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El fruto del Espíritu: la esencia del carácter cristiano

En primer lugar, quisiera felicitar al autor de lecciones por esta buena serie de estudios sobre el tema de los frutos del Espíritu. Las lecciones están claramente escritas, basadas en la Biblia, prácticas, y teológicamente equilibradas.

El objetivo principal de mis observaciones será sobre el estado actual de la Iglesia Adventista del Séptimo día, pensando en el tema de la santificación por la fe. Es bastante obvio que el tema del “fruto del Espíritu” es el lado positivo de la moneda a la que normalmente nos referimos como la santificación. Así, esta faceta de la experiencia de la gracia transformadora tiene relación con las virtudes positivas que deben ser típicas de la madurez cristiana. Tal vez éstas podrían ser llamadas también “características activas”, aunque posiblemente el “auto- control”, o templanza, podría clasificarse como una determinada fase del desarrollo del carácter que se refiere a la eliminación de la experiencia de los cristianos fructíferos de aquellas actitudes, palabras y acciones abusivas.

Pero ya sea que se exprese activa o pasivamente, de lo que estamos hablando es el crecimiento en la gracia, de modo que el creyente perdonado, o justificado, está siempre desarrollándose a la semejanza de Cristo. Y esta experiencia es el resultado evidente del poder del Espíritu obrando subjetivamente en el alma.

Sin embargo, este tema siempre ha generado una gran polémica, incluso un debate acalorado. Los temas más importantes para los adventistas del Séptimo Día suelen relacionarse con la forma en que se integra el perdón con la experiencia de la santificación. Pero las cuestiones más polémicas parecen generalmente gravitar en torno a un asunto vinculado con esto, a saber, la meta de la santificación: la perfección cristiana.

Además, la cuestión de la perfección normalmente ha despertado el debate sobre la estrecha relación de

  • la Humanidad de Cristo y su papel como Ejemplo al resistir la tentación,

  • la medida en que la transformación puede progresar antes de la glorificación y

  • la cuestión de la función de una generación final de creyentes perfeccionados y su supuesta reivindicación de Dios en el “gran conflicto” entre Cristo y Satanás.

Ciertamente, cada uno de estos temas podría dominar nuestras discusiones.

Pero siguiendo el espíritu muy moderado, e incluso conciliador, del autor lección, voy a intentar centrar mis comentarios sobre las cuestiones de: (1) la relación entre la santificación y la justificación, y (2) qué tan optimistas nos atrevemos a ser personalmente en cuanto a la salvación del poder del pecado antes de nuestra muerte, o antes del término del tiempo de gracia para la humanidad.

En cuanto a la primera cuestión, estoy sugiriendo que la experiencia de la justificación y la liberación de la culpa, forman el marco jurídico esencial, o la plataforma de lanzamiento de motivación que es clave para cualquier experiencia de cambio de carácter. Por lo tanto, quiero insistir en que el proceso de la conversión incluye una situación jurídica nueva delante Dios, a través de Su gracia perdonadora (o la imputación de la justicia de Cristo), la cual es recibida por la fe y acompañada por la instalación de un nuevo conjunto de disposiciones del carácter hacia la justicia y la alegría.

Además, todos estos dones son impartidos a través del funcionamiento interno del Espíritu Santo. En otras palabras, Dios no justifica cualquier creyente, sino al que está dispuesto a convertirse en receptor de la obra transformadora del Espíritu. Y este es el trabajo del Espíritu que, efectivamente y de forma cooperativa, produce las actitudes y el fruto del Espíritu.

Así, la justicia imputada (el perdón) de Cristo ofrece un refugio seguro en la familia de Dios, para que cualquier creyente recién adoptado y regenerado pueda ser libre de la carga de la culpa, a fin de que él/ella pueda caminar en una vida fructífera de crecimiento y de servicio.

