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Columna: Considerando al disidente

Las estadísticas del porcentaje de retención de recién bautizados no son animadoras. Uno o dos años después de un gran bautismo en la América Latina pocos de los bautizados son todavía miembros de iglesia. En los Estados Unidos, donde los grandes bautismos son desconocidos, los jóvenes son los que se van de la iglesia. Casi todos los hijos de adventistas son bautizados entre los 9 y los 12 años, pero la mayoría ha abandonado la iglesia antes de los 25.
Mientras que en el pasado los que se salían de la iglesia dejaban de ser cristianos, ahora buena parte de ellos se hacen miembros de otras denominaciones cristianas, o satisfacen sus inclinaciones espirituales en grupos pequeños de igual sentir. Por otro lado, muchos de los que se quedan en la iglesia se sienten incómodos con algún aspecto de ella pero piensan que no se gana mucho cambiando de afiliación denominacional puesto que todas las iglesias cristianas tienen sus flaquezas. Estas pueden ser de carácter doctrinal, litúrgico o administrativo.
Hay adventistas que deploran los abusos dictatoriales de algunos administradores eclesiásticos. En vez de ser desacreditados, muchas veces ellos son promovidos a puestos de más jerarquía. Hay quienes se lamentan la pobreza y la falta de imaginación de cultos que carecen de integración orgánica o no invitan a la adoración. Muchas veces éstos se convierten en entretenimiento popular con un barniz religioso. Al centro de nuestros cultos esta el sermón. A menudo éste deja a la congregación chasqueada por no haber oído La Palabra de Dios. El sermón fue otra lección de la escuela sabática, la presentación de los prejuicios o las inflas del pastor, o una serie de historias para niños. En el peor de los casos el sermón resulta no ser más que propaganda eclesiástica.
También hay quienes lamentan el anti-intelectualismo y la parálisis doctrinal que tiene a la iglesia fija mirando al pasado “glorioso” del siglo XIX. Si bien la fe de los santos del primer siglo es la misma fe de los santos del siglo XXI, las doctrinas, necesariamente, deben adaptarse al momento histórico vivido por los santos. Los primeros cristianos no sabían nada de la presencia de dos naturalezas en el ser de Jesús, ni de la manifestación de tres personas en el ser de Dios, ni del pecado original, ni de la doctrina del libre albedrío. Por supuesto, todos concebían al mundo en que vivían como una casa de dos pisos con subsuelo, o sea los cielos arriba, la tierra abajo y las aguas debajo de la tierra.
Las páginas del Nuevo Testamento preservan amplia evidencia de que entre ellos había gran diversidad doctrinal. Mientras que unos querían mantener al cristianismo como una secta más dentro del judaísmo, otros querían re-interpretar la tradición judaica radicalmente. Mientras unos entendían la condición humana en un marco apocalíptico, otros la veían en un marco helenístico. Mientras unos guardaban el sábado en el séptimo día de la semana, otros lo guardaban los siete días de la semana. Mientras unos querían establecer jerarquías eclesiásticas, otros defendían la libertad espiritual del creyente.
Esta variedad doctrinal y cosmológica nunca ha dejado de ser parte del cristianismo a través de los siglos y todavía perdura dentro de todas las denominaciones cristianas. Reconociendo esto, los que formularon las 27 doctrinas fundamentales del adventismo hicieron claro en su preámbulo que no se trataba de un credo y que no debía usarse el documento para juzgar a los miembros de la iglesia. Sin duda cuando se añadió la doctrina 28 se estaba proclamando que las doctrinas no son permanentes. Son cambiables. Por desgracia hay quienes mantienen que la iglesia esta constituida por sus doctrinas y ven a las 28 ahora publicadas en el Manual de la Iglesia como inmutables e infalibles. Muchos, a propósito, se olvidan del preámbulo que las introduce, o dejan de publicarlo cuando las reproducen. El único inmutable e infalible es Dios, y las doctrinas siempre han sido y seguirán siendo cambiables y capaces de conducirnos por mal camino. La fe con que se cree en Dios, y las doctrinas con que nos explicamos al Dios en el cual creemos no son la misma cosa.
En nuestra iglesia hay quienes creen que cada página de la Biblia fue dictada por Dios y quienes creen que la Biblia fue escrita por seres humanos cuya iluminación por el Espíritu Santo no rompió los límites de su humanidad. Hay quienes creen que el Señor no vendrá mientras no haya en la tierra un pueblo que haya alcanzado la perfección frente a la ley igual a la del Cristo encarnado y hay quienes creen que lo único que cuenta es la fe y el amor. Hay quienes enseñan que hay en el cielo un santuario material con dos salones y que el 22 de octubre de 1844 Cristo entró por primera vez al segundo salón, el lugar santísimo, y quienes creen que desde su ascensión Cristo está sentado a la diestra del Padre disponiendo y gobernando. Otros, sin embargo, piensan que ambas descripciones de las actividades de Cristo en el cielo son metafóricas, parábolas que nos exigen despertar nuestra imaginación.
