace que la misión de Jesús en esta tierra se defina de peculiar manera. Su misión es la de hacer posible el ascenso a las regiones celestiales a los que viven en el mundo de “abajo”. A los que son de abajo les es imposible ascender. Sólo Aquel que descendió de “arriba” puede ascender al cielo.

            El mundo de arriba y el mundo de abajo también son designados el “espíritu” y la “carne”. Estas dos realidades son mutuamente exclusivas. No puede haber relaciones entre ellas. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del espíritu, espíritu es” (3: 6). Punto. Siendo que los seres humanos son carne, pertenecen al mundo de abajo. A los tales les es imposible ascender. Al enviar a su Hijo a este mundo el propósito del Padre era hacer posible que seres humanos puedan ascender a las regiones celestiales y participar de la vida eterna. En otras palabras, el Hijo del Hombre bajó sólo para subir. Su autorización para subir reside en su origen en el mundo de arriba. Los que son de abajo están destinados a morir y permanecer abajo.

            En un altercado con los “Judíos” durante las celebraciones de la Fiesta de las Cabañas, Jesús les dice: “Yo me voy, y me buscaréis, mas en vuestro pecado moriréis; a donde yo voy vosotros no podéis venir . . . . vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso os dije que moriréis en vuestros pecados (8: 21 – 24). Haber nacido en el mundo de abajo, haber nacido en la carne, es estar condenado a morir en pecado. La misión del Hijo que fue enviado para hacerse carne (no para “nacer en la carne”, 1: 14) es la de establecer el camino por medio del cual los que nacieron en la carne puedan ascender al mundo de arriba, al mundo del cual vino el “Enviado del Padre”.

            Por supuesto, en la opinión de “los Judíos” Jesús es oriundo de abajo. Ellos saben perfectamente quienes son su madre y su padre. Lógicamente ellos se preguntan: “¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo, pues, dice éste: ‘del cielo he descendido’?” (6: 42). Sabiendo que su reclamo de haber descendido del cielo perturba también a sus discípulos, Jesús les pregunta: “¿Qué si vieseis al Hijo del Hombre que sube donde estaba primero?” (6: 62). Seguramente su ascenso ha de ser más extraordinario, y más revelador, que su descenso.

La pregunta que todo lector del evangelio debe contestar la hacen “los Judíos”, casi rogando, “¿Tu quién eres?” (8:25). Pilato hace la pregunta aún más específica, “¿De dónde eres tu?” (19: 9). Frustrado porque Jesús no le responde, Pilato lo amenaza: “¿A mi no me hablas? ¿No sabes que tengo potestad para crucificarte, y tengo potestad para soltarte?” Con tal alarde de poder, el evangelista revela la ironía de la situación. Jesús le informa a Pilato: “Ninguna potestad tendrías contra mi si no te fuese dada de arriba” (19: 10 – 11).

            A pesar del persistente deseo de “los Judíos” de matarle, ellos no pueden lograr su propósito porque, como lo dice repetidas veces Jesús en este evangelio y como hace alardes Pilato, Jesús debe ser crucificado. El no puede morir apedreado por “los Judíos”. Si tal fuera el caso su misión no sería cumplida. Su partida del mundo de abajo debe ser un ascenso, una elevación. El Hijo del Hombre debe ser levantado. “Cuando levantáreis al Hijo del Hombre, entonces entenderéis que yo soy” (8: 28). A la pregunta de “los Judíos”, “¿Quién eres tu?” la respuesta es “Yo soy”. La culminación del ministerio de Jesús la precipitan unos griegos que sirven de contraste a la actitud de “los Judíos” que rehusan ver y creer.

            Cuando se entera que unos griegos han dicho: “Queríamos ver a Jesús” (12: 21), Jesús reacciona anunciando: “La hora viene en que el Hijo del Hombre ha de ser glorificado” (12: 23). Luego aclara, “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mi mismo” (12: 32). El evangelista entonces explica, “Esto decía dando a entender de qué muerte había de morir.” Como es de esperarse, los que oyeron la aclaración de Jesús no la entendieron. Ellos se preguntan, “¿Cómo puede éste decir: ‘Conviene que el Hijo del Hombre sea levantado?” (12: 34). La realidad es que no sólo es conveniente, sino que es necesario que el Hijo del Hombre sea “levantado”, o, como dijera Pilato, “crucificado”. O, como dijera Jesús refiriéndose a lo mismo, “glorificado”.