Ahora, muchos se ponen muy nerviosos acerca del nexo entre justificación y santificación, por temor a que algunas formas sutiles de legalismo, o bien la presunción de la gracia barata, levanten su fea cabeza. Pero quiero insistir en que cuando el creyente justificado se da cuenta realmente de la costosa preciosidad de su perdón, habrá poco peligro de que caiga en cualquiera de los dos extremos: legalismo o presunción. Y si alguien está realmente preocupado por la falta de seguridad cristiana, tanto de las bendiciones de los méritos de Cristo, que él ofrece constantemente como nuestro Sumo Sacerdote (imputándolos a través de su permanente obra intercesora), como de la obra de la santificación que ilumina el horror del pecado y el costo elevado de la gracia redentora, todo esto normalmente debería provocar una perspectiva equilibrada. Dicho de manera sucinta, cuando se comprende el costo extremo del pecado, ¿a quien le cabe duda de la voluntad de Dios para impartir a sus hijos arrepentidos lo que es tan valioso para él? Además, ¿quién de nosotros querría descuidar una salvación tan grande que se le ofrece?

La cuestión práctica importante, sin embargo, que parece flotar sobre toda esta discusión tiene que ver con la pregunta de si los verdaderos creyentes son realistas al esperar una cosecha muy importante y abundante del “fruto del Espíritu” en sus vidas personales y corporativas. ¿Realmente creemos que podemos llegar a ser como Cristo? ¿O es la liberación de la culpa todo lo que podemos esperar? ¿Podemos esperar tener poder sobre la tentación y una vida verdaderamente abundante de crecimiento en el Espíritu? ¿Podría ser que hayamos permitido que un espíritu de derrotismo, de hecho, secuestre la visión optimista que con tanta fuerza es presentada en la Escritura y en los escritos de Elena G. de White? ¿Debemos seguir permitiendo que nos paralice la triste historia de Laodicea y el derrotismo de prolongados debates sobre cuán perfecta puede ser la perfección cristiana?

Ahora, muchos podrían estar pensando para sí: “Bueno estas preguntas son sólo para los adventistas más tradicionales, que están preocupados con la rectitud personal, pero no se aplican a los adventistas más progresistas, que se preocupan por la justicia social y la rectitud pública”. Si estos resultan ser sus sentimientos, ofrecería la tesis de que ambos grupos deben estar abiertos a la reflexión sobria, ya que los llamamientos a la acción justa han sido enérgicamente presentados por ambas partes. Si el espíritu del ala que propugna la piedad personal en la iglesia detesta comprometer las normas, el ala progresista también debería preocuparse por los actuales desafíos que se manifiestan en la creciente marea de injusticia social en el mundo (e incluso en la iglesia). Por consiguiente, pregunto a ambos grupos: ¿realmente comparten la visión de que individualmente y como iglesia podemos dar significativos saltos hacia adelante en la piedad personal y en la mitigación de los pecados sociales?

Si la historia de la Reforma nos ha enseñado algo, es que todas las tendencias e inclinaciones al pecado, tanto heredadas como cultivadas (ya sea que se desarrollen socialmente o de manera personal) requerirán mucho poder del Espíritu Santo para ser vencidas. Una vez más me pregunto: ¿Puede ser que tales posibilidades de transformación sean reales?

Por otra parte, ¿puede haber una transformación social realmente importante sin una profunda transformación personal que tenga lugar tanto en los sujetos como en los agentes de cambio? Humildemente sugiero que cualquier cambio real y duradero sólo puede ser efectuado por aquellos que son conscientes de la necesidad de un cambio radical (al menos en sus propias vidas) a través del poder del Espíritu de Dios. ¡Estos “tipos” de poderes demoníacos sólo pueden ser echados fuera y derrotados con “oración y ayuno” (Marcos 9: 29)!

Aunque la tarea parece desalentadora, me gustaría dar una nota de optimismo frente a la inundación evidente de males sociales y personales que continúan agobiándonos a todos. A aquellos que realmente se preocupan por los problemas de justicia pública y social, pregunto: ¿Está usted dispuesto a ser un William Wilberforce? A los indignados por los males personales que existen en la iglesia, pregunto: ¿Puede realmente creer que el poder transformador de Cristo puede hacer que usted y sus compañeros de viaje sean “humildes . . . delante de Dios” para que el profeso pueblo de Dios llegue a ser conocido por sus “palabras corteses y tiernas, por sus buenos modales y consideración”? (de hecho, Elena G. de White dijo que “el argumento más fuerte en favor del Evangelio es un cristiano caritativo y amable” [Ministerio de Curación, p. 470). Si vamos a ser “humildes”, “bondadosos”, “amables”, “tiernos”, “misericordiosos”, “cariñosos y corteses”, ese será el mayor de los milagros del Espíritu y el cumplimiento de la promesa de que “habrá cien conversiones a la verdad, donde ahora sólo hay una”.

