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Jesús en plural

 

Dijo Juan a Jesús:

—Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros.

Jesús respondió:

—No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros, está a favor nuestro.

 (Mc 9,38-40)

 

1. El pluralismo

En nuestra sociedad y en la iglesia se habla hoy mucho de pluralismo, de respeto a todas las ideologías y formas de interpretar la realidad. Sin embargo, este naciente pluralismo está creando fuertes tensiones en la sociedad y en las comunidades cristianas, tanto más fuertes cuando más rígidos han sido el centralismo o el unitarismo padecidos.

Admitir el pluralismo supone tener conciencia de la relatividad de la verdad, de la laboriosidad de la unidad, de la transitoriedad de las situaciones, aunque ello provoque ansiedad, angustia e inseguridad en el ser humano. La uniformidad es el fruto de la comodidad y de la alienación de los que obedecen, y de la manipulación de los que mandan. La fuerza del Espíritu de Dios, sin embargo, y según nuestro texto evangélico de más arriba, está más allá de los monopolios, de las instituciones y de las iglesias. Dios es siempre “más”. No podemos dejar de reconocer que los cristianos hemos caído a menudo en este pecado. Fácilmente desconfiamos —y condenamos— las iniciativas o la acción de los no cristianos.

La causa más habitual de las tensiones en la iglesia es la diversa manera de pensar, lo que se manifiesta fundamentalmente en las distintas edades de los cristianos: es muy diferente en los mayores y en los jóvenes, por ejemplo.

Los jóvenes hacen “su” religión, “su” vida, “su” conveniencia…, quitando todo lo que les molesta y les complica, y criticando a los adultos, en realidad, porque hacemos otro tanto. Mientras tanto, los adultos pretendemos, ante todo, defender nuestros privilegios, nuestras conveniencias, nuestras posiciones, nuestros egoísmos, nuestras seguridades… y lo enmascaramos con la defensa de la verdad, de la que pretendemos tener el monopolio y la única expresión posible.

Otra causa de la intransigencia es el celo desmedido por guardar la pureza de la fe, como si para conservarla tuviéramos que expresarla siempre con las palabras intocables del pasado. Poca confianza manifestamos en la fe si debemos defenderla con la fuerza, con la coacción o con la desfraternización. Eso no es celo por la fe, sino recelo contra los hermanos que piensan de otra forma…

Pero la causa mayor de la intransigencia quizá sea la lucha que han desatado los que se sienten perjudicados y atacados por los que pretenden desmontar el cristianismo burgués sobre el que está edificada nuestra iglesia de Occidente; lo mismo que en el campo social tratan de impedir el logro de una sociedad justa y fraterna todos los que se verían perjudicados con el cambio.

La comunión entre las iglesias, entre las naciones, entre los pueblos y comunidades no está en la uniformidad sino en la fraternidad, lo que es igual que decir en el amor, fruto de la justicia y de la libertad.

Es necesario admitir un pluralismo en todos los ámbitos: por la complejidad de la verdad, de la que cada uno vemos mejor una parte; por el respeto a las libertades legitimas de los individuos y de los grupos; por la independencia del Espíritu y de su manifestación en todo esfuerzo humano que lleve como marca la solidaridad universal.

Todo lo dicho no puede derivar en que todos los pluralismos sean verdaderos, aunque no seamos cada uno de nosotros los que podamos decir cuáles no lo son. Son inviables los que no busquen como fin último el bien de todo ser humano y de todos los seres humanos; que para un cristiano significa todo lo que no tenga como norma el camino que marca el evangelio, pero teniendo cuidado. Porque se han presentado —y siguen presentándose— como evangélicas muchas exigencias que no tienen nada que ver con los planteamientos de Jesús.

El pluralismo no puede llevarnos a pensar que todo es igual, a relativizar la fe, a hacer de la religión lo que nos venga en gana. Sí, sin embargo, a investigarlo todo y a abrazar lo bueno (1 Tes 5,21). Todo lo bueno que existe en el mundo lleva la misma dirección: el bien, que para un creyente se llama también Dios. Un bien que no es verdadero mientras no abarque a toda la humanidad por igual. Una justicia que no es verdadera mientras no proteja a todos por igual, y a todos haga dignos.

 

2. No podemos monopolizar a Dios ni a su enviado

Este pasaje evangélico descalifica todo intento de monopolizar a Dios, a Jesús o al Espíritu. Y consagra todo pluralismo cabal.

