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Escuela sabática: Preparación para el discipulado

(Traducido por Carlos Enrique Espinosa)

En mi primer año de universidad, un profesor nos entregó una hoja de papel con un párrafo que contenía dos o tres oraciones, y nos dijo que contáramos cuántas veces aparecía una cierta letra, por ejemplo la letra H. Conté cuidadosamente y tuve la certeza de que había un total de seis, pero se nos dijo que en realidad había nueve. Se me informó que lo que yo había experimentado se debe a una disminución de la visión en una zona del campo visual, lo que se denomina escotoma (del griego “oscuridad”).

Cuanto más estudio el discipulado más me convenzo de que la razón por la que los discípulos tenían problemas para comprender a Jesús y el tema del reino de Dios, es que tenían zonas de visión disminuida en el campo visual que el Señor ponía frente a ellos. Por eso, al llamarlos, Jesús les enseñaba mientras los acompañaba como un guía que acompaña a un ciego. El llamado al discipulado fue, y es, un llamado a crecer en la semejanza de Jesús y a participar en el reinado de Dios. Sin embargo, los discípulos nunca habían visto tal reino, y cada vez que Jesús les enseñaba sobre él, tenían dificultades de visión. Jesús padeció el mismo problema de todos los profetas: veía las cosas como deberían ser, y cuando hablaba valientemente de sus visiones, con la esperanza de llevar a la comunidad a su estado de plenitud, a menudo encontraba resistencia, y por eso fue tratado como perturbador de la comunidad.

Si tomamos el Sermón de la Montaña como el “manifiesto del discipulado”, reconoceremos que es una visión que muchos de nosotros no entendemos fácilmente ni llevamos a la práctica. Algunos lo consideran un ideal imposible, para justificar su falta de cumplimiento, alegando ser realistas o que se trata de una cuestión de pragmatismo. En este sermón, Jesús instó a los discípulos a redefinir sus motivaciones para adaptarse a los propósitos de Dios. Alguna vez la motivación ha estado orientada hacia el exterior, es decir, a hacer ostentación egoísta de que uno cumple las exigencias de la ley mejor que otras personas. Pero Jesús se enfrentó a los santuarios interiores de la persona, donde la práctica privada de todo tipo de mal corre rampante. Jesús invitó a sus discípulos a devolver el bien por el mal, a perdonar a los que los trataban injustamente, y a no a buscar la venganza sobre sus enemigos sino, de verdad, amarlos y hacer por ellos lo aparentemente imposible.

El primer paso para llegar a ser verdaderos discípulos es reconocer que el llamado al discipulado es un llamado a un bautismo en la compasión. Los Evangelios sugieren que ser un discípulo significa ser conmovido por el dolor humano, responder con compasión, y después ser accionado por la compasión para la obra de restauración. Jesús nos exhorta a no acostumbrarnos nunca al sufrimiento de los seres humanos, y a recordar que la auténtica adoración atiende a las necesidades humanas en primer lugar. Sin embargo, la satisfacción de las necesidades humanas es un fin en sí mismo y no debe utilizarse como táctica de coacción o como un truco para hacer proselitismo. A Dios le duele que sepamos lo que es correcto y, sin embargo, endurezcamos nuestro corazón—eligiendo, por el contrario, intereses culturales, religiosos, políticos y económicos egoístas. Cuando hacemos esto, terminamos trabajando en contra del reino de Dios. Por lo tanto, estamos llamados a despojarnos de nuestros más preciados prejuicios, tradiciones, prácticas, interpretaciones, y teologías egoístas, para practicar la compasión.

El segundo paso es darnos cuenta de que no podemos dejar de lado esas arraigadas tendencias fácilmente. Por esta razón, Jesús pasó tiempo con los discípulos, enseñándoles una y otra vez, guiándolos de cerca, y regenerándolos para que fueran personas nuevas. Vale la pena notar que los Doce son llamados en primer lugar discípulos, y más tarde apóstoles. Incluso después de que Jesús los envió por primera vez, volvieron para continuar su aprendizaje. Su apostolado estuvo basado en, y sostenido por, su discipulado. La autenticidad de su discipulado dependía de su continua amistad con Jesús. Por lo tanto, el discipulado debe ser el marco de todo lo que somos, así como el prisma a través del cual miramos. En vista de ello, el discipulado es un emprendimiento perpetuo y uno no puede permitirse una pausa.