Pero aquí está el problema. Hay una simple pero difícil condición para que se opere tal cambio con sus perspectivas de una gran cosecha:

“A pesar de que afirmamos estar convertidos, llevamos con nosotros una carga del yo que consideramos demasiado preciosa para ser entregada”. ¿Esto parece costoso? ¡Por cierto que sí! Pero luego viene la promesa de gracia:

Es un privilegio poner esta carga a los pies de Cristo y en su lugar adoptar el carácter y la semejanza de Cristo. El Salvador está esperando que nosotros hagamos esto

(E G. de White, 9 Testimonios, pp. 189, 190). Entonces, ¿qué vamos a hacer?

Le exhorto a que tome las siguientes palabras de la promesa de Jesús con seriedad, con total optimismo:

Así os digo: Pedid y se os dará, buscad, y encontraréis, llamad y se os abrirá. . . . Porque todo el que pide recibe. . . . Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?

(Lucas 11: 9-13).

A la vista de esta maravillosa y optimista perspectiva, ¿cómo podemos estar ocupados en debates que no hacen mucho más que limitar el poder de Dios en nuestra vida personal y corporativa en el Espíritu? En cuanto a los debates sobre la perfección, que tan a menudo están relacionados con las discusiones acerca de la santificación, realmente no sé cuán perfecta “perfección” podemos lograr antes de la venida de Jesús. Pero lo que sí sé es que Jesús es mucho más optimista acerca de lo que sus hijos espirituales puede ser y hacer, que lo que realmente estamos experimentando. Entonces, ¿por qué no lo procuramos con un gran espíritu de optimista confianza en las promesas y el poder de Dios?

La sabiduría del reformador holandés del siglo XVII, Arminio, parece pertinente con respecto a nuestros debates actuales sobre la perfección: “Pero, si bien nunca afirmé que un creyente podría guardar perfectamente los preceptos de Cristo en esta vida, nunca lo negué, sino que siempre queda como una cuestión que aún no se ha decidido”.

Si bien no se preocupó con el tema de la perfección, Arminio ofreció sabios consejos acerca de las disputas sobre el tema:

Creo que el tiempo puede ser mucho más feliz y útilmente empleado en oraciones para obtener lo que falta a cada uno de nosotros, e insto seriamente a que cada uno haga un esfuerzo por continuar y avanzar hacia la marca de la perfección, en vez de gastar tiempo en esas disputas

(Citado por Carl Bangs, Arminio: Un Estudio sobre la Reforma holandesa [Nashville: Abingdon Press, 1971], p. 347).

El anciano John Wesley estaba en las fronteras de la eternidad. Había participado en muchas disputas sobre la perfección con sus amigos y enemigos evangélicos. Él podría haberse desalentado en medio de estas tumultuosas controversias. Pero afortunadamente se negó a que su visión de la victoria sobre el pecado fuera atenuada por el calor de las controversias doctrinales, o por la magnitud de los males que amenazan la obra de Dios. Y en medio de estas difíciles circunstancias, envió a una de sus últimas cartas a William Wilberforce, que había empezado su lucha legendaria y prolongada contra la esclavitud en los dominios británicos. Las agitadas líneas de Wesley, que reflejan sus enseñanzas optimistas sobre la gracia, se encuentran entre los escritos más conmovedores que jamás se hayan producido:

¡Oh, no se canse de hacer el bien! Siga adelante, en nombre de Dios y en el poder de su fuerza, hasta que incluso la esclavitud en América (la más vil que nunca se haya visto debajo del sol) se desvanezca delante de él

(Citado por Kenneth J. Collins en su biografía de Wesley, titulada Un verdadero cristiano [Nashville: Abingdon Press, 1999], p. 156).

¡Con Wesley, digo que nosotros “sigamos adelante, en nombre de Dios y en el poder de su fuerza”!

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