            En este evangelio estas tres palabras describen la misión de Jesús. El la realiza al regresar al Padre “crucificado”, “levantado”, “glorificado”. Es así que vuelve al mundo de arriba del cual vino. Como dice Jesús, “Salí del Padre y  . . . . voy al Padre” (16: 28). Los que entienden esto saben quién él es y de dónde vino.

            Esto es sabido sólo por fe. Sólo la fe hace posible reconocer al Padre como el origen y el destino del que muere “levantado” y de esa manera asciende al lugar de donde vino. Pero la fe siempre necesita descansar en un objeto. La fe tiene que ver algo concreto. La fe no se funda en una nebulosa sin límites o atributos. El Hijo del Hombre debe ser crucificado para proveer el objeto requerido por la fe. Es por eso que cuando los griegos expresan el deseo de “ver” a Jesús, él reconoce que ha llegado la hora de convertirse en el objeto de fe. Es sólo cuando es “levantado” que él puede “atraer a todos a si mismo”.

            La metáfora central del evangelio Según Juan se la ofrece Jesús a Nicodemo: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado” (3: 14). La serpiente al tope del poste en el desierto no era un antídoto contra el veneno mortal de las serpientes del desierto. Era necesario mirarla, verla, para no morir. Aquí otra vez se sustituye “ver” con “creer”. El Hijo del Hombre debe ser levantado “para que todo aquel que en él creyere (que lo “vea”), no se pierda, sino que tenga vida eterna” (3: 15). Este es el Evangelio del evangelio Según Juan. Creer en el que fue levantado para mostrar la obra de amor del Padre del cual vino y al cual va es ser atraído al que asciende y ser levantado con él. En otras palabras, creer en el que fue “levantado”, en el único que ha “ascendido al cielo” es “nacer de arriba”.

            En el diálogo con Nicodemo, Jesús le informa que es necesario “nacer anothen”. Otra vez encontramos aquí la ironía en Juan. Anothenes una palabra con doble sentido. El contexto determina cuál de ellos funciona. Como es de esperarse en los diálogos de este evangelio, no importa con quien, lo que Jesús dice es malentendido por su interlocutor. Nicodemo se imagina que debe nacer “de nuevo”, “del vientre de su madre” (que no se diga!). Jesús le esta diciendo que debe nacer “de arriba” “del espíritu” (3: 5). Lo que demanda esa necesidad es que los de abajo, los de la carne, no pueden “ver” a Jesús levantado, ascendiendo al Padre del cual vino. El nacimiento de arriba hace posible la fe, y el Hijo del Hombre vino para proveer el objeto de esa fe.

            Ya lo ha dicho lacónicamente el prólogo: “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio autorización para venir a ser hijos de Dios, esto es, a los que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del varón, sino de Dios” (1: 12-13). Aquí se nos presentan varias maneras de nacer de abajo y una manera de nacer de arriba. La verdad es que para nosotros que vivimos veinte siglos después es algo difícil distinguir con seguridad las tres maneras de nacer de abajo. Por lo tanto, ofrezco sólo sugerencias que me parecen posibles. Nacer de la sangre puede referirse a nacer de un matrimonio tribal. Nacer de la voluntad de la carne puede referirse a nacer de un encuentro sexual apasionado. Nacer de la voluntad del varón puede referirse a nacer de la necesidad del esposo de tener descendientes. Estas son las maneras en que personas nacen en el mundo de abajo. Los que creen en su nombre, los que “toman para si”, “reciben” a Jesús tienen la autorización de ser hijos de Dios, porque en realidad han nacido “de Dios”. Los tales ya no son más de abajo. Ellos son nacidos del espíritu, nacidos de arriba. Así como la bandera enarbolada sobre su asta atrae a si un pueblo y lo constituye en una nación, así también el Hijo del Hombre levantado en una cruz atrae a si a seres humanos y los constituye nacidos de Dios.

            Los que son de arriba tienen potestad, sin duda, para ascender al cielo. Tienen la autorización de Aquel que es de arriba y por lo tanto ya ha ascendido al cielo. Sólo quienes tienen su origen arriba pueden elevarse y participar de la gloria del que fue levantado y glorificado. Esa cruz que ofrece el objeto en el cual la fe debe descansar es el camino, el único medio de acceso a las regiones celestiales. Como medio de transporte que hace posible ascender al Padre que nos hace nacer de arriba y nos da vida eterna, el carro de Elías no es competencia al Hijo del Hombre que fue glorificado sobre una cruz.

 

Foto de gaelx

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