El tercer paso, que es fundamental, es la participación en el cumplimiento de la ley de Dios. Jesús definió los mandamientos como el amor a Dios con todo lo que uno es y puede lograr, y el amor al prójimo como a uno mismo. Aunque breve y sucinta, esta definición ha demostrado ser muy difícil de captar y de practicar. En Mateo 5:19, Jesús enseña que todo aquel que practica y enseña estos mandamientos será llamado grande en el Reino de los Cielos. Y los más pequeños en el Reino son los que no lo hacen. El amor a Dios y al prójimo es la base de todo lo que somos como discípulos, y encarnamos este amor cuando somos enviados como representantes de Cristo. La lástima, la vergüenza, o la culpa pueden ser a veces disfrazadas de compasión, y pueden llevarnos a hacer grandes cosas—incluso aliviar los sufrimientos humanos—pero sin ver realmente a los necesitados como a seres humanos de igual valor. Hay demasiados ejemplos de misioneros que han dedicado sus vidas en lugares lejanos, creando hospitales, estableciendo iglesias y excavando pozos, y sin embargo no han mirado jamás a las personas originarias de esos lugares como a seres humanos dignos e iguales a ellos, ni les dieron el trato correspondiente. El verdadero discipulado es el que nutre una compasión surgida del amor a Dios y del amor a los hermanos y hermanas. Hay que ser humildes para darse cuenta de que esta forma de ser y de ver no es algo que podamos adquirir por nosotros mismos—es un don de la gracia dado a las almas dispuestas a ser enseñadas y formadas por las hábiles manos de Dios.

Quiero proponer algo que podría producir algunas molestias, mediante la redefinición de la Gran Comisión. La Gran Comisión es el amor a Dios y al prójimo, y es aprender continuamente la forma de hacerlo mientras servimos a los demás. Esto acelerará nuestros esfuerzos y éxitos mientras nos ocupamos de la otra comisión que hemos interpretado como grande, que es “id y haced discípulos en todas las naciones” (Mateo 28:19). Si en nuestro discipulado estuviéramos realmente aprendiendo a amar a Dios y al prójimo, entonces el hacer discípulos fluiría naturalmente o ardería dentro de nosotros. Con demasiada frecuencia, sin embargo, el celo misionero supera al componente del amor, y la importancia se concentra en los números y en la mención honorífica, así como el interés exhibicionista se concentra en lamentables condiciones de la existencia, usurpando la atención de la trayectoria hacia el Reino de Dios.

Prepararse para el discipulado es también prepararse para encontrar oposición. Jesús hizo cosas buenas a expensas de nadie, y debió enfrentarse a la oposición. Esto es parte de lo que significa tomar nuestra cruz y seguirlo. La suya fue la oposición que venía desde afuera, que él enfrentó generosamente con una santa valentía redentora. Este tipo de oposición proviene de los abastecedores de la tradición y de los detractores. Hay un tipo de oposición que viene de adentro, que puede ser el resultado de calcular el costo de llevar la propia cruz. Después de todo, más a menudo de lo que estamos dispuestos a admitir, “bienaventurados los pacificadores” ha llevado directamente a “benditos son los que lloran”.

Para finalizar, nos sentimos forzados a recordar a un puñado de personas que han demostrado el verdadero discipulado en nuestras propias vidas. La mayoría de nosotros hemos captado sólo pequeños destellos del Sermón de la Montaña. Nuestro desafío es dejar que nuestras vidas se conviertan en demostraciones de tal verdadero discipulado, el que se encuentra sumergido en una compasión nacida del amor a Dios y a todos los seres humanos. Al hacerlo, se multiplicarán los destellos de la Santidad en nuestras respectivas comunidades.

Paul Mugane escribe desde San Diego, California.

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