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Escuela sabática: La intensidad de su caminar

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)
¿Qué significa seguir a Jesús? Esta es una pregunta central para el discipulado cristiano y, sin embargo, no hay una respuesta sencilla. Seguir a Jesús presupone conocer dónde ha ido antes que nosotros. Sin embargo, no existe un mapa único para poder rastrear sus pasos. Las narraciones del Evangelio –escritas decenios después de que Jesús caminara en este mundo— pueden leerse como diarios de viaje de exploradores que argumentan a favor de su camino preferido en la misma montaña, sobre la base de una colección de rumores e informes acerca de un hombre llamado Jesús que una vez realizó el viaje. Y discrepan y entran en conflicto en sus informes sobre los lugares donde fue Jesús, o por qué hizo el viaje, en primer lugar.
Tradicionalmente, estas diferencias y discrepancias se han pasado por alto, y las descripciones mismas se fusionaron en una ruta más limpia y más lineal hacia la fe, como casi cualquier espectáculo de la Natividad puede atestiguar. Pero incluso las señales más queridas de este popular camino cristiano, pueden inducir a error a los seguidores fervientes que creen, por ejemplo, que la enseñanza de Jesús de poner “la otra mejilla” insta a elegir el camino de la pasividad y la mansedumbre frente a la injusticia; camino que es el resultado de una grave interpretación errónea de Mateo 5:39-41, que, como lo dice adecuadamente Walter Wink, subversivamente instruye a los seguidores de Jesús para tomar el complicado camino de la resistencia no-violenta.1
Por lo tanto, procurar una comprensión más profunda del contexto histórico y del desarrollo de los Evangelios, nos puede ayudar en nuestra búsqueda de la(s) vía(s) que Jesús tomó, por medio de una especie de proceso de eliminación. En el ejemplo anterior, es poco probable que las enseñanzas de Jesús hubieran ofendido a los poderes religiosos y políticos de la época como lo hicieron –ofensa que dio lugar a su ejecución patrocinada por el Estado— si simplemente hubiera dicho a sus seguidores “sonrían y sopórtenlo”. Al mismo tiempo, la navegación por el interminable flujo de comentarios y análisis sobre el Jesús histórico, puede proporcionar más información acerca de nosotros como lectores de los Evangelios que acerca de Jesús mismo. Como lo señala Richard Smoley, un estudioso del esoterismo cristiano:
No hay forma de determinar realmente cuánto de lo que los Evangelios dicen sobre Jesús realmente sucedió y cuánto es leyenda. Por consiguiente, Jesús se ha convertido en una especie de mancha de Rorschach. No tenemos que leer muchos libros sobre él para darnos cuenta de que los autores nos dicen mucho más acerca de ellos mismos y de sus propios intereses que sobre el carpintero de Nazaret. Jefferson vio a Jesús como el exponente de un sistema racional de ética; Morton Smith, como un mago popular; Albert Schweitzer, como un profeta callejero de la fatalidad; y en un best-seller de 1920 titulado El hombre que nadie conoce, un autor llamado Bruce Barton llegó a retratar a Jesús como el “más grande vendedor de todos los tiempos”. Probablemente siempre fue así. “Díganme qué les parezco”, preguntó Jesús a Pedro, Mateo y Tomás en El Evangelio de Tomás. Pedro le dice que es como un ángel justo; Mateo, que es como un sabio filósofo. Tomás dice: “Maestro, mi boca es totalmente incapaz de decir a quién se parece usted”. Jesús responde: “Yo no soy tu maestro, porque has bebido, y te has intoxicado con el manantial burbujeante que yo he medido”. 2
Lo que decimos sobre Jesús muchas veces revela más sobre lo que queremos o necesitamos que él sea. Y, sin embargo, el misterio y la belleza de Jesús es que él elude todos nuestros intentos de explicar, definir y argumentar sobre quién es él. Nadie puede conseguir tener a Jesús sólo para sí mismo. Cuando nos acercamos al “manantial burbujeante” a través de la oración o de la contemplación, podemos beber de su fuente, ver que nuestras expectativas y creencias se disuelven en sus profundidades, y dejar que lave nuestros corazones y nuestras mentes. Pero no podemos capturar a Jesús, así como un niño no puede atrapar el agua de una manguera de jardín con sus manos.