El suceso a que Juan se refiere no es impensable en tiempos de Jesús, pues sabemos por otras fuentes (Flavio Josefo, por ejemplo) la existencia de exorcistas judíos que empleaban ciertas oraciones y prácticas mágicas para expulsar demonios —curar enfermedades—. El libro de los Hechos de los Apóstoles (8,18-19) nos dice que un tal Simón el Mago quiso comprar a Pedro la facultad de hacer milagros, ofreciéndole dinero.

Juan, uno de los discípulos más allegados a Jesús, se dirige al Maestro para contarle el encuentro que han tenido con un exorcista que utilizaba su nombre para expulsar demonios. Personifica la actitud habitual del creyente preocupado exclusivamente de reclutar adeptos para el propio grupo y que, por ello, no tiene en consideración a los que quedan al margen o no quieren enrolarse.

No se dice nada de quién era el exorcista. A los evangelistas les interesa solamente poner de relieve la apertura que la comunidad cristiana debe tener con los que, no perteneciendo expresamente a la iglesia, demuestran hacia Jesús una actitud de simpatía y acercamiento. Ya había surgido en el seno de las primeras comunidades cristianas la tentación de monopolizar y fijar las características y condiciones que debían tener los verdaderos seguidores de Jesús.

Como los discípulos tenían éxito expulsando demonios en nombre de Jesús, uno de aquellos exorcistas intentó hacerlo él también, aunque no pertenecía al grupo de sus discípulos. La invocación del nombre del joven galileo, para sorpresa de sus discípulos, era eficaz también en los que estaban fuera de la comunidad.

Entonces se lo quieren impedir, pero sin éxito Y quedan inquietos, pues consideran su posición al lado de Jesús como un privilegio que los coloca por encima de los demás. Lo que hace el extraño merma su grandeza. Quieren dominar, no servir. Ya no se sienten los únicos. Querían la uniformidad, no el pluralismo.

¡Qué frecuente es ponernos en contra de alguien y considerarlo enemigo sencillamente porque hace cosas que nosotros no sabemos o no queremos hacer! La envidia, muchas veces enmascarada bajo la bandera de pretender defender la ortodoxia, manifiesta su propia impotencia. ¡Cuántas condenas no son más que la demostración de nuestra propia incapacidad, la válvula de escape a la frustración que nos produce nuestra impotencia, el camuflaje de nuestros fallos, o de nuestra pereza!

“¡No es de los nuestros!”. El orgullo de los discípulos se expresa en la pretensión de tener, como grupo, el monopolio absoluto de Jesús. Es el peligro que corre todo grupo cerrado, sectario: juzgar a una persona o una actuación según sea o no del propio grupo, sentir la necesidad de afirmar el propio grupo por oposición, distinción o separación (sectarización) de los demás. Éste es “de los nuestros”, y aquél no. Los nuestros son los buenos; los demás, no. Las faltas de los nuestros son errores, las de los demás, malicia o, como poco, heterodoxia. Las cosas buenas de los demás tampoco son tan buenas y se llegan a negar… Nos cuesta aceptar que las organizaciones de “los otros” tengan resultados positivos. ¿Será mucho pedir que el nombre de Jesús lo usemos “para” y no “contra”; que su evangelio lo utilicemos, más que para defender posiciones, para dilatar los espacios del reino?

Detrás de la protesta de Juan se ve con claridad ese egoísmo de grupo, tan frecuente en nuestro seno; ese terror a la competencia, que solemos enmascarar de fe, pero que es en realidad uno de nuestros más profundos miedos a perder el monopolio de la salvación.

El discípulo inseguro soporta mal que el Espíritu sople donde quiera. Y se dice para sí: ¿No debe estar sólo en nuestras manos, de tal forma que aparezca con claridad que únicamente nosotros somos sus legítimos transmisores?

Sin embargo, los auténticos seguidores y amigos de Dios disfrutan de la libertad con que el Espíritu se mueve. No se sienten desairados si las almas se acercan a Dios por otros caminos que están en la frontera de nuestra ortodoxia (o más allá de ella…), porque buscan en todo los intereses de Dios, al que aman, y no los propios. Y esto es lo importante, lo decisivo: que el bien se abra camino, no ponerle nunca freno. Dios se conformaría, a veces, con que no seamos frenos del Espíritu.

 

3. “No se lo impidáis”

Jesús, después de haberles explicado quién es el más grande en el reino de los cielos en el plano individual, con la respuesta que les da a continuación invita a sus discípulos a no atribuirse importancia ni siquiera como grupo seguidor suyo. Les llama a la humildad, a dejarse criticar constantemente por las opciones distintas a las suyas, a darse cuenta de que él es más que sus interesadas interpretaciones, a aprender a vivir respetuosamente con todas las opciones, alentando y apoyando todo lo que en ellas haya de bueno.

