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Columna: La lectura literal

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Es motivo de repetido asombro notar cómo, en materia de religión, algunas batallas se vuelven a pelear cada pocos años. Desde el tercer siglo, los cristianos han estado peleando la batalla de la Biblia. Más acertadamente, se trata de una guerra con batallas peleadas en diferentes campiñas. Las primeras tuvieron que ver con el contenido del canon. Más tarde se discutían los métodos para su lectura. Más recientemente se la tuvo que defender frente a la historia y la ciencia. Ahora se discute su autoridad.

En tiempos del cristianismo temprano ya los judíos habían encontrado maneras de actualizar la Tora y los Profetas. Si bien el establecimiento de un canon de los escritos que ahora los cristianos llaman el Antiguo Testamento, y los judíos denominan Tanach, tuvo lugar para los judíos en el segundo siglo de la era común, todos los judíos religiosos aceptaban la autoridad de la Tora y los Profetas en tiempos de Jesús. La manera en la cual aplicaban a la vida diaria las instrucciones de las Escrituras, sin embargo, era muy variada.

Esa actitud fue adoptada por los cristianos tanto en la lectura de las escrituras judías como en la lectura de los libros cristianos que poco a poco fueron también aceptados como autorizados. La determinación de los libros que formarían parte del llamado Nuevo Testamento no se realizó oficialmente en el cristianismo hasta el concilio de Trento en el siglo XVI. En la práctica, la lista de los libros que eran leídos para las celebraciones de culto quedó fija en la segunda mitad del siglo IV.

Los libros que eventualmente formaron la biblioteca (Biblia) usada litúrgicamente por los cristianos podían ser leídos de varias maneras. Cada texto podía leerse literalmente, moralmente, tipológicamente, alegóricamente y anagógicamente. Por siglos los cristianos debatieron si se debía dar preferencia a una de esas lecturas. Eventualmente, ya en la alta edad media, se propuso que el significado preferido debía ser el sensus plenior. O sea, el texto tiene un sentido pleno que abarca a todos los anteriores y los supera.

Baste esto para dejar sentado que hasta el siglo XVI ningún cristiano afirmaba la superioridad de una lectura literal. Al contrario, la lectura literal se consideraba inferior puesto que sólo se fija en el aspecto físico del texto y por lo tanto es la menos beneficiosa espiritualmente. Las lecturas alegóricas y anagógicas eran consideradas superiores. La alegórica impone sobre el texto una clave que le da significado a cada elemento del texto. Cada cosa mencionada, en realidad, se refiere a otra: blanco es pureza, Jacob es engañador, mujer es sentidos, hombre es intelecto, etc. La anagógica transfiere al lector del plano terrestre al celestial. O sea, hace que sea guiado hacia arriba (ανα + αγω) para entender desde esa otra perspectiva lo que dice el texto. Esta lectura actualiza las realidades eternas. Cuando finalmente se impuso el sensus plenior, el resultado fue asegurar que el texto dice lo que la iglesia dice que dice. Martín Lucero, por su parte, insistió que la cosa era al revés. En vez de ser la iglesia la que determina lo que el texto dice, el texto debe determinar lo que la iglesia enseña.

Toda esta armadura para pelear las batallas de la Biblia dentro de la iglesia fue debilitada y finalmente deshabilitada por la nueva intelectualidad del renacimiento que trajo consigo la curiosidad histórica.

La investigación histórica tuvo su primer triunfo cuando Lorenzo Valla demostró que la famosa Donación de Constantino, según la cual el emperador romano había donado las tierras del estado papal al obispo de Roma en el siglo IV, era una falsificación del tiempo de Carlomagno, siglo IX. Valla abrió las puertas a la investigación histórica, y hoy se considera anacronístico hablar de historia en referencia a lo escrito antes del renacimiento. Los historiadores consideran necesario evaluar diferentes versiones de lo sucedido en el pasado sobre la base de la posible veracidad de los diferentes testigos. Esa evaluación ha de llevarse a cabo según criterios establecidos y aceptados por el razonamiento histórico.

En la Biblia, y en toda la antigüedad, los autores introducen diferentes testigos, uno detrás de otro, sin notar diferencias o contradicciones y en el canon se incorporaron libros que cuentan la historia del éxodo, de los reyes de Israel y de Jesús con notables contradicciones sin que a nadie le haya parecido inapropiado. ¿Por qué? Porque para ellos no había tal cosa como “la historia”, un esfuerzo crítico y analítico por establecer exactamente qué fue lo que en realidad sucedió.

Estas consideraciones, pienso yo, nos debieran hacer reconocer que el trabajo analítico y crítico requerido del historiador no fue hecho por los autores bíblicos. Es nuestra responsabilidad hacerlo, si es que queremos darle a la lectura literal valor histórico. Me parece absolutamente necesario leer la Biblia literalmente, pero al hacerlo no puedo dejar de vivir en el tiempo y la cultura en que la gracia de Dios me ha colocado. Leer literalmente no es leer según prejuicios dogmáticos o científicos. Es leer en términos de las referencias actuales en tiempos del autor. Imponer autoridad histórica sin considerar el tiempo y la cultura en que el autor del texto vivía no es leer literalmente. Es leer reaccionariamente. Es un esfuerzo por negar la importancia de los cambios en nuestra intelectualidad causados por el renacimiento y el iluminismo. Es imponer consideraciones y referencias que no estaban al alcance de los autores bíblicos.

Tampoco puedo arbitrariamente decidir que esto es literal, y esto otro es simbólico según criterios personales. La literatura apocalíptica hace referencia a realidades vividas por el autor y sus lectores usando figuras mitológicas alegóricamente. Al leer el texto literalmente la alegoría apocalíptica es obvia. Hay que insistir en la lectura literal, pero conscientes de los tiempos en que vivimos en la villa global. La intelectualidad moderna demanda consistencia en el método. El renacimiento y el iluminismo trajeron cambios rotundos a nuestro entendimiento del universo en que vivimos, y los avances tecnológicos causados por ellos son innegables. Eso demanda que sepamos leer la Biblia como conviene, sin imponerle ideologías y con métodos histórico críticos.

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