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El poder: Reflexiones sobre Números 16 y 17

Al estudiar la lección de esta semana, muchos de nosotros podríamos pasar por alto las verdaderas preguntas que plantea, porque no reconocemos que tenemos mucho poder, y por lo tanto, suponemos que las preguntas planteadas son para que las respondan otros. Así, podemos hablar del abuso de poder por parte de otros en el ámbito público, en el trabajo, en la iglesia, y posiblemente en contra de nosotros mismos. Cualquier molestia que el estudio nos pudiera producir, será convenientemente evitada. El estudio de la lección puede ser convertido, de esta manera, en un pasatiempo seguro; incluso tal vez en una oportunidad para permitirnos criticar a otros y expresar un poco de auto-compasión.
Por lo tanto, el punto de partida indispensable para cualquier discusión sobre este tema es el reconocimiento de que la mayoría de nosotros ejerce cierto poder sobre los demás, por muy limitado que sea, o por muy remota la forma de hacerlo efectivo. Los adultos tienen poder sobre los niños. Los hombres tienen poder sobre las mujeres. Los ancianos de iglesia y los pastores tienen poder sobre los miembros de las congregaciones. ¡Los maestros de la Escuela Sabática tienen poder sobre los miembros de la clase! Los gerentes tienen poder sobre los empleados, y los empleadores sobre los trabajadores. Todos estamos, pues, sujetos a la posibilidad de abusar de nuestro poder y de ser corrompidos por él. La influencia es poder. Por ejemplo, la influencia económica que todos poseemos en alguna medida, aunque sólo sea al pagar en el supermercado, es un poder real.
Para un estudio honesto del tema de esta lección, también debemos admitir que las víctimas de abusos se convierten en victimarios con demasiada frecuencia. Si reconocemos la pertinencia de estas dos afirmaciones, la conversación entrará en un territorio profundamente amenazador. Porque, ¿quién está dispuesto a admitir –en una clase de la Escuela Sabática— que alguna vez podría haber abusado de su poder sobre los demás? ¿Y quién sabe adónde podría conducir este tipo de discusión?
La lección parece reconocer los peligros de las conversaciones difíciles –peligros que son, sin duda, reales— y por eso dirige el tema a un lugar más seguro. Se centra en una historia de rebelión, y ésta no es sólo en contra de Moisés sino en contra de Dios, ¡y nadie puede estar a favor de eso! De este modo, la lección lleva nuestra atención hacia una historia épica de poder, de ambición y de rivalidad, donde las líneas de combate están claramente redactadas en términos de “historia de la salvación”. De este modo somos habilitados para distanciar nuestras pequeñas existencias de las exigencias de la historia.
Aquí hay tres problemas para nosotros, al tratar de aplicar el texto sagrado a nuestros propios fines contemporáneos. En primer lugar, las cuestiones de poder rara vez son tan claras y nítidas como quisiéramos que fueran, como en las epopeyas. El terremoto que abrió la tierra y el florecimiento de la vara de Aarón en Números 16 y 17, son claras indicaciones de lo que el Señor quiere, y de la destructiva voluntad de poder de la rebelión de Coré y sus seguidores en contra de Moisés y Aarón. Sin embargo, el hecho disonante es que todos nos hemos beneficiado enormemente de la valentía de los rebeldes que, en algún momento de nuestra historia común, se atrevieron a desafiar a algún poderoso statu quo en aras de un ideal, de la libertad, o de la dignidad.
En segundo lugar, consideramos las narraciones antiguas con el beneficio de una sagrada perspectiva del tiempo que no tenemos en el momento de nuestro propio ejercicio del poder. Søren Kierkegaard, el influyente filósofo y teólogo danés, dijo que vivimos nuestras vidas hacia adelante y las entendemos hacia atrás. En muchas circunstancias de nuestra vida tenemos que vivir con la tensión de tomar decisiones basados únicamente en evidencias fragmentarias. No tenemos la ventaja de la vara que florece.
En tercer lugar, la mayoría de nosotros somos tentados al abuso de poder en contextos muy locales, sin mayor importancia y en gran parte ocultos. La mayoría de nosotros, la mayor parte de las veces, no nos enfrentamos a una lucha moral con respecto a los efectos de largo alcance de nuestras acciones. Más bien nos enfrentamos a menudo a la pregunta: ¿Qué diferencia, si la hubiere, puede causar mi acción en el gran esquema de las cosas? Edmund Burke ofrece una respuesta: “Nadie cometió un error mayor que el que no hizo nada porque podía hacer muy poco”. Y esto plantea una pregunta que se relaciona, la de nuestros pecados de omisión. ¿No somos culpables, en algunas ocasiones, por no protestar, por no rebelarnos? Después de todo, nuestros propios antepasados adventistas fueron, de manera significativa, verdaderos rebeldes.
Las pirámides de poder están presentes en todas nuestras relaciones humanas. Y tenga por seguro que en este mismo sábado, se llevarán a cabo muchos abusos de poder en todo el mundo en nuestras iglesias, aunque sean pequeños en su mayor parte. Nosotros no somos una excepción en este sentido. El abuso de poder ocurre en todas las formas de organización social, y a menudo se presenta con disfraces respetables. Por ejemplo, para los fariseos, las exigencias del código de pureza sirvieron de excelente camuflaje para sus aspiraciones de poder y privilegio. En el Reino Unido, en la actualidad, estamos en medio de un escándalo político sobre los gastos pagados a los miembros del Parlamento. Algunos han defraudado al sistema y al contribuyente, al inflar sus informes de gastos para aumentar sus modestos sueldos (“modestos” desde su punto de vista). Y estos eran representantes muy respetados, elegidos por personas que confiaron en su uso honesto del poder y privilegios que les da su cargo. La respetabilidad no es garantía contra el abuso de poder.
Y aquí está el gran enigma para aquellos de nosotros que nos llamamos cristianos y que inevitablemente participamos en varios tipos de estructuras de poder. Seguimos a Aquél que parecía sentirse más cómodo en la presencia de los débiles, los marginados, los niños pequeños, las mujeres maltratadas, los leprosos miserables, los despreciados discapacitados. ¡Jesús aspiraba, según cualquier medida convencional, a no ostentar el poder, y sin embargo es el mayor iconoclasta de todos! Pues bien, ¡aquí hay algo de lo que vale la pena hablar!

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