Al examinar mi propia manera de cambiar mi relación con él, veo la forma en que el Jesús que he conocido, demasiado a menudo refleja mi propia ubicación en la vida. Cuando niño, me parecía notablemente similar a mis padres –tanto en apariencia como en modales— era muy cariñoso y muy consciente de mi comportamiento, capaz de sentir “decepción” cuando no seguía su ejemplo, y siempre estaba dispuesto a abrazarme cuando yo le decía “lo siento”. Hacia el fin de la adolescencia, pasé por un período de “Jesús es como mi novio”, cuando anhelaba y buscaba su afecto con el fervor de cualquier chica enamorada, y sentía congoja y me odiaba a mí misma cuando no lo sentía de la manera en que siempre lo había sentido.
Esos eran los días de llamados de altar emocionales, de campamentos de verano espiritualmente elevados, y de una ignorancia feliz con respecto al futuro, aparte de saber que, para mí, su retorno estaba muy cerca. Durante los años de adulta joven, mi vida espiritual se asemejaba a mis primeros intentos de aprender a conducir un auto con caja de cambios –tratando de avanzar, de no detenerme, con traspiés accidentales pero dramáticos.
En el seminario, sin embargo, mi imagen de Jesús se hizo más compleja –de repente hubo una verdadera galería de retratos para elegir. Adopté ciertos términos en mi vocabulario, como “el Jesús histórico” y “el Cristo de la fe”. Pero al no poder confiar en lo que me habían enseñado acerca de Jesús, encontré que apareció una distancia crítica en mi relación con él y en mi relación con las fuentes de mi fe –sobre todo con la Iglesia. Se trató de un doloroso período de separación –que incluyó un intenso sentimiento de traición, enojo, tristeza y miedo— pero también fue un momento de liberación y, en retrospectiva, como de curación, al dejar ir el mapa de la fe que me habían dado, y comenzó un largo período de búsqueda y exploración.
En cada una de estas etapas, yo creía en mi corazón que estaba “siguiendo” a Jesús –o, más tarde, al Dios de Jesús— por responder de buena fe a la información que yo tenía. Pero cuando la información cambió, o cuando una experiencia de vida puso en tela de juicio la validez de dicha información, tuve que responder de una manera nueva. Por ejemplo, en los primeros días en el seminario, cuando escuché por primera vez sobre los “Seminarios de Jesús”, me burlaba de la idea de que los académicos se reunieran para “decidir” qué es lo que el Jesús histórico había dicho o hecho, suponiendo que tal esfuerzo era el lamentable resultado de que las personas de fe recibieran demasiada educación por su propio bien.
Siete años más tarde, volví a leer a Marcus Borg, en Encontrando de nuevo a Jesús por primera vez, y me sentí profundamente conmovida, como no lo había sido antes, debido a la sinceridad de su propio viaje, a su propia evolución en la relación con Jesús y a su reverencia hacia él, y, en última instancia, debido a su profunda y transformadora experiencia de la presencia real de Dios en nuestro mundo.3 Me sentí impulsada a leer su autobiografía espiritual, y me humillé al ver cómo su historia refleja el viaje de tantos otros –entre ellos el mío— y me acordé de la cantidad de juicios –casi siempre carentes de información— que yo había hecho sobre él, y la forma en que esos juicios al parecer me impidieron ver la verdad y la belleza presente en su camino espiritual.
El compromiso de “seguir” a Jesús, entonces, puede convertirse en opresor, si eso significa que nos vamos a obligar a nosotros mismos a sostener una idea de Jesús, o de Dios, o del mundo, tal que nos neguemos a abandonarla o a cambiarla, aún cuando nuestras vidas nos digan que deberíamos hacerlo.
En mi trabajo como capellana de un hospicio, hago lo mejor que puedo para ayudar a la gente a conectarse con sus fuentes sagradas de reposo y de sentido, al final de sus vidas, independientemente de su religión o de sus creencias y afiliaciones espirituales. Veo esto como una evidencia de crecimiento espiritual y personal, al recordar muy bien cómo no siempre tuve un espacio en mi corazón para otros caminos espirituales. Por lo tanto, acepto que he entrado en una nueva etapa en mi propio viaje espiritual, etapa que está llena de curiosidad y de preguntas frente a los muchos rostros y los muchos misterios de Dios.
NOTAS Y REFERENCIAS:
1. Walter Wink, Los poderes que son: Teología para un Nuevo Milenio (Nueva York: Augsburg Fortress, 1998), 98-103.
2. Richard Smoley, Cristianismo interno: Guía para la Tradición Esotérica (Boston: Shambhala Publications, Inc), 122.
3. Marcus Borg, De conocer a Jesús de nuevo por primera vez: el Jesús histórico y el corazón de la fe contemporánea (Nueva York: Harper Collins, 1994), 3-15.
Heather Isaacs Royce escribe desde Napa Valley, California, donde trabaja como capellana de un hospicio.

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