Hay quienes creen que es imposible creer en el Dios creador de todas las cosas y tomar en serio las conclusiones del consenso de los científicos que formula un proceso evolutivo y quienes creen que tal cosa no sólo es posible sino necesaria. Hay quienes defienden el sinnúmero de abortos realizados en hospitales adventistas de los EE.UU. y quienes batallan contra la mera idea del aborto. Hay quienes conceden al gobierno la autoridad para imponer y efectuar la pena de muerte a los declarados culpables de serios crímenes y hay quienes creen que el mandamiento “No matarás” incluye a castigos penales. Sobre esa base, hay quienes se niegan a portar armas y quienes entran como voluntarios al ejército como combatientes dispuestos a matar. Ninguna de estas contraposiciones puede ser considerada de menor importancia, pero los que las mantienen conviven dentro de la iglesia.
Ya se sabe que hay quienes piensan que la organización de nuestra iglesia es el modelo de organización perfecta, nuestra falta de liturgia es admirable y nuestras doctrinas son las únicas perfectamente cristianas. Tal auto-engaño y paroxismo de soberbia es, sin duda, lamentable y hace que algunos se conviertan en cazadores de brujas. Nunca han faltado dentro de la iglesia los defensores de ortodoxias autorizados por si mismos. En el presente los cazadores están galopando por los prados de La Sierra University. Pero cabalgatas similares destrozaron otros prados en el pasado.
Cuando existen diferencias no es fácil saber qué hacer. Mi reflexión sobre este tema fue provocada por el artículo que Richard K. Haass publicara en el número del 11-18 de mayo, 2009, del semanario Newsweek. Haass reflexiona sobre su desacuerdo con la decisión de la administración del presidente George W. Bush de ir a la guerra contra Irak cuando él era el jefe de la Oficina de Planificación de Pólizas del Departamento de Estado (Relaciones Exteriores) de los EE. UU. Pensando que Irak poseía bombas biológicas, que como en la anterior guerra del Golfo Persa se iría a la guerra con apoyo internacional y del pueblo norteamericano, y con suficiente fuerza militar y una estrategia bien pensada, Haass estaba, dice él ahora, 60/40 en contra, pero decidió no renunciar en protesta. Se quedó en su puesto para influenciar lo más posible la política exterior de su país. Admite que si hubiera sabido en el 2002 lo que sabe ahora, su oposición hubiera sido 90/10. No especula qué hubiera hecho en tal caso.
Haass termina su artículo diciendo, “Los que buscan reglas que rigen lo que se debe hacer en el caso de desacuerdos deben estar preparados para ser chasqueados. A veces lo mejor es confrontar. En otros casos es más conveniente tomar un desvío por la periferia. A veces es mejor renunciar. Otras es mejor quedarse. No se trata de encontrar la única respuesta correcta. No existe la regla que rige la conducta de todo disidente en todas las circunstancias.” Pienso que esta observación es aplicable por los que difieren con su iglesia. Mientras vivamos en la carne hemos de vivir con disidentes.
El que difiere y opta por quedarse hace que la iglesia tenga que reconsiderar su identidad y para algunos esto representa una amenaza. Para otros, reconocer la fluidez de nuestra identidad es parte integrante de nuestra búsqueda de la verdad y nos permite mejorar, perfeccionarnos. Encadenarnos con nuestras doctrinas y querer inmovilizar así nuestra identidad no es la manera de servir al Dios que creó un universo en continuo crecimiento y sin límites. El disidente que ofrece razones con amor puede ser el que nos anima a crecer. No debiera ser el que despierta en nosotros pasiones destructoras. Los jóvenes que fueron bautizados a los 9 años y se van de la iglesia a los 20 lo hacen porque descubren que ella vive para un pasado de ideas e identidades fijas. Ellos, por su parte, quieren vivir para un futuro abierto a las sorpresas que el amor de Dios se complace en crear continuamente.
Cuando estudiaba en el Seminario Teológico Adventista en Takoma Park, 1956-1958, muchas veces el Dr. Edward Heppenstall llegaba a clase tarde porque se había demorado en reuniones inquisitorias por los administradores de la Conferencia General en el edificio contiguo. Había tenido que ir a defenderse de acusaciones hechas por algún condiscípulo. Heppenstall era la voz que clamaba en el desierto y nos enseñaba del amor de Dios y la justificación por la fe, en vez de enseñarnos el perfeccionismo, el juicio investigador, la ira de Dios y las batallas cósmicas contra el Mal. Gracias a Dios, él decidió quedarse y enseñarnos el evangelio eterno.

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