“¡No se lo impidáis…!” Pobres discípulos: no dan una. Es la demostración de lo lejos que a veces pueden estar del Maestro. Les corrige su celo imprudente y les pide que toleren todo lo bueno que se haga en su nombre, aún fuera del círculo reducido de los que le siguen a todas partes. Quienquiera que trabaje por Jesús y por su obra no debe ser censurado, aunque no pertenezca al grupo.

Y les dice el porqué: “Uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí” Les exhorta a reflexionar: si uno expulsa los demonios —hace el bien, busca la justicia, cura las enfermedades— en su nombre, únicamente puede hacerlo a través de la fuerza del Espíritu, nunca por una especie de fórmula mágica que funcione automáticamente. Por lo que es absurdo suponer que pueda después hablar mal de él. De otra forma, el Espíritu actuaría contra sí mismo. Así Jesús establece una unión entre la acción ejercida en su nombre y las palabras sobre él. Les indica que hay otras formas de estar a su favor, de ser de los suyos, que deben ser respetadas. Todo ser humano que hace el bien vive según el Espíritu, esté donde esté, crea en lo que crea, y aunque no quiera creer.

Lo importante es lo que se haga y se viva, se realice consciente o inconscientemente en nombre de Jesús, tan universal que no puede confundirse con ningún tipo de institución.

La iglesia no puede pretender el monopolio de Cristo. Jesús es más que la iglesia, desborda las fronteras de ésta; Por eso, sin renunciar a pertenecer a la iglesia, deberíamos evitar descalificar a tanta buena gente que a su manera se inspira en el Mesías, reconocer todo lo bueno que hay en las demás iglesias o en lo que no son iglesias; alegrarnos por ese bien que hacen (incluso avergonzarnos por no hacerlo nosotros…) y ser vínculos de paz y de unión. Ser cristianos es ser seguidores de un Dios inmensamente misericordioso, universal y plural.

Hay que abrir los ojos: en muchos de “fuera” está actuando hoy eficazmente el Espíritu que inspira el reino de Dios, el Espíritu de Cristo. Y también lo contrario es una desgraciada evidencia. A buen entendedor…

“El que no está contra nosotros, está a favor nuestro”. El texto paralelo en Lucas, sin embargo, no habla de “nosotros”, sino de “vosotros”, excluyendo a Jesús del proverbio. Prefiere dejar más clara la diferencia entre él y los cristianos, evitar las identificaciones, mostrando la actitud que se espera de la iglesia, valorando los logros espirituales de los hombres que permanecen fuera de ella, tomando partido, sin disimulos, por todos aquellos que se esfuerzan por ser la voz de Dios a los pobres, a los perseguidos, a los tratados indignamente, aun cuando no parezcan ser de los suyos.

 

4. El silencio de Dios

Vivimos en una sociedad que se desentiende de hacerse más fraternal y justa; que deja en la cuneta a los más necesitados y oprimidos. En ella, cada uno mira para sí mismo. Y, con frecuencia, para nuestra vergüenza, los que más trabajan por la justicia, la fraternidad… —valores del reino de Dios—, lo hacen desde ideologías y creencias al margen del cristianismo; a la vez que con sus propios actos nos acusan a los cristianos de no trabajar de verdad por aquello que afirmamos, pero no practicamos.

Por otra parte, la iglesia oficial, y más cuanto más se sube en el escalafón, no acaba de decidirse por el evangelio sin rebajas. Parece temer las consecuencias, perder el protagonismo y el poder de los “fuertes”. Y se refugia en la diplomacia y los pactos, sintiéndose pagada con la cesión de terrenos, a cambio de mejor no saber qué, pensando que por ahí logrará su propósito. Y lo que está logrando es el desprestigio ante los ciudadanos de buena voluntad.

Mientras tanto, Dios está callado. Por más que le pidamos, por más gritos de injusticia que se eleven hasta él, Dios calla. ¡Qué extraña manera de gobernar el mundo! Porque entre los que sufren hay muchos niños e inocentes… ¿Por qué lo soporta Dios? ¿Es que no le importa? ¿Por qué tanto mal ante el que nos sentimos impotentes?…

El silencio de Dios nos desespera, nos pone nerviosos. A muchos les lleva a negar su existencia. Si Dios existe, debería oír el grito ininterrumpido de los oprimidos y ver la injusticia que nos rodea por todas partes.

El silencio de Dios nos tortura. Pero no tanto porque no hable, cuanto porque nos enfrenta a nosotros mismos, a nuestras responsabilidades ante las injusticias, para que digamos nosotros esa palabra que estamos esperando de Dios. El silencio de Dios nos obliga hablar, a actuar a nosotros. Dios no guarda silencio, somos nosotros los que lo hacemos. Porque somos la voz de Dios en este mundo. Voz que grite en el desierto, que aúlle contra las injusticias, que cante al lado de los oprimidos “Arriba parias de la tierra”. Lo que Dios podría remediar con su palabra es labor del ser humano, en cuyas manos Él ha puesto la historia y su destino.

El silencio de Dios supone un enorme respeto a la responsabilidad que nos fue dada sobre el mundo. El silencio de Dios es la libertad de los seres humanos. Y, desde luego, el silencio de Dios deja de ser escandaloso cuando hay un testimonio del que cree como nosotros, del que no cree como nosotros, o del no creyente. Dios habla en la medida en que los seres humanos nos comprometemos. Dios está mudo cuando nosotros no pronunciamos ninguna palabra a favor de la justicia. Entonces, callamos al Verbo. Ese Verbo que abraza y que no separa, que acerca y que no distancia, que une y que no divide, porque todo aquél que no está contra Él, en la medida en que se compromete con la felicidad de los demás, se convierte en discurso vivo de Dios, y con Él está.

Acabo transcribiéndoos una historia que aparece en la compilación “La Oración de la Rana”, de Anthony de Mello:

El cura del pueblo era un santo varón al que acudía la gente cuando se veía en algún aprieto. Entonces él solía retirarse a un determinado lugar del bosque, donde recitaba una oración especial. Dios escuchaba siempre su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

Murió el cura, y la gente, cuando se veía en apuros, seguía acudiendo a su sucesor, el cual no era ningún santo, pero conocía el secreto del lugar concreto del bosque y la oración especial. Entonces iba allá y decía: «Señor, tú sabes que no soy un santo. Pero estoy seguro de que no vas a hacer que mi gente pague las consecuencias… De modo que escucha mi oración y ven en nuestra ayuda». Recitaba la oración especial, Dios la escuchaba, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

También este segundo cura murió, y también la gente, cuando se veía en dificultades, seguía acudiendo a su sucesor, el cual conocía la oración especial, pero no el lugar del bosque. De manera que decía: « qué más te da a ti, Señor, un lugar que otro? Escucha, pues, mi oración y ven en nuestra ayuda». Y una vez más, Dios escuchaba su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

Pero también este cura murió, y la gente, cuando se veía con problemas, seguía acudiendo a su sucesor, el cual no conocía ni la oración especial ni el lugar del bosque. Y entonces decía:

«Señor, yo sé que no son las fórmulas lo que tú aprecias, sino el clamor del corazón angustiado. De modo que escucha mi oración y ven en nuestra ayuda». Y también entonces escuchaba Dios su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

Después de que este otro cura hubiera muerto, la gente seguía acudiendo a su sucesor cuando le acuciaba la necesidad. Pero este nuevo cura no era ni santo, ni cura, ni buena persona siquiera. De manera que solía limitarse a decirle a Dios: «¿qué clase de Dios eres tú, que, aun siendo perfectamente capaz de resolver los problemas que tú mismo has originado, todavía te niegas a mover un dedo mientras no nos veas amedrentados, mendigando tu ayuda y suplicándote? Pero yo no tengo nada que ver con esta gente. He venido aquí porque me han obligado. Esta gente me da exactamente igual, así es que haz con ellos lo que te de la gana!» Y, una vez más, Dios escuchaba su oración, y el pueblo recibía la ayuda deseada.

 

En próximas entregas veremos cómo el cristianismo le ha dado impunemente la vuelta a la tortilla, y ha pasado del “Jesús en plural” y todo el abanico de posibilidades que este planteamiento abría, a los “Cristianos en singular” y su pretensión de exclusividad de la verdad, con toda la violencia que este hecho ha generado. Descubriremos cómo se ha forjado este malentendido, quiénes están detrás y con qué intenciones, las implicaciones tan extremadamente peligrosas para el creyente que ese cristianismo comporta, e intentaré proponeros un modelo de relación entre las distintas religiones que sea consecuente con un presupuesto que ya os avanzo: todas las religiones son verdaderas… incluso el cristianismo.

 

El Señor te bendice y te protege

El Señor se coloca como escudo delante de ti, y te comprende

Pone tiernamente el Señor su rostro sobre el tuyo, y te da su paz

¡ASÍ ES!

 

Foto de Leonski

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